lunes, 16 de marzo de 2009

LA ESCALERA DEL PARAÍSO – III

Guido el Cartujo

(...) Llevado por mi discurso he sido demasiado extenso. Pero, ¿cómo resistir a un tema tan fértil y suave? Estas bellas cosas me han cautivado. Pero resumamos para claridad:
Todos los grados de nuestra escala están unidos y dependen el uno del otro.
La lectura es el fundamento, ofrece la materia y nos anima a meditar.
La meditación busca con cuidado lo que hay que desear, ahonda y pone a la luz el tesoro anhelado; pero, incapaz de alcanzarlo, nos anima a orar.
La oración, dirigiéndose con todas sus fuerzas al Señor, pide el deseable tesoro de la contemplación.
Finalmente la contemplación recompensa el trabajo de sus tres hermanas y embriaga con el suave rocío celestial al alma enamorada de Dios.
La lectura es, pues, un ejercicio externo. Es el escalón de los principiantes.
La meditación es un acto interior de la inteligencia. Es el escalón de los que van progresando.
La oración es la acción de un alma llena de deseo. Es el escalón de los que pertenecen a Dios.
La contemplación sobrepasa todo sentir y saber. Es el escalón de los bienaventurados.

LA LECTURA, LA MEDITACIÓN, LA ORACIÓN Y LA CONTEMPLACIÓN SE SOSTIENEN MUTUAMENTE. Lectura, meditación, oración y contemplación están tan estrechamente unidas la una con la otra y se prestan mutuamente una ayuda tan necesaria que las primeras no sirven para nada sin las últimas, y que no se llega jamás, salvo por rara excepción, a las últimas sin pasar por las primeras. ¿Para qué emplear su tiempo en leer la vida y los escritos de santos si, meditándolos y rumiándolos, no tomamos el jugo, y si a esta savia no la hacemos nuestra llevándola a lo más recóndito del corazón? Vanas serán nuestras lecturas si no ponemos cuidado de comparar nuestra vida con la de los santos y si nos dejamos llevar por la curiosidad de la lectura más que por el deseo de imitar sus ejemplos.
Por otra parte, ¿cómo conservar el buen camino y evitar los errores o las puerilidades, cómo permanecer en los justos límites establecidos por nuestros padres sin la lectura seria o la enseñanza docta? Pues en el término de lectura incluímos la enseñanza; ¿acaso no se dice comúnmente: el libro que leí, aunque a veces lo hayamos recibido por la enseñanza de un maestro?
De igual manera vana sería la meditación sobre uno de nuestros deberes, si ella no estuviera completada y fortalecida por la oración que obtiene la gracia de cumplir ese deber, ya que “todo don exquisito, todo don perfecto desciende del Padre de las luces” (Sgo. 1, 17), sin quien nada podemos hacer. Él opera en nosotros, pero no enteramente sin nosotros, pues, dice el Apóstol, “somos los cooperadores de Dios.” (I Cor. 3, 9) Él se digna tomarnos como ayudas para sus obras y cuando ha golpeado a la puerta nos pide que le abramos el secreto de nuestro querer y de nuestro consentimiento.
A la Samaritana el Salvador le pedía ese querer cuando le decía: “Llama a tu esposo”, es decir, he aquí mi gracia; emplea tu libre arbitrio. La animaba a la oración diciéndole: “Si tu conocieras el don de Dios y a quien te dice: dame de beber, ciertamente le pedirías el agua viva.” En efecto, esta mujer, como instruída por la meditación, se dijo en su corazón: esta agua me sería provechosa; e inflamada por un deseo ardiente, se puso a orar: “Señor, dame esa agua para que nunca más tenga sed y no necesite venir a este pozo.” La palabra divina comprendida invitó a su corazón a meditar, luego a orar. ¿Cómo hubiera sido llevada a orar si la meditación no hubiera encendido su deseo? Y, por otra parte, ¿de qué le hubiera servido ver en la meditación los bienes espirituales si no los hubiera obtenido por la oración?
¿Cuál es, pues, la meditación fructífera? La que se expande en la oración ferviente, la cual obtiene casi de ordinario la suavísima contemplación.

Así, pues, sin meditación, árida será la lectura; sin lectura, llena de errores la meditación; sin meditación, tibia la oración; sin oración, infructífera y vana la meditación. Oración y devoción unidas obtienen la contemplación; por el contrario, sería una rara excepción e incluso un milagro obtener la contemplación sin la oración.
El Señor, cuyo poder es infinito y cuya misericordia marca todas sus obras, bien puede cambiar las piedras en hijos de Abraham forzando los corazones duros y rebeldes a querer el bien; pródigo en su gracia, toma el toro por las astas, como se dice popularmente, cuando, sin ser esperado, con un movimiento rápido se adentra en el alma; él es señor supremo; y así obró en San Pablo y en algunos otros elegidos. Pero no hay que esperar tales milagros tentando a Dios. Hagamos lo que se nos pide: leamos, meditemos la ley divina, oremos, pidamos al Señor que ayude tanta debilidad, que considere tanta miseria. “Pedid y se os dará, nos dijo él mismo, buscad y encontraréis, golpead y se os abrirá.” En efecto, aquí abajo “el reino de los cielos sufre violencia y son los violentos los que los consiguen.” (Mat. 7, 7; 11, 12)

¡Bienaventurado el que, desapegado de las creaturas, se ejercita sin cesar en recorrer esos cuatro grados! ¡Bienaventurado el que vende todo lo que posee para adquirir el campo donde yace el tesoro tan deseado de la contemplación y para gustar cuán dulce es el Señor! Aplicado en el primer escalón, prudente en el segundo, ferviente en el tercero, extasiado en el último, de virtud en virtud, recorre en su corazón los escalones que lo llevan hasta la visión del Señor en Sión. Bienaventurado, en fin, el que puede detenerse en la cima, aunque más no sea por un instante, y decir: gusto la gracia del Señor, he aquí que con Pedro y Juan sobre la montaña contemplo la gloria; tengo parte con Jacob en las caricias de Raquel.
Pero que ponga cuidado, este bienaventurado, en no caer tristemente de la celeste contemplación en las tinieblas del abismo, de la visión divina en las mundanas vanidades y las impuras fantasías de la carne.
La pobre alma humana es débil, no puede sostener durante largo tiempo el esplendor resplandeciente de la Verdad: deberá, pues, prudentemente descender uno o dos escalones y descansar tranquilamente en uno u otro, según su deseo o según la gracia, siempre lo más cerca posible de Dios.
¡Oh triste condición de la humana flaqueza! He aquí que la razón y la Escritura se ponen de acuerdo para decirnos que en esos cuatro grados están resumidas la perfección y que el hombre espiritual debe ejercitarse en recorrerlos; y sin embargo, ¿quién sigue ese camino? ¿Quién es ese para que sea alabado? Muchos tienen veleidades, pocos avanzan hasta el final. ¡Quiera Dios que estemos en ese pequeño número!

A CERCA DEL ALMA QUE PIERDE LA GRACIA DE DIOS. Cuatro obstáculos pueden impedirnos recorrer esos grados: la necesidad inevitable, la utilidad de una buena obra, la debilidad humana, la vanidad mundana.
La primera es excusable, la segunda aceptable, la tercera lamentable, la cuarta culpable. Sí, para aquél que se aleja de la santa resolución por vanidad mundana, mejor hubiera sido haber ignorado siempre la gloria de Dios que rechazarla después de haberla conocido. ¿Cómo disculpar semejante falta? A esta alma infiel el Señor hace justos reproches: “¿Qué hubiera podido hacer por ti que no lo haya hecho?” (Is. 5, 4) Eras nada y yo te di el ser; pecadora y esclava del demonio, yo te rescaté; con los impíos tu errabas a través del mundo, yo te retomé por elección de amor, te di mi gracia y te establecí en mi presencia; en tu corazón yo había escogido mi morada: y tu me despreciaste; mis invitaciones, mi amor, en fin, a mí mismo, todo lo has arrojado lejos para correr tras de tus vanos deseos.
(...) Sin embargo, si la humana flaqueza te hizo caer en esa desgracia, no desesperes, alma frágil; no, no desesperes nunca, mas corre al Médico bondadoso que “levanta del suelo al indigente y al pobre de su estiércol.” (Sal. 112, 7) No quiere que el pecador muera. Te curará, te sanará.

CONCLUSIÓN. Debo concluir mi carta. Ruego al Señor que hoy debilite, que mañana quite de nuestra alma todo obstáculo a la contemplación. Que nos lleve de virtud en virtud a la cima de la escala misteriosa, hasta la visión de la Divinidad en Sión. Allá, ya no es gota a gota y de a ratos que sus elegidos gozarán la suavidad de esta contemplación divina; sino que, siempre inundados por ese torrente de alegría, poseerán por siempre la alegría que nadie puede arrebatar, la paz inmutable, ¡la paz en Él!
Oh Gervasio, hermano mío, cuando por la gracia de Dios tu hayas llegado a la cumbre de la escala mística, acuérdate de mí, y en tu felicidad ruega por mí, y que así Él, que siempre escucha, diga: Ven.

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