lunes, 23 de marzo de 2009

LA DESTRUCCIÓN DE JERUSALÉN

En tiempos de Nuestro Señor la hija de Sión, Jerusalén, parecía decir en su orgullo: "¡Estoy sentada reina, y... nunca veré el duelo!" porque siendo amada, como lo era, creía estar segura de merecer aún los favores del cielo como en los tiempos antiguos cuando el poeta rey cantaba: "Hermosa provincia, el gozo de toda la tierra es el monte de Sión,...la ciudad del gran Rey." Allí había manifestado Jehová su presencia en la nube de gloria, sobre el propiciatorio.
Pero la historia de aquel pueblo tan favorecido era un relato de sus apostasías y sus rebeliones. Había resistido la gracia del Cielo, abusado de sus prerrogativas y menospreciado sus oportunidades.
Dios aplazó sus juicios sobre la ciudad y la nación hasta cosa de cuarenta años después que Cristo hubo anunciado el castigo de Jerusalén. Admirable la paciencia que tuvo Dios con los que rechazaran su Evangelio y asesinaran a su Hijo. Los hijos no fueron condenados por los pecados de sus padres; pero cuando, conociendo ya plenamente la luz que fuera dada a sus padres, rechazaron la luz adicional que a ellos mismos les fuera concedida, entonces se hicieron cómplices de las culpas de los padres y colmaron la medida de su iniquidad.
Ni un solo cristiano pereció en la destrucción de Jerusalén. Cristo había prevenido a sus discípulos, y todos los que creyeron sus palabras esperaron atentamente las señales prometidas. "Cuando viereis a Jerusalén cercada de ejércitos - había dicho Jesús, - sabed entonces que su destrucción ha llegado. Entonces los que estuvieren en Judea, huyan a los montes; y los que en medio de ella, váyanse." Después que los soldados romanos, al mando del general Cestio Galo, hubieron rodeado la ciudad, abandonaron de pronto el sitio de una manera inesperada y eso cuando todo parecía favorecer un asalto inmediato. Perdida ya la esperanza de poder resistir el ataque, los sitiados estaban a punto de rendirse, cuando el general romano retiró sus fuerzas sin motivo aparente para ello. Empero la previsora misericordia de Dios había dispuesto los acontecimientos para bien de los suyos. Ya estaba dada la señal a los cristianos que aguardaban el cumplimiento de las palabras de Jesús, y en aquel momento se les ofrecía una oportunidad que debían aprovechar para huir, conforme a las indicaciones dadas por el Maestro. Los sucesos se desarrollaron de modo tal que ni los judíos ni los romanos hubieran podido evitar la huida de los creyentes. Habiéndose retirado Cestio, los judíos hicieron una salida para perseguirle y entre tanto que ambas fuerzas estaban así empeñadas, los cristianos pudieron salir de la ciudad, aprovechando la circunstancia de estar los alrededores totalmente despejados de enemigos que hubieran podido cerrarles el paso. En la época del sitio, los judíos habían acudido numerosos a Jerusalén para celebrar la fiesta de los tabernáculos y así fue como los cristianos esparcidos por todo el país pudieron escapar sin dificultad. Inmediatamente se encaminaron hacia un lugar seguro, la ciudad de Pella, en tierra de Perea, allende el Jordán.
Espantosas fueron las calamidades que sufrió Jerusalén cuando el sitio se reanudó bajo el mando de Tito. La ciudad fue sitiada en el momento de la Pascua, cuando millones de judíos se hallaban reunidos dentro de sus muros. Los depósitos de provisiones que, de haber sido conservados, hubieran podido abastecer a toda la población por varios años, habían sido destruídos a consecuencia de la rivalidad y de las represalias de las facciones en lucha, y pronto los vecinos de Jerusalén empezaron a sucumbir a los horrores del hambre. Una medida de trigo se vendía por un talento. Tan atroz era el hambre, que los hombres roían el cuero de sus cintos, sus sandalias y las cubiertas de sus escudos.
Millares murieron a consecuencia del hambre y la pestilencia. Los afectos naturales parecían haber desaparecido: los esposos se arrebataban unos a otros los alimentos; los hijos quitaban a sus ancianos padres la comida que se llevaban a la boca. Una vez más se cumplía la profecía pronunciada catorce siglos antes, y que dice: "La mujer tierna y delicada en medio de ti, que nunca probó a asentar en tierra la planta de su pie, de pura delicadeza y ternura, su ojo será avariento para con el marido de su seno, y para con su hijo y su hija, así respecto de su niño recién nacido como respecto de sus demás hijos que hubiere parido; porque ella sola los comerá ocultamente en la falta de todo, en la premura y en la estrechez con que te estrecharán tus enemigos dentro de tus ciudades.".
Los jefes romanos procuraron aterrorizar a los judíos para que se rindiesen. A los que eran apresados resistiendo, los azotaban, los atormentaban y los crucificaban frente a los muros de la ciudad. Centenares de ellos eran así ejecutados cada día, y el horrendo proceder continuó hasta que a lo largo del valle de Josafat y en el Calvario se erigieron tantas cruces que apenas dejaban espacio para pasar entre ellas. Así fue castigada aquella temeraria imprecación que lanzara el pueblo en el tribunal de Pilato, al exclamar: "¡Recaiga su sangre sobre nosotros, y sobre nuestros hijos!"

EL HOMBRE DE PECADO – II

Sin embargo, San Juan Damasceno no duda en decir que desde su nacimiento será impuro, totalmente impregnado de los soplos de Satán. Es de creer que, desde el uso de razón, entrará en contacto tan constante e íntimo con el espíritu de las tinieblas, se inclinará al mal con tal obstinación, que no dejará penetrar en su alma ninguna luz sobrenatural, ninguna gracia de lo alto. Permanecerá inmutablemente rebelde a todo bien.
Eso le valdrá el nombre de hombre de pecado. Llevará el pecado hasta su colmo, no haciendo de toda su vida sino un largo acto de rebeldía contra Dios. Por esta constante aplicación al mal, alcanzará un refinamiento de impiedad al que no llegó jamás hombre alguno.
El calificativo de hijo de perdición, que le es común con Judas, quiere decir que su condenación eterna esta prevista por Dios, como castigo de su espantosa malicia, hasta el punto de que está inscrita en las Escrituras y como consignada de antemano. Es probable —y tal es el pensamiento de San Gregorio— que el monstruo conocerá, por una luz salida de los abismos del infierno, la suerte que le espera, que renunciará a toda esperanza para odiar a Dios más a su gusto, que se fijará desde esta vida en la obstinación irremediable de los condenados. Y así realizará en sí mismo el nombre terrible de hijo de perdición.
De este modo será verdaderamente el Anticristo, es decir, las antípodas de Nuestro Señor. Jesucristo se encontraba fuera del alcance del pecado; él se pondrá fuera del alcance de la gracia, por un abandono de todo su ser al espíritu del mal. Jesucristo se orientaba a su Padre con todos los impulsos de una naturaleza divinizada y sustraída a las influencias del mal; él se orientará al mal con todos los impulsos de una naturaleza profundamente viciada y que renunciará incluso a la esperanza.
Siendo tan diametralmente opuesto a Nuestro Señor, realizará obras en oposición directa con las suyas. Será para Satán un órgano selecto, un instrumento de predilección.
Así como Dios, al enviar a su Hijo al mundo, lo revistió del poder de hacer milagros, e incluso de devolver la vida a los muertos, del mismo modo Satán, haciendo un pacto con el hombre de pecado, le comunicará el poder de hacer falsos milagros. Por eso dice San Pablo que “su advenimiento será según la operación de Satanás, con todo poder, señales y prodigios falsos”. Nuestro Señor sólo hizo milagros por bondad, y se negó a hacer milagros por pura ostentación; el Anticristo se complacerá en ellos, y los pueblos, por un justo juicio de Dios, de dejarán engañar por sus malabarismos.
Por lo que precede está claro que el Anticristo se presentará al mundo como el tipo más completo de estos falsos profetas que fanatizan a las masas, y que las conducen a todos los excesos bajo el pretexto de una reforma religiosa. Desde este punto de vista, Mahoma parece haber sido su verdadero precursor. Pero el Anticristo lo superará inmediatamente en perversidad, en habilidad, y también en la plenitud de su poder satánico.En el próximo artículo estudiaremos los orígenes y desarrollo de su poder, y las fases de la guerra de exterminio que desencadenará contra la Iglesia de Jesucristo.
El drama del fin de los tiempos - R.P. Emmanuel - (mayo de 1885)

EL HOMBRE DE PECADO – I

Entra dentro de lo posible, aunque la apostasía se encuentre muy avanzada, que los cristianos, por un esfuerzo generoso, hagan retroceder a los conductores de la descristianización a ultranza, y obtengan así para la Iglesia días de consuelo y de paz antes de la gran prueba. Este resultado lo esperamos, no de los hombres, sino de Dios; no tanto de los esfuerzos cuanto de las oraciones.
En este orden de ideas, algunos autores piadosos esperan, después de la crisis presente, un triunfo de la Iglesia, algo así como un domingo de Ramos, en el cual esta Madre será saludada por los clamores de amor de los hijos de Jacob, reunidos a las naciones en la unidad de una misma fe. Nos asociamos de buena gana a estas esperanzas, que apuntan a un hecho formalmente anunciado por los profetas, y del cual volveremos a hablar en su lugar.
Sea lo que fuere, este triunfo, si Dios nos lo concede, no será de larga duración. Los enemigos de la Iglesia, aturdidos por un momento, proseguirán su obra satánica con redoblado odio. Podemos representarnos el estado de la Iglesia en ese momento, como semejante en todo al estado de Nuestro Señor durante los días que precedieron a su Pasión.
El mundo será profundamente agitado, como lo estaba el pueblo judío reunido para las fiestas pascuales. Habrá rumores inmensos, y cada cual hablará de la Iglesia, unos para decir que ella es divina, otros para decir que ella no lo es. La Iglesia se encontrará expuesta a los más insidiosos ataques del librepensamiento; pero jamás habrá logrado mejor que entonces reducir al silencio a sus adversarios, pulverizando sus sofismas...
En resumen, el mundo será puesto enfrente de la verdad; la irradiación divina de la Iglesia brillará ante sus ojos; pero él desviará la cabeza, y dirá: ¡No me interesa!
Este desprecio de la verdad, este abuso de las gracias tendrá como consecuencia la revelación del hombre de pecado. La humanidad habrá querido a este amo inmundo : ella lo tendrá. Y por él se producirá una seducción de iniquidad, una eficacia de error (así tradujo Bossuet a San Pablo) que castigará a los hombres por haber rechazado y odiado la Verdad.
Al hablar así, no estamos entregándonos a imaginaciones, sino que seguimos al Apóstol. En efecto, según él, toda seducción de iniquidad obrará “sobre los que se pierden, por no haber aceptado el amor de la verdad a fin de salvarse. Por eso Dios les enviará una eficacia de error, con que crean a la mentira; para que sean juzgados todos los que no creyeron a la verdad, sino que se complacieron en la injusticia” (II Tes. 2 11-12).
Cuando aparezca el hombre de pecado, será, como dice San Pablo, a su tiempo; es decir, en un momento en que el cuerpo de los malvados, endurecido contra los dardos de la gracia, hecho compacto e impermeable por la obstinación de su malicia, reclamará esta cabeza. Ella surgirá, y Satán hará brillar en ella toda la extensión de su odio contra Dios y los hombres.
El hombre de pecado, el Anticristo, será un hombre, un simple viador hacia la eternidad. Algunos autores supusieron en él una encarnación del demonio; esta imaginación carece de fundamento. El diablo no tiene el poder de asumir y de unirse una naturaleza humana, de simular el adorable misterio de la Encarnación del Verbo.
Los Padres piensan unánimemente que será judío de origen. Incluso dicen que será de la tribu de Dan, fundándose en que esta tribu no es nombrada en el Apocalipsis como dando elegidos al Señor. San Agustín se hace el eco de esta tradición, en su libro de Cuestiones sobre Josué. Se hace muy verosímil por el hecho de que la francmasonería es de origen judío, de que los judíos tienen en manos sus hilos en el mundo entero; lo cual hace pensar que el jefe del imperio anticristiano será un judío. Los judíos, por otra parte, que no quieren reconocer a Jesucristo, siguen esperando a su Mesías. Nuestro Señor les decía: “Yo vine en nombre de mi Padre, y no me recibís; si otro viniere de su propia autoridad, a aquél le recibiréis” (Jn. 5 43). Por este otro, los Padres entienden comúnmente al Anticristo.
Aunque el Anticristo sea llamado el hombre de pecado, el hijo de perdición, no hay que creer que estará destinado al mal, como fatal e irremisiblemente. Recibirá gracias, conocerá la verdad, tendrá un ángel custodio. Tendrá la oportunidad y los medios para alcanzar la salvación, y sólo se perderá por su propia culpa.
El drama del fin de los tiempos - R.P. Emmanuel - (mayo de 1885)

NUESTRA SEÑORA DE LA MISERICORDIA

Aun viviendo en la tierra, dice san Jerónimo, fue María de corazón tan tierno y piadoso con los humanos, que no ha habido persona que sufra tanto con las penas propias, como María con las de los demás. Bien demostró la compasión que sentía por las aflicciones ajenas en las bodas de Caná, como lo recordamos en anterior capítulo, cuando al ver que faltaba el vino, sin ser requerida, como escribe san Bernardino de Siena, tomó el oficio de piadosa consoladora. Y por pura compasión de la aflicción de aquellos recién casados, intercedió con su Hijo y obtuvo el milagro de la conversión del agua en vino.
Contemplando a María, le dice san Pedro Damiano: "¿Acaso por haber sido ensalzada como Reina del cielo te habrás olvidado de nosotros los miserables? Jamás se puede pensar semejante cosa. Nada tiene que ver con una piedad tan grande como la que hay en el corazón de María, el olvidarse de tan gran miseria como la nuestra". No va con María el proverbio "Honores mudan costumbres". Esto sucede a los mundanos que, ensalzados a cualquier dignidad, se llenan de soberbia y se olvidan de los amigos de antes que han quedado pobres; pero no sucede con María, que es feliz de verse tan ensalzada para poder así socorrer mejor a los necesitados. Considerando esto mismo san Buenaventura, le aplica a la Virgen las palabras del libro de Ruth: "Has sobrepujado tu primera bondad con la que manifiestas ahora" (Rt 3,10), queriendo decir, como él mismo lo declara, que si fue grande la piedad de María para con los necesitados cuando vivía en la tierra, mucho mayor es ahora que ella reina en el cielo. Y da la razón el santo diciendo que la Madre de Dios muestra ahora su total misericordia con las innumerables gracias que nos obtiene, porque ahora conoce mejor nuestras miserias. Por lo que, como el sol con su esplendor supera inmensamente al brillo de la luna, así la piedad de María, ahora que está en el cielo, supera a la piedad que tenía de los hombres cuando estaba en la tierra. ¿Quién hay en el mundo que no disfrute de los rayos del sol? Y ¿quién hay, sobre el que no resplandezca la misericordia de María?
San Alfonso María de Ligorio. Las Glorias de María.

VUELVE A NOSOTROS ESOS TUS OJOS MISERICORDIOSOS

María es toda ojos para compadecerse de nosotros y socorrernos San Epifanio llama a María "la de los muchos ojos"; la que es todo ojos para ver de socorrer a los necesitados. Exorcizaban a un poseído por el demonio; y al preguntarle el exorcista qué hacía María, respondió el poseso: "baja y sube". Quería decir, que esta benignísima Señora no hace otra cosa más que bajar a la tierra para traer gracias a los hombres, y subir al cielo para obtener el divino beneplácito para nuestras súplicas. Con razón san Andrés Avelino llama a la Virgen la administradora del Paraíso que de continuo se ocupa de obtener mise-ricordia, impetrando gracias para todos, tanto justos como pecadores. "El Señor tiene los ojos sobre los justos" (Sal 33,16). Pero los ojos de la Señora, dice Ricardo de San Lorenzo, están vueltos, tanto hacia los justos como hacia los pecadores. Y es porque los ojos de María son ojos de madre, y la madre no sólo mira porque su hijo no caiga, sino para que, habiendo caído, lo pueda levantar.
Bien lo dio a entender el mismo Jesús a santa Brígida cuando le oyó que hablando a su Madre le decía: "Madre, pídeme lo que quieras". Esto es lo que siempre le está diciendo el Hijo a María, gozando en complacer a esta su amada Madre en todo lo que pide. Y ¿qué le pide María al Hijo? Santa Brígida oyó que ella le decía: "Pido misericordia para los pecadores". Como si dijese: "Hijo, tú me has nombrado Madre de la misericordia, refugio de los pecadores, abogada de los desgraciados y me dices que te pida lo que quiera. ¿Qué he de pedirte? Te pido que tengas misericordia de los necesitados". "Así que, oh María – le dice con ternura san Buenaventura – tú estás tan llena de misericordia, y tan atenta a socorrer a los necesitados, que parece que no tienes otro deseo ni otro afán". Y porque entre los necesitados, los más desgraciados de todos son los pecadores, afirma Beda el Venerable, María está siempre rogando al Hijo en favor de los pecadores.

San Alfonso María de Ligorio. Las Glorias de María.

RAZONES QUE NOS OBLIGAN A RECHAZAR LA NUEVA MISA - II

Sin fe es imposible agradar a Dios (San Pablo, Epístola a los Hebreos, 11, 6). Pero aún cuando nosotros mismos, o un ángel del cielo, os predique un Evangelio diferente del que nosotros os hemos anunciado, sea anatema. (San Pablo, Gálatas 1, 8)
Razones por las que, en conciencia, no puedo asistir a la "NUEVA MISA" o Misa de Pablo VI, o la Misa Moderna, sea en Latín o en Español, de cara al pueblo o de cara al Sagrario. Y, por lo tanto, por las mismas razones, continúo con la Misa tradicional, o Misa de San Pío V, o Misa tridentina, o Misa de siempre.
* Porque, al insertar la "oración de los fieles" luterana en la Nueva Misa no sólo se sigue, sino que se presenta como aceptable el error protestante de que todas las personas son sacerdotes.
* Porque la Nueva Misa elimina el "Yo pecador" del sacerdote, y lo hace común con el pueblo y por lo tanto favorece el error de Lutero de no aceptar la enseñanza católica de que el sacerdote es juez, testigo e intercesor ante Dios.
* Porque la Nueva Misa deja entender que el pueblo "concelebra" con el Sacerdote lo cual es contrario a la teología Católica.
* Porque fueron seis pastores protestantes los que colaboraron en su confección, sus nombres: Georges, Jasper, Shepherd, Kunneth, Smith y Thurian.
* Porque así como Lutero suprimió el Ofertorio, porque en él se expresaba de modo neto el carácter sacrificial y propiciatorio de la Misa, así también la Nueva Misa lo reduce a una simple preparación de las ofrendas.
* Porque los protestantes, sin corregir sus errores, pueden celebrar su cena usando el texto de la Nueva Misa. Es decir, se sirven de la Misa Nueva sin dejar de ser protestantes, conservando su fe protestante. Max Thurian, protestante de Taizé, dice que uno de los frutos de la Nueva Misa "será tal vez que las comunidades no católicas podrán celebrar la santa cena con las mismas oraciones de la Iglesia Católica. Teológicamente es posible" (La Croix, 30/5/69).
* Porque el modo narrativo de la consagración, induce a creer que se trata sólo de una memoria de la Cena (error protestante) y no un verdadero y propio Sacrificio.
* Porque, por las graves omisiones, llevan a pensar que se trata sólo de una cena o de un sacrificio de acción de gracias solamente y no de un sacrificio propiciatorio; esto es, se favorece el error protestante de que la Misa es sólo un banquete y que el sacerdote sólo es presidente de la asamblea.
* Porque, con las otras innovaciones a que prestó ocasión, como el altar en forma de mesa, el sacerdote orientado hacia el pueblo, la Comunión de pie o en la mano, no sólo dio margen a abusos, sino que favorece la doctrina protestante, según la cual la misa es sólo un banquete y el sacerdote solamente presidente de la asamblea.
* Porque, a causa de todo eso, los protestantes, posiblemente burlándose de nosotros, dijeron: "Las nuevas plegarias eucarísticas católicas han abandonado la falsa perspectiva del sacrificio ofrecido a Dios" (La Croix, 10/12/69). Y más: "Ahora en la Misa renovada, no hay nada que pueda perturbar al cristiano evangélico" (Siegevalt, profesor de teología en la Facultad protestante de Strasburg).
* Porque estamos frente a un serio dilema: o bien lentamente y sin darnos cuenta nos vamos haciendo protestantes siguiendo la Nueva Misa o, por el contrario, conservamos nuestra fe católica al adherirnos fielmente a la Misa tradicional de siempre.
* Porque la Misa Nueva fue elaborada de acuerdo con la definición protestante de la Misa: "La Cena del Señor o Misa es la sagrada sinaxis o asamblea del Pueblo de Dios que se congrega, presidida por el sacerdote, para celebrar el memorial del Señor" (N° 7 de la "Institutio Generalis" del 6/4/69, documento que presenta la Nueva Misa).
* Porque la Misa Nueva no agrada a Dios, quien detesta las cosas ambiguas como es la Misa Nueva, que pretende agradar a católicos y protestantes, y más a éstos.
* Porque quien asiste a la Misa Nueva, especialmente cuando es acompañada de cánticos nuevos de fuerte sabor protestante (sin hablar de las guitarras y baterías), tiene la clara impresión de asistir a una reunión, culto o cena protestante.
* Porque, siendo ambigua y favoreciendo la herejía, es peor que si fuese claramente herética, porque así es más engañadora: la peor moneda falsa es la más parecida a la verdadera.
* Porque la Santa Misa es el sacrificio de la Esposa de Cristo, que es la Iglesia Católica. Por lo tanto no puede ser al mismo tiempo de la Esposa de Cristo y de otras iglesias o sectas contrarias al verdadero y único Cristo: esto sería ofensivo para Cristo y para su Esposa.
* Porque la Misa Nueva obedece al mismo esquema de la Misa protestante de Cranmer, uno de los jefes del anglicanismo y feroz perseguidor de la Iglesia; los métodos empleados para introducirla, siguen, finalmente, las huellas de este heresiarca inglés.

Sermón de ordenaciones - Junio 2000 – II

Del mismo modo no queremos nada con esa Iglesia que se identifica, en diversos grados, con todas las religiones, y en definitiva, y en buena lógica, con el mundo, con esa Iglesia que rinde culto también a los falsos dioses y que rinde un falso culto al verdadero Dios y que admite en su seno a todos los errores que recorren el mundo, y principalmente los pensamientos de la filosofía moderna. Pues bien, nosotros adherimos indefectiblemente a la Iglesia depositaria de la Verdad, Madre y Maestra de todas las iglesias y de todo el mundo, Madre y Maestra de la Verdad. Y es precisamente por eso que somos católicos, porque la Iglesia nos da la Verdad. Y no queremos saber nada de ese pensamiento moderno que está lleno de anticristianismo y de ateísmo. Ellos que conocen tan bien la filosofía, no han entendido nada.
Tomo un ejemplo, que es tal vez un poco filosófico, pero que me parece interesante. En el siglo pasado vivió un pensador, un filósofo, filólogo, poeta, dicen, Federico Niestzsche, que ha sido como un profeta y un místico del espíritu anticristiano del mundo moderno. Profeta, y él mismo lo afirma: “Me propongo anunciar lo que ocurrirá en la Historia a lo largo de los dos próximos siglos”. Es un hombre que toma el pensamiento moderno, que saca las últimas consecuencias contenidas y que se hace apóstol de este anticristianismo. Y místico porque él mismo vivió en sí esos procesos espirituales modernistas. Parte de la negación de la Verdad, fundándose en Kant, en la filosofía del devenir siguiendo a Hegel, y entonces va aún más lejos y concluye en el nihilismo y en la proclamación de la muerte de Dios. Y a partir de ahí, como todos esos filósofos, se convierte en un demiurgo, es decir, es preciso hacer de nuevo la realidad, hay que dirigirla hacia una dirección, hacia un fin. (…) Y entonces el hombre debe primeramente darle vuelta al orden existente, debe cambiar completamente todas las verdades, y en primer lugar el cristianismo y la Iglesia católica, porque ha comprendido perfectamente que la Iglesia católica era la protectora de toda Verdad. Hay que volver a fundar un mundo nuevo, asentado sobre el materialismo, sobre el hedonismo, y a eso lo llama la voluntad de poder: es exactamente el mundo que nosotros vivimos, es el hombre el que modela la Verdad, el bien y la realidad. Este proceso se termina con el superhombre, es decir, sencillamente el hombre que se sustituye a Dios. Y ese es verdaderamente el fondo del pensamiento moderno. Entonces, ¿cómo puede pretenderse incorporar los valores de este pensamiento si el liberalismo mismo se inscribe perfectamente en esta lógica anticristiana, nihilista? Se quiere unir la luz con las tinieblas, a Cristo y Belial. Ha sido un místico, sí, ha vivido todos estos procesos y ha terminado loco. Ha terminado sus días después de haber escrito el último libro, donde propone esta lucha contra el cristianismo, un libro titulado “El Anticristo”. Pues bien, ha terminado loco. (…) Nosotros no queremos tener nada que ver con esta filosofía y este pensamiento moderno. Queremos la filosofía perenne, la de Santo Tomás de Aquino, la filosofía de la Verdad, del bien, de lo verdadero, de la realidad.
Así pues, queridos ordenandos, en primer lugar es necesario que tengamos la intransigencia doctrinal. Sobre la doctrina, sobre la Verdad, se es intransigente. Y eso es porque la Verdad, por definición, es una y única. Por consiguiente no hay más que un solo y único Cristo, una sola y única verdadera Iglesia. Y cuando se trata de la doctrina, no hay otra actitud posible más que la intransigencia doctrinal. “Y no puede ser que, como lo dice también el cardenal Pie, un exceso de verdad nos conduzca a un defecto de caridad”. Son las palabras del cardenal Pie. Es decir que la Verdad debe necesariamente estar acompañada de la Caridad, del amor de Dios, del amor al prójimo. El apóstol nos dice: “la Verdad en la Caridad”.
Y San Agustín sobre este tema tiene reflexiones muy interesantes. Por ejemplo dice: “Sólo la verdad tendrá la victoria, y la victoria de la Verdad es la caridad”. No hay victoria contra el error fuera de la Verdad. Pero la victoria de la Verdad es la Caridad. Dice también: “El Señor que ha dado a sus servidores la facultad de destruir los reinos del error nos invita, sin embargo, a salvar a los hombres y a no aniquilarlos. La Verdad sin la caridad, dice también, es la maldad”. Y de esta manera eleva una oración a Dios: “Enviad Señor dulzura a mi corazón (mitigaciones, dulzuras, suavidades a mi corazón), para que el amor de la verdad no me haga perder la verdad del amor”. Y esto es muy profundo, ya que decimos que Dios es Verdad, sí, pero Dios es Caridad, por lo tanto la Verdad en Dios es la Caridad y la Caridad, la Verdad. Y si no se tiene el amor de la verdad, no se puede tener la caridad; y si no se tiene la caridad, se pierde finalmente la verdad. He aquí los dos fallos que tenemos siempre, es la historia repetida y cíclica. Las dos tentaciones son la de comprometer un poco la verdad por cansancio o bajo el pretexto de caridad, o la de faltar a la caridad bajo el pretexto de defender la verdad.

Monseñor Alfonso de Galarreta

Sermón de ordenaciones - Junio 2000 – I

Excelencias, queridos hermanos en el sacerdocio, queridos fieles:
En el transcurso de este año hemos asistido al apogeo, podríamos decir al paroxismo de la herejía ecuménica y, por desgracia, principalmente en Roma. Pienso que no podemos poner ya en duda que nos encontramos por lo menos en el comienzo de esta gran apostasía, de esa apostasía generalizada, anunciada por la Sagrada Escritura. Cuando el apóstol San Pablo habla de esta apostasía que precederá la venida del Anticristo, nos dice que en aquel momento “muchos perecerán porque no habrán recibido el amor de la Verdad”. No habrán recibido el amor de la Verdad. Creo que es realmente una frase que explica el sentido de nuestra resistencia, de nuestro combate, y en última instancia, el problema de fondo de la crisis en la Iglesia. “No han recibido el amor de la Verdad”. No lo han recibido, no quieren recibirlo, no quieren saber nada de la Tradición. Si se recibe, hay una transmisión, y en consecuencia una tradición. No quieren saber ya nada del pasado de la Iglesia, del Magisterio de siempre. No quieren ya la Tradición.
En todas esas ceremonias de arrepentimiento, y esa oleada en cascada (ocurre en todas partes del mundo) de petición de perdón, lo peor es que piden perdón por los principios, perdón por la doctrina que ha inspirado la vida de la Iglesia durante veinte siglos. No han pedido perdón por los excesos (no es tal vez conveniente, pero en cualquier caso sería cierto), sino que hay un rechazo, una ruptura, una voluntad de ruptura con la Tradición. No existe otra cosa más que la Tradición viva, sólo hay el Concilio Vaticano II que reinterpreta absolutamente toda la Fe alejándose precisamente de la Fe. Recibir significa tener la humildad de la inteligencia, el “obsequium fidei”, la obediencia de la inteligencia ante la Verdad, y para eso hay que amar la Verdad, hay que desearla con todas sus fuerzas, hay que desearla, buscarla. Ahora bien, ellos han preferido sus opiniones, sus utopías.
Y esta verdad no es tan sólo el objeto de nuestra inteligencia, esta Verdad es Cristo, es Nuestro Señor Jesucristo: “Yo soy la Verdad”. Nuestro Señor es la Verdad, porque es Dios. Luego El es la Verdad primera y perfecta, plena, causa de toda verdad. Es la Verdad porque es el Verbo Encarnado, y por tanto la Sabiduría encarnada que ha venido para darnos testimonio de la Verdad y revelarnos la Verdad sobre Dios, sobre la Trinidad, sobre todos los misterios y sobre la salvación del hombre. Ha venido para revelarnos la verdad de la salvación. Y el sacerdote no hace más que continuar esta misión de Nuestro Señor Jesucristo, y en primer lugar debe predicar la Verdad, y toda la Verdad, y siempre la Verdad.
“No podemos nada contra la Verdad”, dice San Pablo. Así pues, no queremos saber nada de ese Cristo modernista, de ese Cristo psicológico, como lo dice tan bien el cardenal Pie, concebido por el espíritu humano, engendrado y nacido de la inteligencia, que surge de la profundidad de la conciencia del hombre, y por tanto de la humanidad. Ahí no encontramos más que al hombre. Y por consiguiente la nada, la desesperación con respecto a la salvación. No queremos saber nada de ese Cristo inmanente al hombre, que es consubstancial al hombre, y que se identifica finalmente con el hombre.
Nosotros creemos en el Cristo concebido del Espíritu Santo, nacido de Santa María Virgen, que ha venido para enseñarnos toda Verdad, que es Doctor, que es también Salvador, Redentor, que es Sumo Pontífice, que es el médico de nuestras almas, pues nos cura de nuestras desgracias, de nuestras miserias, de nuestros pecados. Nosotros queremos a Cristo Rey. Esa es nuestra Fe.

Monseñor Alfonso de Galarreta

LA SANTA CUARESMA – III

Firmeza en la verdad. Si existe un tiempo en el cual debemos estar vigilantes de una forma especial es el de nuestros días, pues el mundo, con espíritu diabólico, favorece y ayuda a los perversos planes, sobre todo dirigidos contra la Iglesia, con el fin de provocar sentimientos antirreligiosos, y así disminuir el prestigio y la reputación respecto a los hombres que la gobiernan, haciendo resaltar todos los defectos, en todos los grados de la jerarquía, por lo cual concluimos con el Apóstol: resistid fuertes en la fe. Permaneced firmes en la verdad que se encuentra substancialmente en Jesucristo, a quien Dios Padre ha constituido piedra angular en la edificación de la nueva Jerusalén, la Iglesia Católica, y todo aquel que tenga en El cimentada su Fe no será confundido. Fuente de gracia para los que son fieles, esta piedra misteriosa se convierte sin embargo en piedra de escándalo y de ruina para todos los que pretenden edificar sin ponerla como base en sus sistemas.
Estad alertas, queridísimos hijos, y mantened viva la Fe; guardaos de sus enemigos declarados, que han dejado arrinconado en el pasado el carácter secreto de sus conciliábulos, y ahora, con banderas desplegadas, se esfuerzan por arrebatar al pueblo su joya más valiosa: La Fe; y esto, con sutiles artimañas intentan socavar la autoridad de la Iglesia y de sus ministros denunciándolos como perturbadores, blanco de todas las sospechas y extremistas, hasta tal punto que no pocos católicos, ingenuos o hipócritas, acaban por admitir todas estas cosas, y se creen cuando les dicen que no se combate a la religión, sino que únicamente se quiere liberarla de los abusos que se han introducido, separar la Religión y la política; no se quiere perseguir a la Iglesia, pero hay que saber –dicen ellos que no se puede actuar rectamente si se desconoce el espíritu de los tiempos. Deseamos el bien de los pueblos, afirman, para lo ual nos empeñamos en la paz de todas las naciones.
Resistid fuertes en la fe, decimos a aquellos cristianos que conociendo sólo superficialmente la ciencia de la Religión, y practicándola menos, pretenden erigirse en maestros de la Iglesia afirmando que debe adaptarse a las exigencias de los tiempos, sacrificando para ellos algún punto de la integridad de sus santas leyes; que el derecho público de la cristiandad debe mostrarse sumiso entre los grandes Principios de la era moderna, y manifestar esta sumisión ante el nuevo vencedor, incluso la moral evangélica, demasiado severa, debe adaptarse a estas nuevas normas mas complacientes y acomodaticias. Finalmente la disciplina eclesiástica debe prescindir de sus prescripciones que resultan molestas a la naturaleza humana, para abrir paso al progreso de la ley en la libertad y amor.
Resistid fuertes en la fe, contra todos aquellos que pretenden dirigir y guiar a la Iglesia en provecho de sus propios intereses y decisiones, juzgando sus enseñanzas e impidiendo sus censuras y condenas; todo esto constituye un pecado enorme de soberbia, y para no ser víctimas de su gran castigo, tengamos el valor de luchar en nuestra sociedad contra todos estos enemigos, descubriendo la malicia de sus ideas perniciosas y haciendo frente al terror de sus maquinaciones o desafiando sus ironías o insultos
Resistid fuertes en la fe, especialmente los que se glorían en verdad del nombre de católicos, sobre todo para no dejarse seducir por los falsos apóstoles que como Satanás se disfrazan de ángeles de luz, y fingen lamentos, temores e inquietudes por los males de la Iglesia y por los peligros por los que atraviesa, y en virtud de una caridad fingida y con un corazón hipócrita aceptan las máximas que poco a poco llevan a la Iglesia a una situación de enfermedad y de males mortales
Aunque es cierto que ciertos triunfos de la moderna iniquidad pueden escandalizarnos y poner a prueba nuestra fe en la providencia, sin embargo la fuerza misma de los acontecimientos va serenando la inquietud de la Fe. Las Sagradas Letras nos advierten así: “¡Ay de los que al mal llaman bien, que de la luz hacen tinieblas y de las tinieblas luz, y dan lo amargo por lo dulce y lo dulce por lo amargo! ¡Ay de los que son sabios a sus ojos, y son prudentes delante de sí mismos! ¡Ay de los que son valientes para beber vino, y fuertes para mezclar licores; de los que por cohecho dan justo al impío y quitan al justo su justicia!” Y en otro pasaje dice: “¡Ay de ti, Asur, vara de mi cólera, bastón de mi furor! Yo le mandé con una gente impía, le envié contra el pueblo objeto de mi furor, para que saquease e hiciera de él su botín, y le pisase como se pisa el polvo de las calles, pero él no tuvo los mismos designios, no eran éstos los pensamientos de su corazón, su deseo era desarraigar, exterminar pueblos en gran número.”
¡Como los acontecimientos que contemplamos en la Iglesia se ven iluminados con estos pasajes! Meditémoslos, queridísimos hijos, y aceptemos todo lo que sucede como una prueba y una expiación; convirtámonos al Señor y respondamos con prontitud a la paternal llamada de su misericordia. Que estos días de la Santa Cuaresma sean para nosotros días de propiciación y así nos encontremos algo más dignos para celebrar con Nuestro Señor Jesucristo la gloriosa Pascua de Resurrección.

LA SANTA CUARESMA – II

Templanza espiritual. Dado que el hombre está compuesto de cuerpo y de espíritu, conviene añadir a la templanza de tipo corporal la templanza espiritual, la cual es más y más larga y penosa en la medida que resulta indispensable para resistir a ciertos impulsos, cortar ciertos afectos o poner orden en determinadas inclinaciones.
La templanza mesura el uso de las cosas de la tierra, nos pone en guardia en cuanto a la vestimenta, amor de los placeres, el deseo de conocer y saberlo todo, en guardia respecto a espectáculos, amistades, modas y demás aspectos de la vida. No concuerda bien con la templanza el espíritu de impaciencia que trae consigo la discordia, e igualmente si existe rechazo hacia una determinada persona, con la templanza este espíritu se cambia en una actitud de dulzura, de amor, de buena voluntad, decidiéndose a actuar con corazón sincero y generoso. Con la templanza se llega a desarraigar también cualquier afecto desordenado, como el que a veces ciertos padres sienten por sus hijos, queriendo poseerlos exclusivamente, desarraigar también los conatos de envidia por lo que no llegamos a tolerar a los demás, situando nuestro bien en el mal ajeno: desarraigar nuestro orgullo que domina tal vez nuestros pensamientos, haciendo inflexibles nuestras decisiones, no pudiendo tolerar cualquier consejo o aviso por parte de los otros. La templanza siempre está vigilante para hacer valer la ley, las formas y las buenas maneras en todos los arranques de nuestro corazón, no permitiendo ir más allá de los límites de la razón y de la Fe.
El camino y el medio más seguro para que no nos dominen las pasiones es de conservar la templanza y no dejarnos sorprender; y así nos lo recomienda el Apóstol cuando nos dice que vigilemos frente al enemigo: “vigilad porque el diablo, vuestro adversario, da vueltas en torno vuestro buscando a quien devorar”. Y démonos cuenta que cuanto abarca nuestra mirada todo puede ser nuestro enemigo: nuestra propia casa y nuestra propia persona, lo más cercano a nosotros puede ser nuestro adversario más encarnizado, alimentando nuestras pasiones y deseos, y por eso nuestra propia carne es la que con más furor nos asalta, sin tregua, existiendo hasta la muerte esa enemistad entre ella y el espíritu.
Amadísimos hijos, estad vigilantes para que no seáis presa de las sugestiones de la carne que se lamenta de su propia impotencia para guardar la práctica del ayuno y de la abstinencia, y por lo tanto no olvidéis que un cuerpo demasiado bien alimentado es enemigo de lo espiritual.
Cuidad vuestra mirada ya que por lo ojos entran las funestas imaginaciones en la mente y los afectos perversos invaden el corazón. Preservad los oídos ya que a través de ellos el espíritu puede verse atrapado en sugestiones maliciosas. Igualmente mucha atención con la lengua, porque aquel que habla mucho no estará exento de culpa; y de forma especial tengamos sumo cuidado con nuestro enemigo más recalcitrante, el amor propio, que finge, seduce y engaña, valiéndose de mil maneras para no ser reconocido.
No olvidemos que una simple antipatía –así nos parece– que sentimos por algunos de nuestros hermanos puede convertirse sin pasar mucho tiempo en una abierta enemistad. Si se siente una inclinación especial hacia una determinada persona, afecto inocente por otra parte, no bajemos la guardia, pues en caso contrario se verá afectada la castidad, y tanto en el trato como en las expresiones seamos puros y moderados. En cuanto a los bienes materiales guardémoslos como conviene pero estando muy atentos que este cuidado no acabe en una dañina avaricia. Aunque se afirme que ciertos espectáculos y lecturas no son peligrosos, conviene recordar que la serpiente maligna permanece oculta e incluso en las flores y en el aire que se respira puede haber un veneno mortal.
No olvidemos nunca que nuestro adversario, que se esconde para atacarnos, no nos presente desde el primer momento el mal, sino que después de mostrarnos algún bien nos lleva poco a poco a un espíritu de tibieza en el servicio divino y tras esto nos hunde en la disipación y la ruina o apatía.

Carta del Cardenal Giuseppe Sarto, fechada el 17 de febrero de 1895

LA SANTA CUARESMA – I

Carta del Cardenal Giuseppe Sarto, fechada el 17 de febrero de 1895, siendo entonces Patriarca de Venecia y venerado hoy en todo el orbe católico como San Pío X, Papa.

Teniendo como deber, por exigencias de mi ministerio apostólico, exhortar a todos a observar puntualmente el cumplimiento de la Santa Cuaresma, y de esta forma estar en actitud digna de recibir a Jesucristo en la solemnidad pascual, se abren mis labios espontáneamente con esas palabras con las que la Santa Liturgia inicia este tiempo de retiro, de ayuno y de oración
“Transcurrido el pasado tiempo en medio de la somnolencia y de una detestable indiferencia y ociosidad, levantémonos con presteza de nuestro sueño y cubrámonos de ceniza, puesto el cilicio y con ayunos y llantos invoquemos al Señor; haciendo penitencia para enmendarnos del mal que por ignorancia o malicia hayamos cometido”
Mas si esta exhortación al ayuno, al cilicio y a la penitencia supusiese demasiado para el espíritu mundano, entremos no obstante en el espíritu de la Iglesia que como Madre benigna, y con el deseo de adaptarse a la fragilidad de sus hijos, ha mitigado todas estas prácticas santas, por lo cual no puedo dejar de traer aquí las palabras de San Pedro dirigidas a los cristianos de su tiempo: “Sed sobrios y vigilad, porque vuestro adversario el diablo da vueltas a vuestro alrededor, como león rugiente, buscando a quien devorar: resistidle fuertes en la Fe” (I San Pedro V, 8-9); y sin ninguna duda, si practican estos santos consejos, la Santa Cuaresma será un tiempo aceptable, será el tiempo de la salvación.
Necesidad de la Penitencia. La recta razón y la Fe nos manifiestan conjuntamente esta verdad: fue precisamente en el momento en que se rompió la amistad con Dios en el Paraíso terrenal, cuando se suscitó dentro de nosotros la concupiscencia, incentivo y alimento de las más escondidas pasiones, germen de los vicios y causa fatal de la guerra entablada entre la carne y el espíritu, la cual con magistrales trazos y elocuentes palabras fue descrita por San Pablo de la forma siguiente: “Me complazco en la Ley de Dios según el hombre interior: mas llevo otra ley en mis miembros opuesta a la ley del espíritu, que me hace esclavo de la ley del pecado, y esta ley está impresa en mis miembros. ¡Infeliz de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?” El único remedio para obtener esta liberación es combatir en nosotros esa raíz que es la causa principal de nuestros vicios y de nuestras pasiones, y como nuestro gran enemigo es el cuerpo, habrá que esforzarse en humillarlo para reconducirlo a su verdadero fin, dada la carga de pereza que lleva consigo, y mediante esta humillación se adquirirá una vida más vigorosa en perfecta armonía con el espíritu.
Templanza corporal. ¿Cómo podrá llevarse a cabo este prodigio? Por el amor cristiano y la virtud de la penitencia, la abnegación del propio yo, el abandono del mundo, las mortificaciones y la cruz. Para todos aquellos cristianos que no tienen el valor de imponerse otros sacrificios, se tornan necesarias aquellas virtudes prácticas ya en los círculos paganos, pero conocidas solamente desde un punto de vista natural, tales como la templanza que regula el uso de las cosas puestas a nuestro servicio y que afectan nuestros sentidos, sin quedar prohibido el placer, pero limitándolo a ponerlo en conformidad con la razón y la santa ley de Dios. Virtudes que en la Sagrada Escritura vienen plasmadas en la abstinencia que modera el uso de los alimentos, la sobriedad que nos aleja del exceso en el consumo de bebidas alcohólicas, la castidad que lleva a sus justos términos, dentro del deber, la inclinación carnal, el pudor que nos defiende contra todo aquello capaz de dañar la pureza, la humildad que nos hace que otorguemos a Dios todo el bien que podamos hacer y la dulzura que mantiene el alma serena en la tranquilidad. Todas estas virtudes, elevadas así al rango de su verdadera dignidad, deben ser practicadas.
Entiéndase bien que cuando recomendamos la templanza no exhortamos a que se deje el mundo alejándose del propio hogar, solamente queremos decir que permaneciendo en el mundo no sigan sin embargo sus preceptos, opuestos a una vida santa, ni practiquen sus obras, sino que dentro del mundo vivan con un cristiano distanciamiento.
Tampoco quiero decir que maceren con austeridad sus cuerpos, sino que procediendo en toda obra con la necesaria virtud, mortifiquen las pasiones de tal manera que rindan un buen servicio al espíritu en lugar de oprimirlo y acallarlo. Tampoco deseo exhortar a que ayunen durante un número de días superior a lo ya establecido, sino que observen un ayuno discreto, el prescrito por la Santa Iglesia, que conoce bien la fragilidad de sus hijos: ayuno que desde la época antigua no nos recuerda sino que debemos sentirnos confundidos y humillados.

SACRIFICIO Y SACERDOCIO DE CRISTO

El Concilio de Trento, como sabéis, definió que la Misa es «un verdadero sacrificio», que recuerda y renueva la inmolación de Cristo en el Calvario. La Misa es ofrecida como «un verdadero sacrificio» (Sess 22, can.1). En «ese divino sacrificio», que se realiza en la Misa, se inmola de una manera incruenta el mismo Cristo que sobre el altar de la Cruz se ofreció de un modo cruento. No hay, por consiguiente, más que una sola víctima; el mismo Cristo que se ofreció sobre la Cruz es ofrecido ahora por ministerio de los sacerdotes; la diferencia, pues, consiste únicamente en el modo de ofrecerse e inmolarse (ib. cap.2).
El sacrificio del altar, según acabáis de ver por el Concilio de Trento, renueva esencialmente el del Gólgota, y no hay más diferencia que la del modo de oblación. Pues si queremos comprender la grandeza del sacrificio que se ofrece en el altar, debemos considerar un instante de dónde proviene el valor de la inmolación de la Cruz. El valor de un sacrificio depende de la dignidad del pontífice y de la calidad de la víctima, por eso vamos a decir unas palabras del sacerdocio y del sacrificio de Cristo.
Todo sacrificio verdadero supone un sacerdocio, es decir, la institución de un ministro encargado de ofrecerlo en nombre de todos.- En la ley judía, el sacerdote era elegido por Dios de la tribu de Aarón y consagrado al servicio del Templo por una unción especial. Pero en Cristo el sacerdocio es trascendental; la unción que le consagra pontífice máximo es única: consiste en la gracia de unión que, en el momento de la Encarnación, une a la persona del Verbo la humanidad que ha escogido. El Verbo encarnado es «Cristo», que significa «ungido» no con una unción externa, como la que servía para consagrar a los reyes, profetas y sacerdotes del Antiguo Testamento, sino ungido por la divinidad, que se extiende sobre la humanidad, según dice el Salmista, «como aceite delicioso»; «Has amado la justicia y odiado la iniquidad; por eso te ungió el Señor, tu Dios, anteponiéndote a tus compañeros, con aceite de alegría» (Sal 44,8).
Jesucristo es «ungido», consagrado y constituido sacerdote y pontífice, es decir, mediador entre Dios y los hombres, por la gracia que le hace Hombre-Dios, Hijo de Dios, y en el momento mismo de esa unión. Y de esta suerte quien le constituye pontifice máximo es su Padre. Escuchemos lo que dice San Pablo: «Cristo no se glorificó a sí mismo para llegar a ser pontifice, sino que Aquel que le dijo (en el día de la Encarnación): «Tú eres mi Hijo; Te he engendrado hoy», le llamó para constituirle sacerdote del Altísimo» (Heb 5,5; +6, y 7,1).
De ahí, pues, que, por ser el Hijo único de Dios, Cristo podrá ofrecer el único sacrificio digno de Dios. Y nosotros oímos al Padre Eterno ratificar por un juramento esta condición y dignidad de pontífice: «El Señor lo juró, y no se arrepentirá de ello: Tú eres sacerdote por siempre, según el orden de Melquisedec» (Sal 109,4). ¿Por qué es Cristo sacerdote eterno? -Porque la unión de la divinidad y de la humanidad en la Encarnación, unión que le consagra pontífice, es indisoluble: «Cristo, dice San Pablo, posee un sacerdocio eterno porque El permanece siempre» (Heb 7,3).
Y ese sacerdocio es según «el orden», es decir, la semejanza «del de Melquisedec». San Pablo recuerda ese personaje misterioso del Antiguo Testamento, que representa, por su nombre y por su ofrenda de pan y vino, el sacerdocio y el sacrificio de Cristo. Melquisedec significa «Rey de justicia», y la Sagrada Escritura nos dice que era «Rey de Salem» (Gén 14,18; Heb 7,1), que quiere decir «Rey de paz». Jesucristo es Rey; El afirmó, en el momento de su Pasión, ante Pilato, su realeza: «Tú lo has dicho» (Jn 18,37). Es rey de justicia porque cumplirá toda justicia. Es rey de paz (Is 9,6) y vino para restablecerla en el mundo entre Dios y los hombres, y precisamente en su sacrificio fue donde la justicia, al fin satisfecha, y la paz, ya recobrada, pactaron, con un beso, su alianza (Sal 84,11).
Lo veis bien: Jesús, Hijo de Dios desde el momento de su Encarnación, es por esta razón el pontífice máximo y eterno y el mediador soberano entre los hombres y su Padre; Cristo es el pontífice por excelencia. Así, pues, su sacrificio posee, como su sacerdocio, un carácter de perfección única y de valor infinito.

"Jesucristo, vida del alma", Dom Columba Marmión

PELIGROS PARA EL MATRIMONIO

Pronto se cumplirán 20 años desde que Nuestro Santo Padre, el Papa Pío XI, escribiera en su memorable Encíclica Casti Connubi, estas palabras: «No es ya de un modo solapado ni en la oscuridad, sino que también en público, depuesto todo sentimiento de pudor, lo mismo de viva voz que por escrito, ya en la escena con representacioes de todo género, ya por medio de novelas, de cuentos amatorios y comedias, del cinematógrafo, de discursos radiados, en fin, de todos los inventos de la ciencia moderna, se conculca y se pone en ridículo la santidad del matrimonio, mientras que los divorcios, los adulterios y los vicios más torpes son ensalzados o al menos revestidos de tales colores que aparecen libres de toda culpa y de toda infamia (...) Estas doctrinas las inculcan a toda clase de hombres, ricos y pobres, obreros y patrones, doctos e ignorantes, solteros y casados, fieles e impíos, adultos y jóvenes, siendo a éstos principalmente, como más fáciles de seducir, a quienes ponen peores asechanzas».
Y agregaba el Papa Pío XI: «Nos, pues, a quien el Padre de familia puso por custodia de su campo, a quien urge el oficio sacrosanto de procurar que la buena semilla no sea sofocada por hierbas venenosas, juzgamos como a Nos dirigidas por el Espíritu Santo aquellas gravísimas palabras, con las cuales el Apóstol San Pablo exhortaba a su amado Timoteo: «Tú, en cambio, vigila, cumple tu ministerio, predica, insta oportuna e inoportunamente, arguye, suplica, increpa con toda paciencia y doctrina».
Queridísimos hermanos, hemos creído hoy un deber hacer nuestras estas palabras. No pasan semanas, sino días, que no tengamos que deplorar el espectáculo de hogares desunidos, de uniones quebrantadas, cuya separación es más definitiva por otras uniones adúlteras, o que no tengamos que comprobar la ilegitimidad de uniones que se podría creer regulares. ¡Cuántos dramas de conciencia, cuántos dolores morales escondidos!
Pero lo más grave, es la comprobación de una ignorancia inconcebible de las obligaciones del matrimonio, como si esta unión no dependiese más que de la voluntad humana, y como si los derechos y deberes que derivan de ella no existiesen sino en la medida que los cónyuges lo deseen. O, si se conocen las leyes que rigen el matrimonio, no se entiende el rigor; y, frente a los numerosos ejemplos de aquellos que las violan, no se entiende que esta libertad no sea aceptada por la Iglesia como más conforme con el espíritu moderno.
Con cuanta frecuencia, con ocasión del cuestionario que detalla las obligaciones del matrimonio, se escuchan reflexiones que testimonian un increíble desconocimiento de todo lo que este contrato tiene de grave y de sagrado.
No es raro encontrar, incluso entre los que todavía tienen, gracias a Dios, una idea clara de la importancia y de la santidad del matrimonio, una indulgencia, o más exactamente una tolerancia benevolente para con las separaciones, para con las uniones libres, que no dejan de constituir un verdadero escándalo, sobre todo para la juventud.
Con la asistencia al cine y a espectáculos que ofrecen todo aquello que es contrario a las buenas costumbres y a la santidad del matrimonio, termina por acostumbrarse a todo lo que tendría que ser mirado como un objeto de reprobación.
Incluso en algunos hogares católicos, las conversaciones sobre estos temas son frecuentes y no revelan ninguna desaprobación, con gran daño para los jóvenes que las escuchan. No se teme introducir en el hogar revistas o novelas donde el matrimonio estable, indefectible, es ridiculizado en provecho de la unión egoísta y pasajera.
Este acostumbrarse los ámbitos católicos a las ideas falsas difundidas por los no católicos es gravemente nociva a la santidad del matrimonio.
Cuántos hogares serían más dignos, más unidos, más apaciguados, si el esposo buscase la sana recreación en lugar de darse a la bebida, si la mujer fuese más modesta en lugar de entregarse a las vanidades.Frente a estas comprobaciones, queridísimos hermanos, hemos pensado que era urgente recordarles brevemente los principios eternos que rigen el matrimonio, indicando particularmente su origen y sus propiedades esenciales.

Monseñor Marcel Lefebvre

UNA COMPRENSIÓN SUPERIOR DE LA CRISIS DE LA IGLESIA

Monseñor Tissier de Mallerais, uno de los miembros más antiguos de la FSSPX, consagrado Obispo en 1988 por Mons. Lefebvre, nos propone en esta entrevista útiles reflexiones sobre la divina constitución de la Iglesia y su crisis actual.

Monseñor, la perspectiva de ser consagrado obispo sin el consentimiento del Papa, y aun contra la voluntad explícita de éste, ¿no le embargó de espanto?
Mis sentimientos no importan: que yo experimentara temor y espanto, o bien duda y titubeo, o, por el contrario, alegría y entusiasmo, es secundario; diré, a lo sumo, que la “operación supervivencia” me tranquilizó tocante al destino de la Tradición de la Iglesia.
Admitimos que silencie usted sus sentimientos, pero díganos entonces cuáles fueron sus pensamientos.
En primer lugar estaba seguro de que con tal consagración, aun realizada contra la voluntad del Papa, ni Mons. Lefebvre, ni mis compañeros, ni yo mismo provocábamos un cisma, dado que Monseñor no pretendía atribuirnos jurisdicción alguna, ni deseaba asignarnos un rebaño determinado: “El mero hecho de consagrar a un obispo (contra la voluntad del Papa) no es un acto cismático en sí”, declarará unos días más tarde el cardenal Cas­tillo Lara (1), y el padre Patrick Valdrini (2) explicó también: “No es la consagración de un obispo (contra la voluntad del Papa) lo que crea un cisma (...), lo que consuma un cisma es conferir seguidamente a dicho obispo una misión apostólica”.
Pero ¿no le confirió Mons. Le­febvre una misión apostólica?
Mons. Lefebvre nos dijo: “Sois obispos para la Iglesia, para la Fraternidad (Sacerdotal San Pío X): administraréis el sacramento de la confirmación y conferiréis las sagradas órdenes; predicaréis la fe”. Eso es todo. No nos dijo: “Os confiero estos poderes”. Sólo nos indicó qué papel desempeñaríamos. La jurisdicción que no nos dio, que no podía darnos, y que el Papa se negó a otorgarnos, es la Iglesia la que nos la da, en razón de la situación de necesidad de los fieles. Se trata de una jurisdicción supletoria, de la misma naturaleza que la concedi­da a los sacerdotes por el derecho ca­nónico en otros casos de necesidad; por ejemplo, la jurisdicción pa­ra absolver válidamente en el sa­cramento de la penitencia en el caso de error común o de duda positiva y probable, de derecho o de hecho, sobre la jurisdicción del sacerdote (canon 209): en tales casos, la Iglesia tiene la costumbre de suplir la jurisdicción que podría faltarle al ministro: “Ecclesia supplet”.
Por consiguiente, al recibir el episcopado en tales circunstancias y al ejercerlo a continuación, ¿estaba usted cierto de que no usurpaba jurisdicción alguna?
Ninguna jurisdicción ordinaria, sí. Nuestra jurisdicción es extraordinaria y supletoria. No se ejerce so­bre un territorio determinado, si­no sobre las personas que la necesitan, caso por caso: confirmación, seminaristas de la Fraternidad o can­didatos al sacerdocio de las obras tradicionales amigas.
Así que, ¿no creó un cisma la consagración que recibió usted, Monseñor?
No, de ninguna manera. Pero se discutía un asunto más delicado desde 1983, cuando Mons. Lefebvre, frente al nuevo derecho canónico pu­blicado por Juan Pablo II, co­men­zó a pensar seriamente en consagrar uno o varios obispos: ¿serían legítimos tales obispos, no re­co­nocidos por el Papa? ¿Gozarían de la “sucesión apostólica formal”? ¿Serían, en fin, obispos católicos?
Y ese, según usted, ¿es un asunto más delicado?
Sí, porque atañe también a la divina constitución de la Iglesia, tal y como lo enseña toda la Tradición: no puede haber obispo legítimo sin el Papa, sin la aprobación –implíci­ta, al menos- del Papa, jefe por derecho divino del cuerpo episco­pal. En­tonces la respuesta es menos evidente, o mejor dicho, no es evidente en absoluto... a menos que se suponga...
Pero, con todo, Monseñor, usted no es sedeva­can­tista, ¿verdad?
No, en efecto. Pero hay que reconocer que si pudiéramos afirmar que, por causa de herejía, de cisma o de algún impedimento secreto de elección, el Papa no fuera realmente papa, si pudiésemos emitir tal juicio, sería evidente la respuesta al delicado asunto de nuestra legitimidad. El problema, por decirlo así, estriba en que ni Mons. Lefeb­vre, ni mis compañeros, ni yo mismo éramos ni somos sede­vacantistas.
No obstante, Mons. Lefebvre albergaba muchísimas reservas sobre la situación de los Papas Pablo VI y Juan Pablo II.
Exactamente. Mons. Lefebvre, desde 1976, a propósito de Pablo VI, y más tarde a propósito de Juan Pablo II, tras lo de Asís en 1986, dijo más de una vez: “No descarto que estos Papas no hayan sido Papas; la Iglesia deberá examinar un día, necesariamente, su situación; tal vez se pronunciará al respecto un próximo Pontífice, con sus cardenales, juzgando que estos Papas no lo hayan sido; pero yo prefiero considerarlos como Papas”. Lo que supone que Mons. Lefeb­vre no se sentía con los elementos sufi­cien­tes, ni con el poder requerido para emitir tal juicio. Es capital decir esto.
La lógica abrupta de un padre Guérard des Lauriers le hacía con­cluir así: “El Papa ha promulgado una herejía (con la libertad religiosa); luego es un hereje; luego no es Papa formalmente”. Pero la sabiduría de Mons. Le­febvre le hacía sentir, por el contrario, que las premisas de dicho razonamiento eran tan frágiles como la autoridad que lo formulaba, aunque fuese la de un teólogo o incluso la de un obispo.
Entonces, ¿cómo salió Mons. Lefebvre del dilema? O consagrar... (Pero ¿y si el Papa es Papa?) O el Papa no es Papa... (¡Pero no soy capaz de decidirlo!)
Mons. Lefebvre dejó abierta la cuestión teológica. Nuestro difunto y venerado compañero, el sacerdote Aloïs Kocher, decía entonces: “¡Dejemos esta cuestión a los teólogos del siglo XXI!” Nuestro fundador atacó el problema desde más arriba, y al mismo tiempo lo resolvió de la manera más concreta posible. He aquí la marca de la intuición sobrenatural que era la suya, y de la acción en él del don de sabiduría, don del Espíritu Santo.
¿Quiere usted decir que Mons. Lefebvre recibió una iluminación divina para efectuar dichas consagraciones?
En absoluto. Pero él tenía una compresión superior de la crisis del papado. No olvide que el que fue durante diez años delegado apostólico en Africa, amigo y confidente del Papa Pío XII, fiel discípulo de los papas Pío IX, León XIII, San Pío X y Pío XI, poseedor de un conocimiento perfecto de la Roma católica de siempre, penetró mejor que nadie el misterio de iniquidad que se desarrollaba en Roma desde el Vaticano II: el misterio de la ocupación de la sede de Pedro por una ideología foránea, anticristiana, con su negación práctica de la realeza y, por tanto, de la divinidad de Nuestro Señor Jesucristo.
No eche en olvido que la libertad religiosa es eso; que Asís en 1986 es, como lo dijo magníficamente Mons. de Castro Mayer en 1988, “el reconocimiento de la divinidad del paganismo”; que el ecumenismo no es más que la búsqueda de un universalismo más vasto que el de la Iglesia Católica: otras tantas blasfemias execrables que Mons. Lefebvre, por su fe concretísima y su unión constante con Nuestro Señor Jesucristo, sintió en lo más vivo de su propia carne, como dirigidas directamente contra Nuestro Señor.
Entonces, ante tal misterio, no quiso resolverlo, sino que tomó la decisión práctica que las necesidades del rebaño de los fieles habían hecho necesaria, y que se justificaba por la existencia del susodicho misterio, el misterio de las tinieblas.
Pero, ¿y las promesas hechas a Pedro de que las puertas del infierno no prevalecerían contra la Iglesia, por estar fundada ésta en la fe de Pedro?
Mons. Lefebvre creía con toda su alma en esta verdad de fe. Más, ¿en qué medida no se la podía conciliar, a pesar de todo, con una deficiencia grave del Papa en su predicación de la fe, deficiencia que resultaba evidente? Mons. Lefebvre respondía: “¡Los hechos hablan por sí mismos!”
En la víspera de las consagraciones, ¿no evocó Mons. Lefebvre ante los cuatro obispos tan gravísimo problema y la sabia solución que adoptaba?
Solución de una sabiduría altísima, profundísima, y al mismo tiempo tan concreta, tan práctica: sí, es cosa que confunde a nuestros espíritus limitados... ¡Pues bien! No, en la víspera de las consagraciones nos dio sencillamente pequeños consejos, muy prácticos, sobre la manera de predicar, el empleo de la mitra, la paciencia respecto a los maestros de ceremonias. Ya lo ve, ¡práctico-práctico!
Pero si quiere una exposición breve, concentrada, del juicio de sabiduría de que hablamos, se hace menester recurrir a un escrito de marzo de 1984. Todo está dicho en él, con una gravedad, una profundidad, una fuerza notables. Cito textualmente: “La situación del Papado actual vuelve caducas las dificultades de jurisdicción, de desobediencia y de apostolicidad, porque tales nociones suponen un Papa católico en su fe, en su gobierno. Sin entrar en las consecuencias del papa herético, cismático, inexistente, que arrastran a discusiones teóricas sin fin, ¿no podemos y no debemos afirmar hoy, en conciencia, tras la pro­mulgación del nuevo derecho, claro afirmador de la nueva Iglesia, y tras los actos y las escandalosas declaraciones concernientes a Lutero, que el Papa Juan Pablo II no es católico? No decimos más, pero tampoco menos. Habíamos esperado hasta que se colmara la medida: ya lo está”.
He aquí un juicio terrible, aplastante. ¿Cómo atreverse a decir eso? ¿Quién puede decirlo?
¡Sólo Mons. Lefebvre podía proferir tal juicio! Era también el único que tenía la autoridad moral para decidir: “Consagro”. No había otro. Así, no fueron mis propias luces las que me movieron a aceptar la consagración, ¡mi consagración, compréndalo bien! “Sólo Mons. Lefebvre pudo decidir dicha consagración; sólo él recibió la gracia para decidirla. A nosotros se nos dio la gracia para seguirlo”. Con estas palabras, sencillísimas, bellísimas, de uno de mis compañeros de la Hermandad, son con las que debo concluir: representan mi convicción más íntima, mi certeza más sólida, de que voy por el buen camino.
Y cuando Roma haya vuelto a ser Roma, nosotros, los cuatro obispos, con Mons. Rangel, o nuestros sucesores, depositaremos nuestro episcopado entre las manos de Pedro para que se digne confirmarlo, Deo volente (si Dios quiere), y para que haga con él lo que bien le parezca: tal era nuestra disposición el 30 de junio de 1988; tal sigue siendo nuestra resolución, nuestra confianza, nuestro abandono.
Entretanto, ¡continuaremos el combate de la fe!

(1) Presidente de la Comisión Pon­tificia para la interpretación auténtica de los textos legislativos; entrevista concedida al periódico La Repubblica, 10 de julio de 1988.
(2) Decano de la facultad de derecho canónico del Instituto Católico de París; entrevista aparecida en Valeurs actuelles, 4 de julio de 1988.

sábado, 21 de marzo de 2009

LOS SANTOS Y EL ADVIENTO – VI

Las promesas de Dios se nos conceden por su Hijo. Dios estableció el tiempo de sus promesas y el momento de su cumplimiento. El período de las promesas se extiende desde los profetas hasta Juan Bautista. El del cumplimiento, desde éste hasta el fin de los tiempos.
Fiel es Dios, que se ha constituido en deudor nuestro, no porque haya recibido nada de nosotros; sino por lo mucho que nos ha prometido. La promesa le pareció poco, incluso; por eso, quiso obligarse mediante escritura, haciéndonos, por decirlo así, un documento de sus promesas para que, cuando empezara a cumplir lo que prometió, viésemos en el escrito el orden sucesivo de su cumplimiento. El tiempo profético era, como he dicho muchas veces, el del anuncio de las promesas.
Prometió la salud eterna, la vida bienaventurada en la compañía eterna de los ángeles, la herencia inmarcesible, la gloria eterna, la dulzura de su rostro, la casa de su santidad en los cielos y la liberación del miedo a la muerte, gracias a la resurrección de los muertos. Esta última es como su promesa final, a la cual se enderezan todos nuestros esfuerzos y que, una vez alcanzada, hará que no deseemos ni busquemos ya cosa alguna. Pero tampoco silenció en qué orden va a suceder todo lo relativo al final, sino que lo ha anunciado y prometido.
Prometió a los hombres la divinidad, a los mortales la inmortalidad, a los pecadores la justificación, a los miserables la glorificación.
Sin embargo, hermanos, como a los hombres les parecía increíble lo prometido por Dios -a saber, que los hombres habían de igualarse a los ángeles de Dios, saliendo de esta mortalidad, corrupción, bajeza, debilidad, polvo y ceniza-, no sólo entregó la escritura a los hombres para que creyesen, sino que también puso un mediador de su fidelidad. Y no a cualquier príncipe, o a un ángel o arcángel, sino a su Hijo único. Por medio de éste había de mostrarnos y ofrecernos el camino por donde nos llevaría al fin prometido.
Poco hubiera sido para Dios haber hecho a su Hijo manifestador del camino. Por eso, le hizo camino, para que, bajo su guía, pudieras caminar por él.
Debía, pues, ser anunciado el unigénito Hijo de Dios en todos sus detalles: en que había de venir a los hombres y asumir lo humano, y, por lo asumido, ser hombre, morir y resucitar, subir al cielo, sentarse a la derecha del Padre y cumplir entre las gentes lo que prometió. Y, después del cumplimiento de sus promesas, también cumpliría su anuncio de una segunda venida, para pedir cuentas de sus dones, discernir los vasos de ira de los de misericordia, y dar a los impíos las penas con que amenazó, y a los justos los premios que ofreció.
Todo esto debió ser profetizado, anunciado, encomiado como venidero, para que no asustase si acontecía de repente, sino que fuera esperado porque primero fue creído.


De los comentarios de San Agustín, Obispo, sobre los Salmos

ORACIONES A SAN JOSÉ – IV

ORACIÓN AL ACOSTARSE
Oh Dios Omnipotente, arrepentido por las muchas culpas que he cometido contra tu divina majestad en este día, vengo a solicitar de tu misericordia infinita tu generoso perdón.
Por la valiosa intercesión del Santísimo Patriarca San José te suplico humildemente que me concedas nuevas gracias para servir y amarte, a fin de que después de haber combatido denodadamente en esta vida, tenga la dicha de alcanzar el galardón eterno a la hora de la muerte. Así sea.
¡Oh glorioso Patriarca San José! Antes de ir al lecho, te suplico no te apartes de mí. En tus horas de reposo tuviste la dicha de conversar con los ángeles del cielo y de recibir la comunicación de los misterios de Dios.
Aleja de mí los malos sueños y haz que, aún dormido, siga amando más y más a mi Dios y a ti, dulcísimo Padre y Protector.
Padrenuestro, Avemaría y Gloria.

ORACIÓN A SAN JOSÉ PARA TODOS LOS DÍAS
¡Glorioso Patriarca San José! Animado de una gran confianza en vuestro gran valimiento, a Vos acudo para que seáis mi protector durante los días de mi destierro en este valle de lágrimas. Vuestra altísima dignidad de Padre putativo de mi amante Jesús hace que nada se os niegue de cuanto pidáis en el cielo. Sed mi abogado, especialísimamente en la hora de mi muerte, y alcanzadme la gracia de que mi alma, cuando se desprenda de la carne, vaya a descansar en las manos del Señor. Amén.

JOSÉ DULCÍSIMO
José dulcísimo y Padre amantísimo de mi corazón, a ti te elijo como mi protector en la vida y en la muerte; y consagro a tu culto este día, en recompensa y satisfacción de los muchos que vanamente he dado al mundo, y a sus vanísimas vanidades.
Te suplico con todo mi corazón que por tus siete dolores y gozos me alcances de tu adoptivo Hijo Jesús y de tu verdadera esposa, María Santísima, la gracia de emplearlos a mucha honra y gloria suya, y en bien y provecho de mi alma.
Alcánzame vivas luces para conocer la gravedad de mis culpas, lágrimas de contrición para llorarlas y detestarlas, propósitos firmes para no cometerlas más, fortaleza para resistir a las tentaciones, perseverancia para seguir el camino de la virtud, particularmente lo que te pido en esta oración; y una cristiana disposición para morir bien.
Esto es, Santo mío, lo que te suplico; y esto es lo que mediante tu poderosa intercesión, espero alcanzar de mi Dios y Señor, a quien deseo amar y servir, como tú lo amaste y serviste siempre, por siempre, y por una eternidad. Amén.

ORACIÓN POR LA NIÑEZ
Oh glorioso Patriarca San José, solícito guardián del divino Niño Jesús, por aquélla amorosa vigilancia que tuviste en la conservación, educación y desarrollo del Pequeño que te fue encomendado, te suplico ardientemente que libres a la niñez cristiana de los nuevos Herodes que quieren ahogarla en la sangre. Coloca bajo tu manto paternal a todos los niños, a fin de que conserven su santa pureza, su inocencia y su candor. Así sea.
Padrenuestro, Avemaría y Gloria.

ORACIÓN A SAN JOSÉ PARA ANTES DE COMULGAR
¡Oh José Bendito, a quién se le concedió no sólo ver y escuchar a Dios a quien muchos reyes anhelaron ver y no vieron, anhelaron escuchar y escucharon; sino también llevarle en sus brazos, abrazarlo, vestirlo, guardarlo y defenderlo!
V.: Ruega por nosotros, Oh José Bendito.
R.: Para que seamos dignos de alcanzar las promesas de Cristo.
Oración: Oh Dios misericordioso, te pedimos que así como el Bendito José fue encontrado digno de tocar con sus manos y llevar en sus brazos a Tu Hijo, nacido de la Virgen María, seamos también dignos, por la limpieza de nuestro corazón y la inocencia de nuestra vida, de recibir con devoción reverente en este día el Cuerpo y Sangre de tu Hijo, y ser entre aquellos que han de recibir la recompensa eterna. Por Cristo nuestro Señor. Amén.

ORACIONES A SAN JOSÉ – V

PARA PEDIR UNA BUENA MUERTE
¡Poderoso patrón del linaje humano, amparo de pecadores, seguro refugio de las almas, eficaz auxilio de los afligidos, agradable consuelo de los desamparados, glorioso San José!, el último instante de mi vida ha de llegar sin remedio.
Mi alma quizás agonizará terriblemente acongojada con la representación de mi mala vida y de mis muchas culpas; el paso a la eternidad será sumamente duro; el demonio, mi enemigo, intentará combatirme terriblemente con todo el poder del infierno, a fin de que pierda a Dios eternamente.
Mis fuerzas en lo natural han de ser nulas: no tendré en lo humano quien me ayude; desde ahora, para entonces, te invoco, padre mío; a tu patrocinio me acojo; asísteme en aquel trance para que no falte en la fe, la esperanza y en la caridad.
Cuando tú moriste, tu Hijo y mi Dios, tu esposa y mi Señora, ahuyentaron a los demonios para que no se atreviesen a combatir tu espíritu. Por estos favores y por los que en vida te hicieron, te pido ahuyentes a estos enemigos, para que así acabe la vida en paz, amando a Jesús, a María y a ti, San José. Amén.

EN EL LECHO DE MUERTE
¡Oh glorioso San José, feliz esposo de María, escogido para custodio del Salvador del mundo, Jesucristo! Vos que estrechándole tiernamente en vuestros brazos gozasteis anticipadamente del Paraíso en este mundo, obtenedme del Señor un eterno perdón de mis pecados, y la gracia de imitar vuestras virtudes, para que no me separe nunca de la vía que conduce al cielo. Y por la incomparable felicidad de veros acompañado de Jesús y de María en el lecho de muerte, y de expirar dulcemente entre sus brazos, os pido que me defendáis en mis últimos momentos contra los enemigos de mi salvación, y así consolado con la dulce esperanza de ir a gozar con Vos de la eterna gloria del Paraíso, expire pronunciando los santísimos nombres de Jesús, José y María. Amen.

ORACIÓN A SAN JOSÉ EN LAS TRIBULACIONES
¡Oíd, querido San José, una palabra mía!... Me veo abrumado de aflicciones y cruces, y a menudo lloro... Despedazado bajo el peso de estas cruces, me siento desfallecer, ni tengo fuerzas para levantarme y deseo que mi Bien me llame pronto. En la tranquilidad, empero, entiendo que no es cosa difícil el morir... pero si el bien vivir. ¿A quién, pues, acudiré sino a Vos, que sois tan bueno y querido, para recibir luz... consuelo… y ayuda? A Vos, pues, consagro toda mi vida, y en vuestras manos pongo las congojas, las cruces, los intereses de mi alma… de mi familia… de los pecadores… para que, después de una vida tan trabajosa, podamos ir a gozar para siempre con Vos de la bienaventurada vida del Paraíso. Amén.

EN LAS ANGUSTIAS
¡Oh benditísimo Padre mío Señor San José! Al meditar en tus innumerables angustias no puedo menos que reconfortar mi espíritu en medio de la prueba y del dolor.
En estas circunstancias aflictivas te suplico encarecidamente que me alcances del cielo la gracia de aceptar, si no con alegría al menos con resignación cristiana, este sufrimiento y esta pena que el Señor se ha dignado enviarme.
Hazme comprender que las tribulaciones de esta vida me ayudarán a purificar mi alma y a merecer un día, mediante la paciencia y la perseverancia, la beatitud eterna. Amén.
Padrenuestro, Avemaría y Gloria.
- Para alcanzar el Cielo, Oh dulce Protector.
- Sé mi eficaz modelo en la prueba y el dolor.

PARA PEDIR LA CASTIDAD
Oh custodio y padre de vírgenes, San José, a cuya fiel custodia fueron encomendadas la misma inocencia Cristo Jesús y la Virgen de las vírgenes, María; por estas dos preciadísimas prendas, Jesús y María, te ruego y suplico me alcances que, preservado de toda impureza, sirva siempre castísimamente con alma limpia, corazón puro y cuerpo casto a Jesús y a María. Amén.
San José, mi Padre y Señor, tu que fuiste guardián del Hijo de Dios y de su Madre Santísima, la Virgen María, alcánzame del Señor la gracia de un espíritu recto y de un corazón puro y casto para servir siempre mejor a Jesús y a María. Amén.

LOS SANTOS Y EL ADVIENTO

Una voz grita en el desierto. Una voz grita en el desierto: "Preparad un camino al Señor, allanad una vía para nuestro Dios." El profeta declara abiertamente que su vaticinio no ha de realizarse en Jerusalén, sino en el desierto; a saber, que se manifestará la gloria del Señor, y la salvación de Dios llegará a conocimiento de todos los hombres.
Y todo esto, de acuerdo con la historia y a la letra, se cumplió precisamente cuando Juan Bautista predicó el advenimiento salvador de Dios en el desierto del Jordán, donde la salvación de Dios se dejó ver. Pues Cristo y su gloria se pusieron de manifiesto para todos cuando, una vez bautizado, se abrieron los cielos y el Espíritu Santo descendió en forma de paloma y se posó sobre él, mientras se oía la voz del Padre que daba testimonio de su Hijo: Éste es mi Hijo, el amado; oídlo.
Todo esto se decía porque Dios había de presentarse en el desierto, impracticable e inaccesible desde siempre. Se trataba, en efecto, de todas las gentes privadas del conocimiento de Dios, con las que no pudieron entrar en contacto los justos de Dios y los profetas.
Por este motivo, aquella voz manda preparar un camino para la Palabra de Dios, así como allanar sus obstáculos y asperezas, para que cuando venga nuestro Dios pueda caminar sin dificultad. Preparad un camino al Señor: se trata de la predicación evangélica y de la nueva consolación, con el deseo de que la salvación de Dios llegue a conocimiento de todos los hombres.
Súbete a un monte elevado, heraldo de Sión; alza fuerte la voz, heraldo de Jerusalén. Estas expresiones de los antiguos profetas encajan muy bien y se refieren con oportunidad a los evangelistas: ellas anuncian el advenimiento de Dios a los hombres, después de haberse hablado de la voz que grita en el desierto. Pues a la profecía de Juan Bautista sigue coherentemente la mención de los evangelistas.
¿Cuál es esta Sión sino aquella misma que antes se llamaba Jerusalén? Y ella misma era aquel monte al que la Escritura se refiere cuando dice: El monte Sión donde pusiste tu morada; y el Apóstol: Os habéis acercado al monte Sión.

Subida al monte Carmelo; San Juan de la Cruz
Dios nos ha hablado en Cristo. La principal causa por la cual en la ley antigua eran lícitas las preguntas que se hacían a Dios, y convenía que los profetas y sacerdotes quisiesen visiones y revelaciones de Dios, era porque entonces no estaba aún fundada la fe ni establecida la ley evangélica; y así, era menester que preguntasen a Dios y que él hablase, ahora por palabras, ahora por visiones y revelaciones, ahora en figuras y semejanzas, ahora en otras muchas maneras de significaciones. Porque todo lo que respondía y hablaba y obraba y revelaba eran misterios de nuestra fe y cosas tocantes a ella o enderezadas a ella. Pero ya que está fundada la fe en Cristo y manifiesta la ley evangélica en esta era de gracia, no hay para qué preguntarle de aquella manera, ni para qué Él hable ya ni responda como entonces.
Porque en darnos, como nos dio, a su Hijo -que es una Palabra suya, que no tiene otra-, todo nos lo habló junto y de una vez en esta sola Palabra, y no tiene más que hablar.
Y éste es el sentido de aquella autoridad, con que san Pablo quiere inducir a los hebreos a que se aparten de aquellos modos primeros y tratos con Dios de la ley de Moisés, y pongan los ojos en Cristo solamente, diciendo: Lo que antiguamente habló Dios en los profetas a nuestros padres de muchos modos y maneras, ahora a la postre, en estos días, nos lo ha hablado en el Hijo, todo de una vez.
En lo cual da a entender el Apóstol, que Dios ha quedado ya como mudo, y no tiene más que hablar, porque lo que hablaba antes en partes a los profetas ya lo ha hablado en él todo, dándonos el todo, que es su Hijo.
Por lo cual, el que ahora quisiese preguntar a Dios o querer alguna visión o revelación; no sólo haría una necedad, sino haría agravio a Dios, no poniendo los ojos totalmente en Cristo, sin querer otra cosa o novedad. Porque le podría responder Dios de esta manera: "Si te tengo ya hablado todas las cosas en mi Palabra, que es mi Hijo, y no tengo otra cosa que te pueda revelar o responder que sea más que eso, pon los ojos sólo en Él; porque en Él te lo tengo puesto todo y dicho y revelado, y hallarás en Él aún más de lo que pides y deseas.
Porque desde el día que bajé con mi espíritu sobre Él en el monte Tabor, diciendo: Éste es mi amado Hijo en que me he complacido; a Él oíd, ya alcé yo la mano de todas esas maneras de enseñanzas y respuestas, y se la di a Él; oídle a Él, porque yo no tengo más fe que revelar, más cosas que manifestar. Que si antes hablaba, era prometiéndoos a Cristo; y si me preguntaban, eran las preguntas encaminadas a la petición y esperanza de Cristo, en que habían de hallar todo bien, como ahora lo da a entender toda la doctrina de los evangelistas y apóstoles."


Sobre el libro de Isaías; Eusebio de Cesarea, Obispo

viernes, 20 de marzo de 2009

ADORACIÓN POR LAS ALMAS DEL PURGATORIO

Oh misericordiosísimo Corazón de Jesús Eucarístico, por el purísimo corazón de María Inmaculada, y desde lo más profundo de mi alma, te ruego y te suplico, te dignes disponerme y confortarme, con abundantes gracias, para hacer y ofrecer esta adoración reparadora con verdaderos afectos de fe, esperanza y caridad para con las dolidas y prisioneras almas del purgatorio que imploran el beneficio de tu sangre preciosísima, oh Jesús, y el fruto de los dolores de Maria, tu Inmaculada y Santa Madre.
Si, mi Jesús, esa sangre y esos dolores que fueron tan eficaces en el calvario para la humanidad entera sírvales de alivio a aquellas infelices prisioneras. Pues esa sangre, esos dolores, o mejor, esos vuestros Sagrados Corazones martirizados al unísono, rompieron todo lazo de iniquidad, librándonos del imperio y esclavitud de satanás y nos hicieron hijos verdaderos del Dios inmortal, del Dios del amor.
Por eso ahora quiero unir mi humilde adoración reparadora a tu Sagrado Corazón, y al purísimo Corazón de tu Madre Inmaculada. Así, a ellos unida, ésta, mi adoración, servirá para reparar las faltas por las que están detenidas las almas de muchos hermanos míos. Redimidos por ti, sufriendo la mayor, la indecible pena de no poder verte, Jesús amadísimo, están separados lejos del fin para el que fuimos creados: alabarte, bendecirte, glorificarte y gozarte por siempre a Ti, Jesús, que con el Padre y el Espíritu Santo eres nuestro Dios. Amen

ORACIÓN A STA. ANA PARA PEDIR POR LOS HIJOS

Gloriosa Santa Ana, patrona de las familias cristianas, a ti encomiendo mis hijos. Sé que los he recibido de Dios y que a Dios le pertenecen. Por tanto te ruego me concedas la gracia de aceptar lo que tu Divina Providencia disponga para ellos. Bendíceles, oh misericordiosa Santa Ana, y tómalos bajo tu protección. No te pido para ellos privilegios excepcionales; solo quiero consagrarte sus almas y sus cuerpos para que preserves ambos de todo mal. A ti confío sus necesidades temporales y su salvación eterna.
Imprime en sus corazones, mi buena Santa Ana, horror al pecado. Apártales del vicio, presérvales de la corrupción, conserva en su alma la fe, la rectitud y los sentimientos cristianos; y enséñales, como enseñaste a tu Purísima Hija la inmaculada Virgen Maria, a amar a Dios sobre todas las cosas. Santa Ana, tu que fuiste espejo de paciencia, concédeme la virtud de sufrir con paciencia y amor las dificultades que se presenten en la educación de mis hijos.
Para ellos y para mi pido tu bendición, oh bondadosa madre celestial, que siempre te honremos como a Jesús y a Maria, que vivamos conforme a la voluntad de Dios y que después de esta vida hallemos la bienaventuranza en la otra, reuniéndonos contigo en la gloria para toda la eternidad. Amen.

COMUNIÓN POR LAS ALMAS DEL PURGATORIO

OFRECIMIENTO DE LA COMUNIÓN POR LAS ÁNIMAS. ¡Oh Dios mío! lleno de confianza en Vos y persuadido de que no rechazáis a quien viene a Vos con corazón contrito y humillado, me presento a la mesa de los ángeles anhelando alimentarme del celeste pan que Vos me habéis preparado, y que no es otra cosa que Vos mismo. Oh divino Jesús, otorgadme el perdón de mis pecados por medio de vuestro cuerpo y de vuestra sangre que voy a recibir. No os pido solamente la remisión de mis faltas, sino que sabiendo que vuestra misericordia y bondad no conocen límites, os suplico además os apiadéis de las atormentadas ánimas del purgatorio, que a causa de sus pecados están privadas todavía de la felicidad eterna. Oh bondadoso Jesús, por el amor que os movió a instituir este adorable y divino sacramento, librad de las llamas aquellas pobres almas, en particular las de N. y N., por las cuales yo os ofrezco humildemente esta santa comunión. Os ofrezco, juntamente con mis débiles e indignas oraciones, los preciosos méritos de vuestra dolorosa pasión y la ignominiosa muerte de cruz que padecisteis por nosotros. Por tanto, Dios mío, conceded a las ánimas del purgatorio el eterno descanso llevándolas a la bienaventuranza eterna. Así sea.

CONSIDERACIÓN PARA ANTES DE LA COMUNIÓN. Aviva tu fe, alma mía, y mira en aquella sagrada hostia a Jesucristo sacramentado. ¿Qué harías si, rasgándose los cielos, vieras aquel sol divino a la diestra de su eterno Padre, lleno de gloria, adorado de millares de ángeles y serafines abrasándose de amor en su presencia? ¿Si lo vieras como vendrá en el juicio universal por los aires lleno de grandeza y majestad? ¡Con qué amor lo adorarías, si lo vieras como niño en los brazos de su Madre santísima!
Ea, pues, alma mía, aviva tu fe y llega a recibirlo con la misma reverencia, amor y devoción, pues es el mismo Señor al que vas a recibir, tan poderoso y tan glorioso como está en el cielo; el mismo que nació de la virgen, el que murió en la Cruz por tu amor y se queda oculto en ese divino sacramento para venir a tu alma. Ea, llega con tanto amor y devoción como si estuvieras con los apóstoles, como si pusieras tus labios en la misma sacratísima llaga de su costado; di con el corazón: el cuerpo de mi Señor Jesucristo guarde mi alma para la vida eterna. Amén.

DESEOS DE COMULGAR. ¡Oh gran Señor, quién tuviera los deseos de todos los santos y santas que con más fervorosos afectos han deseado recibiros; los de santa Marta para hospedaros, y los de su hermana para no apartarme un punto de vuestros pies! ¡Quién tuviera los encendidísimos deseos y afectos de la santísima Virgen para recibiros, agradaros y serviros! ¡Quién tuviera la grandeza de los cielos, la pureza de los ángeles y el abrasado amor de los serafines! ¡Quién poseyera todas las virtudes para convidaros, Señor, a que vinieras a mi morada! ¡Oh que dichoso fuera yo si en gracia recibiera al Autor de la vida para tenerle en mi alma! ¡Oh qué rico estuviera yo poseyéndoos en gracia y con pureza! ¡Venid, Señor, a mi, pues podéis, que si yo pudiera, no salieras de mi eternamente! ¡Oh Virgen purísima, alcanzadme esta gracia de vuestro divino Hijo! Como el ciervo desea las fuentes de las aguas, así mi alma a ti, Dios mío. Señor, así lo deseo, lo quiero y lo pido. Come el pan del cielo, alma mía, y mira que te aproveche para tu salvación.

CONSIDERACIÓN PARA DESPUÉS DE LA COMUNIÓN. Considera, alma mía, que tu pecho es ahora un sagrario y un trono de la divinidad. Jesucristo lleno de gloria está dentro de ti. Mírale rodeado de ángeles y serafines que están alrededor de ti adorándole llenos de reverencia. Este es el tiempo más precioso de tu vida, no dejes perder un momento alma mía.1° Adora a Jesucristo con fe viva, más que si le vieras con los ojos, y humíllate delante de Él. 2° Dale gracias por su venida, y pídele la salvación de tu alma y el remedio de tus necesidades y las de tus prójimos. 3° Ofrécele tu corazón y todo cuanto eres, para que habite en él y no se aparte jamás de ti.