jueves, 19 de marzo de 2009

LAS LLAGAS DE UN CAPUCHINO

La figura del Padre Pío de Pietrelcina, de este santísimo religioso, no sólo ha llenado con su presencia todo el orbe católico sino que incluso ha sido objeto de estudio por parte de individuos e instituciones desvinculados, en muchos aspectos, de la Santa Iglesia. Sin lugar a dudas su vida y su obra apostólica forman un capítulo aparte en la historia del catolicismo del siglo XX.
Tres aspectos merecen destacarse al aproximarnos a su grandiosa figura, a su santidad deslumbrante. En primer lugar el Santo Sacrificio de la Misa como centro neurálgico de su ministerio apostólico. En segundo lugar la manifestación de Nuestro Señor Jesucristo como único Camino, única Verdad y única Vida, ayer, hoy y siempre, y esto a través de la impresión de las Sagradas Llagas en el cuerpo sufriente del capuchino franciscano. En tercer lugar la incompatibilidad de la doctrina del Redentor con aquellas doctrinas, masonería, marxismo, liberalismo, que son enemigas, sin paliativo alguno, de la Divina Revelación, la Sagrada Escritura y la Tradición.
El Padre Pío de Pietrelcina, en el siglo Francisco Forgione, nació el 25 de mayo de 1887 en la localidad italiana de Pietrelcina, siendo bautizado al día siguiente de su nacimiento. Ingresa “en religión” en el año 1903 y es ordenado sacerdote el 10 de agosto de 1910. Desde entonces la vida del Padre Pío es entera y absolutamente sacrificio y altar. La renovación incruenta del Sacrificio de la Cruz será para el Padre Pío el único afán, el único deseo y la sola aspiración de su vida apostólica y sacerdotal. Hará del altar, de la celebración de la Santa Misa, un “espectáculo” inaudito, un “místico espectáculo” de amor, de dolor y de donación de sí mismo. Casi un Calvario visible, como si se desprendiese de alguna manera el velo de la fe. La Santa Misa, cele-brada por el Padre Pío, era, y es, el argumento más contundente frente a “la nueva teología sobre el misterio eucarístico” surgida para descarnar, desvirtuar y desacralizar el centro mismo de nuestra Santa Religión. Los fieles que en San Giovanni Rotondo asistían a la Misa del Padre Pío, sublime visión, no contemplaban otra escena que la realidad misma del Calvario. Jesús sufriendo, entregándose y muriendo por amor a las almas. Sólo esto, únicamente esto. La mano terrible que ha querido destruir la razón misma de la Iglesia, el corazón de la Iglesia, tras el Concilio Vaticano II, se encuentra desarmada, y al mismo tiempo iracunda, cuando se trae como testimonio aquel altar, aquella celebración y aquel sacerdote, herido por las mismas Llagas de Cristo, que firme hasta el día de su muerte, un 23 de septiembre de 1968, celebró el Santo Sacrificio del Altar en toda su integridad y pureza. Ni un cambio, ni una vacilación. Si queremos un ejemplo y un intercesor en los cielos, en nuestro duro combate, en él lo tenemos.
Las Llagas del Señor que marcan su virginal cuerpo nos gritan que Jesús es el único Salvador; fuera de Él no hay otra verdad, no hay otra vida, y sólo en su Sangre encontramos la remisión de nuestros pecados y la esperanza de eternidad para nuestras almas.
Impensable que el Padre Pío nos pudiese decir o enseñar que las otras religiones son también caminos de salvación, dignas de respeto y consideración pues en ellas sus seguidores o fieles adorarían o darían culto también –como nosotros– al único Dios, en una andadura que nos haría converger a todos en la plenitud final. Impensable. Dolorosamente impensable. El Padre Pío fue llagado en su cuerpo y en su alma porque el Señor lo escogió para que a través de él multitudes enteras llegaran al conocimiento de la Verdad, que es el Calvario, que es la Cruz, la Santa Iglesia, los Sacramentos, la Santa Misa, realidad sublime de nuestra Fe: Jesús, Alfa y Omega, Principio y Fin, Esperanza única de las Naciones.
Finalmente hay que decir que toda la predicación del Padre Pío fue de una pureza absoluta y radical, en fidelidad y sintonía plenas con la doctrina eterna de la Iglesia. Ninguna contemporización con las doctrinas perversas que han mancillado la presencia de la Iglesia en estos últimos decenios. Ejemplo de esto lo tenemos en las respuestas que dio el Padre al Presidente Segni, al doctor Gasparri, al democristiano Camppannelli o al presidente Leone de la Cámara de los diputados. Nunca, por nada del mundo, el Padre Pío prestó su aquiescencia a las doctrinas marxistas o a los postulados masónicos y liberales. Vivió, en el Gólgota, para Jesús. Abrió sus labios siempre en armonía perfecta con los preceptos del Señor y de la Iglesia. Cada día se ofrecía en unión mística y profunda, con sus llagas cruentas, en el Sacrificio incruento del Altar e inundó al mundo y a los hombres con el suave olor de su radiante y pura santidad.

No hay comentarios: