jueves, 19 de marzo de 2009

¡OH CLEMENTÍSIMA, OH PIADOSA!

Cuán grande es la clemencia y piedad de María. Al hablar san Bernardo de la piedad que tiene María para con los más necesitados, dice que ella es con verdad, la tierra prometida de Dios, de la que mana leche y miel. Dice san León que la Virgen está dotada de tales entrañas de misericordia, que no sólo merece ser llamada misericordiosa, sino la misma misericordia. Y san Buenaventura, considerando que María ha sido constituida Madre de Dios para favorecer a los necesitados, y que a ella le está confiado el oficio de la misericordia; y contemplando, por otra parte, que ella tiene sumo cuidado de todos los necesitados, por lo que es tan rica en piedad, que parece no tiene otro deseo que el de aliviar las necesidades, decía que cuando contemplaba a María, se le olvidaba la justicia divina y sólo veía la divina misericordia de la que María está llena. Estas son sus tiernas palabras: “De veras, Señora, cuando te contemplo, no veo más que misericordia, pues para los necesitados has sido hecha Madre de Dios y se te ha confiado el oficio de compadecer. Por eso se te ve solícita hacia ellos, estás circundada de misericordia, parece que sólo eres feliz ejerciendo la misericordia”.
¡Pobres de nosotros, si no tuviéramos esta Madre de misericordia, tan atenta y solícita para socorrernos en todas nuestras miserias! “Donde falta la mujer gime y sufre el enfermo” (Ecclo. 36,25). Esta mujer, dice san Juan Damasceno, es realmente María y, donde falte esta santísima Mujer, gime el enfermo. Así, pues, queriendo Dios que todos los dones se dispensen gracias a las plegarias de María, si éstas llegaran a faltar, no habría esperanza de misericordia, como lo indicó el Señor a santa Brígida.
¿Cómo temer que María no acuda a compadecerse de nuestras miserias? No, que ella, mejor que nosotros, ve nuestras miserias y las compadece. Dice san Antonino: “¿Quién, entre todos los santos se compadece de nuestros males como María? Donde ve alguna miseria, allí acude presurosa para socorrer con gran piedad.” Así lo dice Ricardo de San Víctor. Lo afirma también Mendoza: “Oh Virgen bendita, tú dispensas con larga mano tus misericordias, allí donde descubres una necesidad.” Y nunca dejará este oficio de buena Madre, como ella misma lo afirma; “Por los siglos subsistiré. En la Tierra santa, en su presencia, he ejercido el ministerio... Y en Jerusalén se halla mi poder” (Ecclo. 24,9-11). Comenta el cardenal Hugo: “Hasta el siglo futuro, es decir, hasta que lleguen a ser bienaventurados, no dejaré de socorrer a los hombres en sus miserias, y de rogar por la conversión de los pecadores”.
Refiere Suetonio que el emperador Tito estaba tan ansioso de conceder favores a quien se los pedía, que el día en que no había hecho alguno, decía con tristeza: “He perdido el día” porque lo he pasado sin favorecer a nadie. Probablemente esto lo decía Tito, más por vanidad y afán de ser estimado, que por verdadera caridad. Pero nuestra emperatriz María, si por un imposible pasara un día sin socorrer a alguno, lo sentiría muchísimo; porque está llena de caridad y del deseo de hacernos bien. De modo que, como dice Bernardino de Bustos, ella tiene más ansia de darnos gracias, que nosotros de recibirlas de ella. Por lo que añade que, cuando a ella acudimos, siempre la encontraremos con las manos llenas de misericordia y liberalidad.
Ya fue Rebeca figura de María, la cual, cuando el siervo de Abrahán le pidió agua para beber, le respondió que, no sólo para él, sino también para sus camellos sacaría del pozo agua suficiente, para que todos bebiesen (Gén. 24,19). Y el devoto san Bernardo, vuelto hacia la Virgen, le dice: “Señora, no sólo al siervo de Abrahán, sino también para sus camellos dales de tu vasija sobreabundante”; como si dijera: Señora tu eres más piadosa y generosa que Rebeca, y por eso, no te contentas con dispensar las gracias de tu misericordia sólo a los siervos de Abrahán, que representan a los fieles siervos de Dios, sino que las dispensas también a los camellos, figura de los pecadores. Y como Rebeca dio más de lo que se le pedía, así y mejor, María da más de lo que se le solicita. La liberalidad de María, dice Ricardo de San Lorenzo, se asemeja a la liberalidad de su Hijo, que otorga siempre más de lo que se le pide; que por eso lo llama san Pablo “rico para todos los que lo invocan” (Rm 10,12). Por esto le dice a la Virgen un devoto autor: “Señora, ruega por mí, porque tu pedirás para mí las gracias con mayor devoción de la que sabría tener yo; y me conseguirás de Dios gracias muy superiores a las que yo pudiera pedir”.
Cuando los samaritanos rehusaron recibir a Jesucristo y su doctrina, dijeron Santiago y san Juan a su Maestro: “¿Quieres Señor, que mandemos fuego del cielo que los devore?” Pero el Salvador les respondió: “No sabéis a qué espíritu pertenecéis” (Lc 9,55). Como si dijera: Yo soy piadoso y dulce, por lo que he bajado del cielo para salvar a los pecadores, no para castigarlos; y ¿vosotros queréis verlos condenados? ¿Qué fuego? ¿Qué castigo? Callad, no me habléis de castigos, que ése no es mi espíritu. De igual modo María, que tiene el alma del todo semejante a la de su Hijo, estamos seguros que está siempre inclinada a tener misericordia, porque, como dice santa Brígida es llamada la Madre de la misericordia; y la misma misericordia de Dios la hace tan piadosa y dulce para con todos. Por eso a María la vio san Juan, vestida del sol: “Apareció una señal grande en el cielo, una mujer vestida de sol” (Ap. 12,1). Sobre lo cual, dice san Bernardo dirigiéndose a la Virgen: “Vistes al sol y con él te vistes”. Has vestido al sol, al Verbo de Dios, con carne humana; mas él te ha vestido a ti con su poder y misericordia.
Es tan piadosa y benigna esta Reina, que, al decir de san Bernardo, cuando se le acerca un pecador para encomendarse a su piedad, no se pone a examinar sus méritos, ni si es digno o no de ser oído, sino que sin más lo atiende y lo socorre. Por lo cual, reflexiona san Ildeberto, que está bien decir de María que es bella como la luna (Cant. 6,9); porque como la luna ilumina y beneficia los cuerpos más humildes de la tierra, así María ilumina a los pecadores más indignos. “Hermosa como la luna, porque es hermoso hacer beneficios a los indignos”, dice san Ildefonso. Y aunque la luna toma toda su luz del sol, actúa antes que el sol, piensa un autor. También dice san Anselmo: “Más pronto se consigue, a veces, nuestra salvación invocando el nombre de María, que invocando el nombre de Jesús”. Por eso nos exhorta Hugo de San Víctor, para que, si nuestros pecados nos hacen temer el acercarnos a Dios, porque él es la majestad infinita que hemos ofendido, no temamos sin embargo recurrir a María, porque en ella nada encontraremos que nos asuste. Es verdad que ella es santa e inmaculada, que es la Reina del mundo y la Madre de Dios; pero al mismo tiempo es de nuestra carne, hija de Adán como nosotros.
Finalmente, dice san Bernardo, todo lo que hay en María respira gracia y piedad, porque ella, como Madre de piedad, es toda para todos, y por su gran caridad, se pone a disposición de todos, justos y pecadores; y abre el seno de su misericordia para que todos gocen de su plenitud. Y si el demonio, como dice san Pedro, “anda siempre merodeando, buscando a quien devorar” (1Pe 5,8), todo lo contrario, dice Bernardino de Bustos, es lo que hace María, que “anda siempre buscando cómo dar la vida y salvar a todos los que pueda”.
Debemos persuadirnos de que la protección de María es más grande y poderosa de lo que nos podemos imaginar, como dice san Germán. ¿Por qué el Señor, que en la antigua ley era tan riguroso en el castigar, ahora tiene tanta misericordia aún con los reos de los mayores pecados?, pregunta Pelbarto; y responde: “Se porta así por los méritos y por el amor de María.” Dice san Fulgencio: “¡Cuánto hace que hubiera sido aniquilado el mundo, si María no lo hubiera sostenido con su intercesión!” Mas nosotros, dice Arnoldo de Chartres, podemos acercarnos a Dios en espera de todos los bienes, porque el Hijo es nuestro mediador ante Dios Padre y la Madre ante el Hijo. ¿Cómo no va a escuchar el Padre a su Hijo cuando le presenta las llagas que ha recibido por salvar a los pecadores? Y ¿cómo el Hijo no va a atender a la Madre cuando le recuerda que lo ha alimentado con sus pechos virginales? Dice san Pedro Crisólogo con hermosa y firme expresión, que esta humilde doncella, habiendo alojado a Dios en su seno, exige como pensión del hospedaje, la paz del mundo, la salvación de los que andan perdidos y la vida de los muertos.
Dice el abad de Celles: “¡Cuántos que merecían ser condenados por la divina justicia, se han salvado por la piedad de María!” Es que ella es el tesoro de Dios y la tesorera de todas las gracias, por lo que nuestra salvación está en sus manos. Por eso recurramos siempre a esta maravillosa Madre que es todo piedad, y estemos del todo seguros de salvarnos gracias a su intercesión, ya que ella – así nos anima Bernardino de Bustos – es nuestra salvación, nuestra vida, nuestra consejera, nuestro refugio y nuestra ayuda. María, es precisamente, dice san Agustín, aquel trono de la gracia, al que nos exhorta el apóstol que recurramos con confianza para obtener la divina misericordia y hallar la gracia para una ayuda oportuna (Hb 4,16). Al trono de la gracia, comenta san Antonio, es decir, a María. Por esto santa Catalina de Siena llamaba a María administradora de la misericordia divina.
Concluyamos ya, con la bella y dulce exclamación de san Bernardo, comentando las palabras: “Oh clemente, oh piadosa, oh dulce Virgen María: Oh María, tu eres clemente con los miserables, piadosa con los que te ruegan, dulce con los que te aman; clemente con los penitentes, piadosa con los que progresan, dulce con los perfectos. Te manifiestas clemente al librarnos de los castigos, piadosa al otorgarnos las gracias, y dulce dándote al que te busca”.
Las Glorias de María. San Alfonso María de Ligorio.

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