jueves, 19 de marzo de 2009

EL NEOMODERNISMO - I

En el vocabulario completamente re­novado de los hombres de Iglesia, al­gunas palabras han sobrevivido. Fe es una de ellas. Pero es empleada en las más diversas acepciones. Existe, sin embargo, una definición de la Fe que no se puede cambiar. A ésta es a la que debe referirse el católico, cuando no entiende nada del discurso em­bro­­llado y pretencioso que se le dirige.
La Fe es la adhesión de la inteligencia a la verdad revelada por el Verbo de Dios. Creemos en una verdad que viene de fuera y que no es como una especie de secreción de nuestro espíritu. Creemos en ella a causa de la autoridad de Dios que nos revela. No hay que buscar en otra parte.
Nadie tiene derecho a robarnos esta fe para sustituirla por otra. Vemos resurgir una definición moder­nista de la fe, condenada por San Pío X hace ya ochenta años, y según la cual sería un sentimiento interior. La explicación de la religión no sería preciso buscarla fuera del hombre: “es, pues, en el hombre mismo donde se encuentra y, como la religión es una forma de vida, en la misma vida del hombre”. Sería algo puramente subjetivo, una adhesión del alma a Dios, Él mismo inaccesible a nuestra inteligencia, cada uno para sí, cada uno en su conciencia.
El modernismo no es una invención reciente, no lo era siquiera en el año 1907, fecha de la famosa encíclica; es el espíritu perpetuo de la Revolución, que quiere encerrarnos en nues­tra humanidad y poner a Dios fue­ra de la ley. Su falsa definición sólo busca corromper la autoridad de Dios y de la Iglesia.
La Fe nos viene del exterior y estamos obligados a someternos a ella. “El que crea se salvará, el que no crea se condenará”, es Nuestro Señor Jesucristo quien lo afirma.
Cuando yo fui a ver al Papa en 1976, me reprochó, con gran sorpresa mía, que hiciera prestar un juramento contra él a mis seminaristas. Me costó mucho comprender de dónde podía venir esto, pues evidente­men­te alguien le había inculcado esta idea, con la intención de perjudicarme. Después la luz se hizo en mi espí­ritu: se había interpretado malig­namente en este sentido el juramento antimodernista que hasta ahora todo sacerdote estaba obligado a recitar solemnemente antes de su ordenación y todo dignatario eclesiástico en el mo­mento de recibir su cargo. El mismo papa Pablo VI lo había prestado más de una vez en su vida.
He aquí pues lo que dice este juramento: “Sostengo con toda certeza y sinceramente profeso que la Fe no es un ciego sentimiento religioso que brota de las tinieblas del subconsciente, bajo la pre­sión del corazón y la inclinación de la voluntad formada mo­ralmente, sino un verdadero asentimiento del en­tendimiento a la verdad recibida de fuera por la cual creemos ser verdadero, por la autoridad de Dios, todo lo que ha sido dicho, atestiguado y revelado por Dios en persona, nuestro Creador y nuestro Maestro”.
El juramento antimodernista ya no se exige para ser sacerdote u obispo; si se exigiera, todavía habría menos ordenaciones de las que hay. En efecto, el concepto de fe está falseado y muchas personas, sin pensar mal, se dejan llevar por el modernismo. Por esta causa aceptan creer que todas las religiones salvan: si cada uno tiene una fe según su conciencia, si es la conciencia la que produce la fe, ya no hay razón alguna para pensar que una fe salva más que otra, con tal que la conciencia esté orientada hacia Dios. Se leen afirmaciones como ésta en un documento procedente de la comisión de catequesis del episcopado francés: “la verdad no es ninguna cosa recibida, completamente hecha, sino algo que se está haciendo”.
La diferencia de óptica es total. Se nos dice que el hombre no recibe la verdad, sino que la construye. Pero sa­bemos –y nuestra inteligencia nos lo afirma– que la verdad no se crea, no somos nosotros quienes la creamos.
Pero ¿cómo defenderse contra estas doctrinas perversas que arruinan la religión, dado que estos “habladores de novedades” se encuentran en el seno mismo de la Iglesia? Gracias a Dios han sido desenmascarados desde primeros de siglo de una manera que permite reconocerlos fácilmente. No pensemos que se trata de un fenómeno antiguo, interesante sólo para los historiadores eclesiásticos: Pascendi es un texto que se creería escrito hoy, es de una actualidad ex­tra­ordinaria y describe, con una lozanía que nunca admiraremos suficientemente, a estos enemigos del interior.
Helos aquí: “Cortos de filosofía y de teología serias, erigiéndose, con desprecio de toda modestia, en renovadores de la Iglesia... despreciativos de toda autoridad, incapaces de soportar cualquier freno. Su táctica es no exponer jamás metódicamente y en su conjunto sus doctrinas, pero fragmentarlas de algún modo, dispersarlas aquí y allá, lo que se presta a hacerlos juzgar volubles e indecisos, cuando sus ideas, al contrario, son perfectamente determinadas y consistentes... Tal página de una obra suya podría ser firmada por un católico; volved la página, creeréis estar leyendo a un racionalista... Reprendidos y condenados, siguen su camino, disimulando bajo falsas apariencias exteriores de sumisión una audacia sin límites... Si alguien tiene la desgracia de criticar una y otra de sus novedades, por monstruosas que sean, se echan sobre él cerrando filas; quien las niega es tratado de ignorante, quien las abraza y las defiende es elevado hasta las nubes... Una obra aparece respirando la novedad por todos sus poros, la acogen con aplausos y gritos de admiración. Cuanta mayor audacia haya tenido un autor al batir en brecha a la antigüedad, al minar la Tradición y el magisterio eclesiástico, tanto más será tenido por sabio. En fin, si llega el caso de que uno de ellos sea alcanzado por las conde­naciones de la Iglesia, los otros enseguida se apretujan a su alrededor, para colmarlo de elogios y venerarlo casi como un mártir de la verdad”.
Todos estos rasgos corresponden tan perfectamente a lo que vemos hoy día que se creerían escritos recientemente. En 1980, después de la condenación de Hans Küng, un grupo de cristianos procedía delante de la catedral de Colonia a un “auto de fe” co­mo protesta contra la decisión de la Santa Sede de retirar al teólogo sui­zo su misión canónica; levantaron una hoguera sobre la cual echaron un maniquí y obras de Küng “a fin de simbolizar la prohibición de un pensamiento valeroso y honesto” (Le Monde). Poco antes las sanciones con­­tra el P. Pohier habían provocado otras revueltas: trescientos dominicos y dominicas dirigían una carta pública de protesta contra estas sanciones; una veintena de personalidades firmaban otro texto; la abadía de Boquen, la capilla de Montparnasse y otros grupos de vanguardia, venían en su socorro. La única novedad con relación a la descripción de San Pío X es que ya no se disimulan bajo falsas apariencias de sumisión, se sienten seguros, tienen demasiado apoyo en la Iglesia para seguir escondiéndose. El modernismo no ha muerto, al contrario ha progresado y es pregonado.
Continuamos la lectura de Pas­cen­di: “Después de esto no cabe extrañarse si los modernistas persiguen con toda su mala voluntad, con toda su acritud, a los católicos que luchan vigorosamente por la Iglesia. No hay ninguna clase de injurias que no vomiten contra ellos. Si se trata de un adversario cuya erudición y vigor de espíritu le hacen temible, tratarán de reducirlo a la impotencia organizando a su alrededor la conspiración del silencio”. Hoy día tal es el caso de los sacerdotes tradicionalistas acorra­la­dos, perseguidos, de los escritores religiosos y seglares de los cuales la prensa en manos de progresistas no dice jamás una sola palabra. De los mo­vimientos de juventud también, apartados porque siguen fieles y cuyas edificantes actividades, peregrina­ciones u otras, permanecen desconocidas para el público que podría, sin embargo, encontrar consuelo en ellos.
“Si escriben historia, buscan con curiosidad y publican con gran alarde, bajo color de decir la verdad y con una especie de placer mal disimulado, todo lo que les parece una mancha en la historia de la Iglesia. Dominados por determinados prejuicios, destruyen, todo lo que pueden, las piadosas tradiciones populares. Ponen en ridículo ciertas reliquias, muy venerables por su antigüedad. Están en fin poseídos del vano deseo de hacer que se hable de ellos; lo cual jamás sucedería, ellos lo comprenden bien, si dijeran lo que siempre se ha dicho hasta ahora”.

Carta abierta a los católicos perplejos, Cap. XVI
Monseñor Marcel Lefebvre

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