lunes, 23 de marzo de 2009

Sermón de ordenaciones - Junio 2000 – I

Excelencias, queridos hermanos en el sacerdocio, queridos fieles:
En el transcurso de este año hemos asistido al apogeo, podríamos decir al paroxismo de la herejía ecuménica y, por desgracia, principalmente en Roma. Pienso que no podemos poner ya en duda que nos encontramos por lo menos en el comienzo de esta gran apostasía, de esa apostasía generalizada, anunciada por la Sagrada Escritura. Cuando el apóstol San Pablo habla de esta apostasía que precederá la venida del Anticristo, nos dice que en aquel momento “muchos perecerán porque no habrán recibido el amor de la Verdad”. No habrán recibido el amor de la Verdad. Creo que es realmente una frase que explica el sentido de nuestra resistencia, de nuestro combate, y en última instancia, el problema de fondo de la crisis en la Iglesia. “No han recibido el amor de la Verdad”. No lo han recibido, no quieren recibirlo, no quieren saber nada de la Tradición. Si se recibe, hay una transmisión, y en consecuencia una tradición. No quieren saber ya nada del pasado de la Iglesia, del Magisterio de siempre. No quieren ya la Tradición.
En todas esas ceremonias de arrepentimiento, y esa oleada en cascada (ocurre en todas partes del mundo) de petición de perdón, lo peor es que piden perdón por los principios, perdón por la doctrina que ha inspirado la vida de la Iglesia durante veinte siglos. No han pedido perdón por los excesos (no es tal vez conveniente, pero en cualquier caso sería cierto), sino que hay un rechazo, una ruptura, una voluntad de ruptura con la Tradición. No existe otra cosa más que la Tradición viva, sólo hay el Concilio Vaticano II que reinterpreta absolutamente toda la Fe alejándose precisamente de la Fe. Recibir significa tener la humildad de la inteligencia, el “obsequium fidei”, la obediencia de la inteligencia ante la Verdad, y para eso hay que amar la Verdad, hay que desearla con todas sus fuerzas, hay que desearla, buscarla. Ahora bien, ellos han preferido sus opiniones, sus utopías.
Y esta verdad no es tan sólo el objeto de nuestra inteligencia, esta Verdad es Cristo, es Nuestro Señor Jesucristo: “Yo soy la Verdad”. Nuestro Señor es la Verdad, porque es Dios. Luego El es la Verdad primera y perfecta, plena, causa de toda verdad. Es la Verdad porque es el Verbo Encarnado, y por tanto la Sabiduría encarnada que ha venido para darnos testimonio de la Verdad y revelarnos la Verdad sobre Dios, sobre la Trinidad, sobre todos los misterios y sobre la salvación del hombre. Ha venido para revelarnos la verdad de la salvación. Y el sacerdote no hace más que continuar esta misión de Nuestro Señor Jesucristo, y en primer lugar debe predicar la Verdad, y toda la Verdad, y siempre la Verdad.
“No podemos nada contra la Verdad”, dice San Pablo. Así pues, no queremos saber nada de ese Cristo modernista, de ese Cristo psicológico, como lo dice tan bien el cardenal Pie, concebido por el espíritu humano, engendrado y nacido de la inteligencia, que surge de la profundidad de la conciencia del hombre, y por tanto de la humanidad. Ahí no encontramos más que al hombre. Y por consiguiente la nada, la desesperación con respecto a la salvación. No queremos saber nada de ese Cristo inmanente al hombre, que es consubstancial al hombre, y que se identifica finalmente con el hombre.
Nosotros creemos en el Cristo concebido del Espíritu Santo, nacido de Santa María Virgen, que ha venido para enseñarnos toda Verdad, que es Doctor, que es también Salvador, Redentor, que es Sumo Pontífice, que es el médico de nuestras almas, pues nos cura de nuestras desgracias, de nuestras miserias, de nuestros pecados. Nosotros queremos a Cristo Rey. Esa es nuestra Fe.

Monseñor Alfonso de Galarreta

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