viernes, 20 de marzo de 2009

LA VERDADERA OBEDIENCIA

La indisciplina se encuentra en toda la Iglesia: comités de sacerdotes envían requerimientos a sus Prelados; los Obispos hacen caso omiso de las exhortaciones pontificias; las decisiones conciliares no son respetadas y, sin embargo, no se oye nunca pronunciar la palabra desobediencia, salvo para aplicarla a los católicos que desean permanecer fieles a la Tradición o, simplemente, conservar la fe.
La obediencia constituye un tema grave: permanecer unido al magisterio de la Iglesia y, especialmente, al Sumo Pontífice, es una de las condiciones para la salvación. Nosotros somos profundamente conscientes de ello, y nadie está más unido al sucesor actual de Pedro, igual que lo hemos estado a sus predecesores. Hablo de mí y de numerosos fieles, arrojados de las iglesias, de sacerdotes obligados a celebrar la Misa en granjas, como durante la Revolución Francesa, así como a organizar catequesis paralelas en las ciudades y aldeas.
Somos adeptos al Papa siempre que se hace eco de las tradiciones apostólicas y de las enseñanzas de todos sus predecesores. Es precisamente la definición del sucesor de Pedro: la de guardar este depósito. Pío XII nos dice en Pastor aeternus: «El Espíritu Santo no fue prometido a los sucesores de Pedro para permitirles propagar, conforme a sus revelaciones, una doctrina nueva, sino para guardar estrictamente y explicar fielmente, con su asistencia, las revelaciones transmitidas por los Apóstoles, es decir, el depósito de la fe».
La autoridad delegada por Nuestro Señor en el Papa, en los Obispos y en el sacerdocio en general, está al servicio de la Fe. Servirse del derecho, de las instituciones, de la autoridad, para destruir la Fe católica, en lugar de comunicar la vida, es practicar el aborto y la contracepción espirituales.
Por esto, nosotros nos sometemos y estamos dispuestos a aceptar todo lo que está conforme con la Fe católica, tal como ha sido ense­ña­­da durante dos mil años, pero rechazamos todo lo que a ella se opone.
Porque, es cierto que, un problema grave se presentó a la fe de todos los católicos durante el pontificado de Pablo VI. ¿Cómo un Papa, verdadero sucesor de Pedro, res­pal­dado por la asistencia del Espí­ri­tu Santo, puede presidir la destrucción más grande y extensa de la Iglesia, la más grande de su historia en tan breve espacio de tiempo, cosas que no había logrado jamás ningún heresiarca? Algún día habrá que responder a este interrogante.
En la 1ª mitad del siglo V, San Vicente de Lérins, que fue soldado antes de consagrarse a Dios y declara haber sido “traído y llevado mucho tiempo por las olas del mar del Mundo, antes de refugiarse en el puerto de la fe”, hablaba así del desarrollo del dogma: « ¿No habrá ningún progreso de la religión en la Iglesia de Cristo? Seguramente que lo habrá, y muy importante, de tal manera que será un progreso de la Fe, y no un cambio. Es necesario que se desarrollen abundante e intensamente en todos y cada uno, en los individuos como en la Iglesia y al correr de los tiempos, la inteli­gen­cia, la ciencia, la sabiduría, siem­­pre que sea sin cambio del dogma y con un mismo pensamiento». San Vicente conocía las consecuencias de la herejía y dio una regla de conducta que conserva su valor después de 1500 años: «¿Qué hará el cris­tiano católico si una parte de la Iglesia llega a desprenderse de la Fe universal? ¿Qué otro partido hemos de tomar, sino el de preferir al miembro corrompido y gangrenado, el cuer­­po que en su conjunto se conserva sano? Y, si cualquier nuevo contagio se esfuerza en envenenar, no ya una pequeña parte de la Iglesia sino la Iglesia entera a la vez, su gran empeño será el de mantenerse unido a la antigüedad que, evidentemente, ya no puede ser seducida por ninguna novedad embustera».
En las letanías de las rogativas, la Iglesia nos hace decir: «Os supli­camos, Señor, que conservéis en vues­tra Santa Religión al Sumo Pontífice, y a todas las órdenes de la Jerarquía eclesiástica». Esto quie­re decir, por cierto, que una desgracia tal puede ocurrir.
No hay en la Iglesia ningún derecho, ninguna jurisdicción que pueda imponer a un cristiano la disminución de su fe. Todos los fieles de­ben resistir a cualquiera que toque su fe, apoyados en el catecismo de su infancia. Si se encuentra ante una orden que la ponga en peligro de corrupción, la desobediencia es un imperioso deber.
Precisamente estimamos que nues­tra fe se encuentra en peligro, debido a las formas y orientaciones postconciliares, y que por tanto tenemos el deber de desobedecer y mantenernos fieles a la Tradi­ción. Añadamos esto: el más grande servicio que po­demos hacer a la Iglesia y al sucesor de Pedro es rechazar la Iglesia reformada y liberal. Jesucristo, Hijo de Dios he­cho hombre, no es liberal ni reformable.
Monseñor Marcel Lefebvre Carta Abierta a los Católicos Perplejos, Cap. 18

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