martes, 17 de marzo de 2009

EL CULTO AL HOMBRE O SU ANIQUILACIÓN

Se ha definido a eso que hoy se llama "postmodernidad" como la crisis del ideal del progreso indefinido, propio del racionalismo moderno, y su sustitución por un ideal "humanista" y "pluralista".
Para la teoría progresista la razón hu­mana avanza siempre en un proce­so lineal hacia la omnisciencia. La ra­zón, para esa idea, no conoce límites ni misterio porque el universo posee una estructura racional penetrable progresivamente por la razón y las ciencias humanas. Este esquema entra en crisis a través de los existencia­lismos y vitalismos del siglo XX: el avance de la razón no es rectilíneo ni resolutivo. Es como un faro en medio de las tinieblas que cuanto más potente sea más iluminará, pero que nos muestra al mismo tiempo la frontera infinita con lo que ignoramos y que la ciencia humana es como una pobre bujía en medio de un universo sin límites, inabarca­ble. Esto inspira en la mente del hombre contemporáneo la idea de que el único progreso posible es el conocimiento y asimilación de todas las culturas humanas, valiosas sólo por ser humanas. Tal enriquecimiento asimi­la­torio es el único fin posible del saber. Lo cual está cerca del ideal ecu­me­nista difundido en la Iglesia postconciliar según el cual caminamos hacia una metarreligión universal en la que confluirán los sistemas religiosos de todos los pueblos; en orden finalmente a un culto del Hombre o religión de la Humanidad, definitivamente solidaria en un pluralismo sin­cretista.
(...) La temporalidad, origen de la historia, ha sido siempre para el raciona­lismo una fase superable del desarrollo humano que el progreso irá reduciendo hasta su ideal anulación. Fuku­ya­ma propugna en su libro "El fin de la Historia y el último hombre" el retorno a Hegel, es decir, a la visión racional o dialéctica de la Historia. Más podría compadecerse ese supuesto fin de la historia con el hegelianismo de Marx, que propugna el término del proceso dialéctico –es decir, de la Historia– en la síntesis final de un hombre y un medio nuevos, técnicamente adaptados entre sí, para completar definitiva-mente el proceso de una reconciliación universal, ya ahistórica.
(...) Fukuyama en una apo­logía de la sociedad americana, sitúa este cercano final de la historia en la democracia liberal que, según él, está vigente en el mundo desarro­lla­do y es punto de obligada confluencia para la tendencia política de todo el mundo.
El genio de esta democracia satisface –según Fukuyama– las dos formas de ambición humana (tymos), la individual y la política, logrando una perfecta tensión entre su tendencia a la posesión y el disfrute (el apetito con­­cupiscible de Aristóteles) y el impulso de lucha y superación (apetito irascible). La sociedad democrática ofrece, en efecto, un horizonte limitado al disfrute de medios (consumis­mo) y una cancha de lucha pacífica por el poder en el juego electoral de los partidos. Elimina asimismo toda instancia superior –moral o religiosa– que limite esas posibilidades de disfrute y de conquista. Con lo que constituye una perfecta timocracia (satisfacción del tymos). En este equilibrio de tensiones y posibilidades cree descubrir Fukuyama el fin de la historia, al menos de la Historia con mayúscula, es decir, de esa sucesión anárquica y azarosa de poderes, regímenes, predominios, invasiones.
Siempre he pensado que, si esa democracia liberal fuese instaurada de una manera real y universal, sería efectivamente el final de la historia. Pero por razones diferentes de las que aduce Fukuyama. Una tal democracia no daría satisfacción al impulso más profundo y genuinamente humano que es la búsqueda de la verdad y el bien, y el anhelo de construir algo estable sobre ellos. No sólo no lo satisface sino que tiende a ahogar ese anhelo y, con él, lo que constituye en rigor el espíritu humano: su racionalidad y su libre albedrío. Si se llegara a convencer a todos los hombres de que la verdad y el bien son sólo opi­nio­nes personales computables en el voto, y que las leyes morales y políticas son sólo fruto de una convención, contrato o constitución entre los hombres en orden a vivir en paz y progresar, se habría logrado convertir a la sociedad en ese "rebaño de animales plácidos, tímidos e industriosos cuyo pastor es el Estado", que nos describió Tocqueville. Un universo de mentes teleespectadoras, intrascendentes, en conexión con un ordenador universal. El final de la historia se habría logrado así, no por una armonización de los impulsos humanos entre sí, sino por una especie de abdicación del auténtico espíritu humano; recordemos que el ámbito de lo humano es la historia.
La dificultad estribará, por fortuna, en esa consolidación universal y definitiva de la democracia liberal. Siempre podrá surgir quien opine que la Voluntad humana que supuestamente establece la Soberanía Nacional no es la Voluntad General individualista que se expresa en el sufragio sino en la Voluntad carismática de un Jefe que represente el tymos profundo del Pueblo, y obtenga el poder por sufragio universal. Tal fue el caso de Hitler, que hizo retornar potente la Historia con mayúscula.
O bien cabe la posibilidad de que se abra paso la opinión de que el fundamento del orden político no debe ser humano sino religioso. Porque la religión responde a los impulsos más profundos de hombre, que no son el tymos (concupiscible o irascible) que supuestamente satisface la democracia laicista.
En tales casos aparece la quiebra última de la democracia como régimen de opinión. Toda opinión es para ella válida, excepto la de que existe una verdad objetiva independiente de la opinión mayoritaria.

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