jueves, 19 de marzo de 2009

LA ABSTINENCIA Y EL AYUNO

La templanza y la sobriedad son virtudes que la higiene aconseja para obtener una vida sana y gozar de salud robusta. Las pasiones humanas, nacidas del entre alma y cuerpo, exigen igualmente una medicina y una higiene que por disposición divina la Iglesia está encargada de administrar. Por esto, ya antes de Nuestro Señor Jesucristo, la Sinagoga tenía sus reglamentos de sanidad espiritual, que el Divino Maestro sancionó con su ejemplo y con su doctrina, y que después la Iglesia ha preceptuado bajo la forma de abstinencias y ayunos en ciertas épocas y en determinados días del año. Bástale al hombre de fe saber que la Iglesia ordena tales prácticas para creer en su excelencia y en la obligación que le incumbe de observarlas; pero a la curiosidad humana le gusta saber las causas y razones de los preceptos eclesiásticos, y a nuestra Madre la Iglesia no le duelen prendas para explicar el porqué de sus disposiciones. Durante toda la Cuaresma el sacerdote, al cantar el prefacio de la Misa, recuerda a los fieles reunidos en el santo templo los altos y provechosos fines que Dios se propone alcanzar con la observancia del ayuno, y que reduce a tres:
1. Reprime los vicios. El cuerpo bien cebado, la carne regalada, se insolentan contra el espíritu, y teniendo una ley opuesta la carne y el espíritu, la que debe ser esclava quiere hacerse señora, y si lo logra no se ha visto despotismo parecido al despotismo de la carne. Al espíritu que el Creador constituyó señor lo envilece, lo bestializa y lo mata. El hombre desaparece y aparece la bestia humana. Cuando reina la carne reina la suciedad y el crimen, desaparecen los nobles sentimientos, y una vez la carne ha degradado y muerto al espíritu, se mata a sí misma con sus excesos. La abstinencia y el ayuno son dos fuertes auxiliares del espíritu en su lucha contra la carne; y cuando el espíritu logra sostener su imperio, a semejanza de Dios, de quien es imagen, no usa de él despóticamente; no mata a la carne, sino que, quitándola sus instintos de bestia, se la asocia a sí; hácela partícipe de sus racionales empresas y de sus méritos en Cristo, la dignifica y le asegura una eternidad gloriosa.
2. Eleva la mente. La gula entorpece el entendimiento; la digestión y el raciocinio se rechazan mutuamente, y la operación mental es la más alta de las humanas operaciones. Los santos, gente de vida espiritual, a veces se engolosinan demasiado con el ayuno. El austero San Jerónimo reprendía a la ilustre viuda Santa Paula, su hija espiritual, porque, para gozar de las dulzuras de la contemplación, extremaba sus ayunos, enflaquecía su cuerpo y quebrantaba su salud. La oración es un ejercicio necesario al cristiano; y es ejercicio de la mente y del corazón; el vientre bien repleto no levanta al Señor el incienso puro de la oración del espíritu; por esto la Iglesia manda el ayuno en las vigilias de aquellos días que de un modo más especial consagra a los ejercicios del espíritu y a las prácticas de la devoción y hasta hace poco, antes de la invasión de sensualidad que nos domina, los cristianos fervorosos tenían por práctica oír en ayunas el santo sacrificio de la Misa.
3. Alcanza virtudes y premios. Las abstinencias y ayunos son un verdadero sacrificio que ofrecemos a Dios, al que el generoso Señor corresponde con raudales de gracias. Las historias de los Santos manifiestan claramente cómo estos héroes de la virtud se robustecieron mortificando su carne; y la Religión nos enseña que al banquete eterno de las almas, cuyo manjar es la misma substancia divina, no serán admitidos aquellos que de su vientre hicieron un dios.
Tal vez, lector, admitirás sin dificultad alguna estas excelencias del ayuno, pero encontrarás excesivamente duro que un hombre pueda condenarse eternamente por comer, verbigracia, unas chuletas en día prohibido; pero acuérdate que por un fruto que comieron del árbol vedado por Dios, Adán y Eva, con toda su descendencia, han sufrido males sin cuento, y a no haber hecho penitencia de su pecado los primeros padres de nuestro linaje, por toda la eternidad hubiesen quedado excluidos de la gloria y sido contados en el número de los réprobos rebeldes a Dios.

Monseñor José Torras y Bages

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