LA CONTEMPLACIÓN. Mediante esas palabras inflamadas, el alma enardece su deseo y llama al Esposo tiernamente. Y el Esposo, cuya mirada reposa sobre los justos y cuyos oídos están tan atentos a sus súplicas que no espera siquiera a que hayan sido completamente expresadas, el Esposo, de repente, interrumpe esa oración: llega al alma ávida, se introduce silenciosamente en ella, bañada en un celestial rocío, ungida por perfumes preciosos; reconforta al alma fatigada; la deleita, desfalleciente; la riega, toda seca; le hace olvidar la tierra, y desprendiéndola de todo con su presencia, maravillosamente, la fortalece, la vivifica y la embriaga.
En ciertos actos groseros el alma está tan fuertemente encadenada por la concupiscencia que pierde la razón y el hombre todo se vuelve carnal; en esta contemplación sublime, por el contrario, los instintos del cuerpo están tan consumidos y absorbidos por el alma que la carne ya no combate en nada al espíritu y el hombre se vuelve todo espiritual.
LOS SIGNOS POR LOS CUALES SE RECONOCE LA VENIDA DEL ESPÍRITU SANTO. Señor, ¿cómo conoceré el momento de esta visita? ¿Por cuál signo reconoceré tu venida? ¿Los suspiros y las lágrimas son los mensajeros y los testigos de esta alegría consoladora? ¡Nueva ironía, significado inaudito! ¿Qué relación, en efecto, puede haber entre la consolación y los suspiros, entre la alegría y las lágrimas? Pero, ¿acaso podemos decir que se trata de llantos? ¿No es más bien el íntimo rocío caído de lo alto, sobreabundante para purificar el hombre interior que se desborda? En el bautismo, la ablución exterior significa y opera la purificación interior del niño; aquí, por el contrario, la purificación íntima precede a la ablución exterior y se manifiesta por ella. ¡Oh felices lágrimas, nuevo bautismo del alma por el que se extingue el incendio de los pecados! “Bienaventurados vosotros que lloráis así, porque reiréis.” (Mat. 5, 5)
En esos llantos, oh alma mía, reconoce a tu Esposo, únete a tu deseado. Embriágate en su torrente de delicias, alimentada de la leche y de la miel de la consolación. Esos suspiros y esas lágrimas son los regalos admirables del Esposo, la bebida que él te proporciona día y noche, el pan que fortalece tu corazón, más dulce en su amargura que el panal de miel.
Oh Señor Jesús, si son tan dulces las lágrimas que brotan de un corazón que te desea, ¡cuál no será, pues, la alegría de una alma a la que te muestres en la clara visión beatífica! Si es tan dulce llorar deseándote, ¡qué delicia gozar de ti!
Mas ¿por qué profanar esos secretos íntimos delante de todos? ¿Por qué tratar con banales palabras de traducir ternuras inexpresables? Quien no las ha experimentado no las comprenderá. Esos coloquios misteriosos solo se leen en el libro de la experiencia, se es instruído en ellos solamente por la unción divina. La página se ha cerrado, insípido el libro a quien no sabe iluminar la letra exterior con el sentido de la experiencia interior.
EL ESPOSO SE RETIRA POR UN TIEMPO. Cállate, alma mía, esto es ya hablar demasiado.
Era placentero allá arriba, con Pedro y Juan, contemplar la gloria del Esposo. ¡Oh! ¡Permanecer largo tiempo con él, y si él lo hubiera querido, montar no dos o tres tiendas sino una sola donde permanecer juntos, en su felicidad!
Mas ya el Esposo exclama: “Déjame partir, he aquí que se levanta la aurora”: has recibido la gracia luminosa y la visita tan deseada. Y él te ha bendecido, y como antaño el ángel a Jacob, él mata el nervio de tu muslo (Gen. 32, 25, 31), cambia tu nombre de Jacob en Israel, y he aquí que parece retirarse. El Esposo por tanto tiempo deseado se oculta pronto, la visión de la contemplación empalidece, su suavidad se esfuma.
Pero el Esposo permanece presente en tu corazón que él mismo gobierna siempre.
(...) Y además, si la consolación fuera aquí abajo sin interrupción, -aunque al lado de la gloria eterna sea enigma y sombra- quizás creeríamos que tenemos aquí la ciudad permanente y buscaríamos menos la futura. ¡Oh, no! No tomemos el exilio por la patria, ni la prenda por la herencia.
En ciertos actos groseros el alma está tan fuertemente encadenada por la concupiscencia que pierde la razón y el hombre todo se vuelve carnal; en esta contemplación sublime, por el contrario, los instintos del cuerpo están tan consumidos y absorbidos por el alma que la carne ya no combate en nada al espíritu y el hombre se vuelve todo espiritual.
LOS SIGNOS POR LOS CUALES SE RECONOCE LA VENIDA DEL ESPÍRITU SANTO. Señor, ¿cómo conoceré el momento de esta visita? ¿Por cuál signo reconoceré tu venida? ¿Los suspiros y las lágrimas son los mensajeros y los testigos de esta alegría consoladora? ¡Nueva ironía, significado inaudito! ¿Qué relación, en efecto, puede haber entre la consolación y los suspiros, entre la alegría y las lágrimas? Pero, ¿acaso podemos decir que se trata de llantos? ¿No es más bien el íntimo rocío caído de lo alto, sobreabundante para purificar el hombre interior que se desborda? En el bautismo, la ablución exterior significa y opera la purificación interior del niño; aquí, por el contrario, la purificación íntima precede a la ablución exterior y se manifiesta por ella. ¡Oh felices lágrimas, nuevo bautismo del alma por el que se extingue el incendio de los pecados! “Bienaventurados vosotros que lloráis así, porque reiréis.” (Mat. 5, 5)
En esos llantos, oh alma mía, reconoce a tu Esposo, únete a tu deseado. Embriágate en su torrente de delicias, alimentada de la leche y de la miel de la consolación. Esos suspiros y esas lágrimas son los regalos admirables del Esposo, la bebida que él te proporciona día y noche, el pan que fortalece tu corazón, más dulce en su amargura que el panal de miel.
Oh Señor Jesús, si son tan dulces las lágrimas que brotan de un corazón que te desea, ¡cuál no será, pues, la alegría de una alma a la que te muestres en la clara visión beatífica! Si es tan dulce llorar deseándote, ¡qué delicia gozar de ti!
Mas ¿por qué profanar esos secretos íntimos delante de todos? ¿Por qué tratar con banales palabras de traducir ternuras inexpresables? Quien no las ha experimentado no las comprenderá. Esos coloquios misteriosos solo se leen en el libro de la experiencia, se es instruído en ellos solamente por la unción divina. La página se ha cerrado, insípido el libro a quien no sabe iluminar la letra exterior con el sentido de la experiencia interior.
EL ESPOSO SE RETIRA POR UN TIEMPO. Cállate, alma mía, esto es ya hablar demasiado.
Era placentero allá arriba, con Pedro y Juan, contemplar la gloria del Esposo. ¡Oh! ¡Permanecer largo tiempo con él, y si él lo hubiera querido, montar no dos o tres tiendas sino una sola donde permanecer juntos, en su felicidad!
Mas ya el Esposo exclama: “Déjame partir, he aquí que se levanta la aurora”: has recibido la gracia luminosa y la visita tan deseada. Y él te ha bendecido, y como antaño el ángel a Jacob, él mata el nervio de tu muslo (Gen. 32, 25, 31), cambia tu nombre de Jacob en Israel, y he aquí que parece retirarse. El Esposo por tanto tiempo deseado se oculta pronto, la visión de la contemplación empalidece, su suavidad se esfuma.
Pero el Esposo permanece presente en tu corazón que él mismo gobierna siempre.
(...) Y además, si la consolación fuera aquí abajo sin interrupción, -aunque al lado de la gloria eterna sea enigma y sombra- quizás creeríamos que tenemos aquí la ciudad permanente y buscaríamos menos la futura. ¡Oh, no! No tomemos el exilio por la patria, ni la prenda por la herencia.
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