jueves, 19 de marzo de 2009

LAS PROFECÍAS DEL APOCALIPSIS –II

Los signos precursores. El tema del fin del mundo ha sido agitado desde el comienzo de la Iglesia. San Pablo había dado sobre este punto preciosas enseñanzas a los cristianos de Tesalónica; y como a pesar de sus instrucciones orales, los espíritus seguían inquietos por causa de predicciones y rumores sin fundamento, les dirige una carta muy grave para calmar esas inquietudes (II Tes. 2 1-7).
“Os rogamos, hermanos, por lo que atañe al advenimiento de Nuestro Señor Jesucristo y a nuestra reunión con El, que no os dejéis tan pronto impresionar, abandonando vuestro sentir, ni os alarméis, ni por visiones, ni por ciertos discursos, ni por cartas que se suponen enviadas por nosotros, como que sea inminente el día del Señor.
Que nadie os engañe de ninguna manera; porque antes ha de venir la apostasía, y se ha de manifestar el hombre del pecado, el hijo de la perdición... ¿No recordáis que, estando todavía con vosotros, os decía yo esto? Y ahora ya sabéis lo que le detiene, con el objeto de que no se manifieste sino a su tiempo. Porque el misterio de iniquidad está ya en acción; sólo falta que el que lo detiene ahora desaparezca de en medio.”
La apostasía. Así, el fin del mundo no llegará sin que antes se revele un hombre espantosamente malvado e impío, que San Pablo califica llamándolo el hombre del pecado, el hijo de la perdición. Y éste, a su vez, no se manifestará sino después de una apostasía general, y después de la desaparición de un obstáculo providencial sobre el que el Apóstol había instruido de viva voz a sus fieles.
¿De qué apostasía quiere hablar San Pablo? No se trata de una defección parcial; porque dice, de manera absoluta, la apostasía. No se lo puede entender, por desgracia, sino de la apostasía en masa de las sociedades cristianas, que social y civilmente renegarán de su bautismo; de la defección de estas naciones que Jesucristo, según la enérgica expresión de San Pablo, había hecho concorporales a su Iglesia (Ef. 3 6). Sólo esta apostasía hará posible la manifestación, y la dominación, del enemigo personal de Jesucristo, en una palabra, del Anticristo.
El rechazo de la fe. Nuestro Señor dijo: “Cuando viniere el Hijo del hombre, ¿os parece que hallará fe sobre la tierra?” (Lc. 18 8). El divino Maestro veía declinar la fe en el mundo llegado a su vejez. No es que los vientos del siglo puedan hacer vacilar esta llama inextinguible, sino que las sociedades, ebrias por el bienestar material, la rechazarán como importuna.
Al renegar de Jesucristo, es preciso que caiga, mal que le pese, en las garras de Satán, a quien tan justamente se llama príncipe de las tinieblas. No puede permanecer neutro; no puede crearse una independencia. Su apostasía lo pone directamente bajo el poder del diablo y de sus satélites.
Esta apostasía comenzó con Lutero y con Calvino. Es el punto de partida. Desde entonces ha recorrido un camino espantoso. Hoy esta apostasía tiende a consumarse. Toma el nombre de Revolución, que es la insurrección del hombre contra Dios y su Cristo. Tiene por fórmula el laicismo, que es la eliminación de Dios y de su Cristo.
Así vemos a las sociedades secretas, investidas del poder público, encarnizarse en descristianizar Francia, quitándole uno por uno todos los elementos sobrenaturales de que la habían impregnado quince siglos de fe. Estos sectarios sólo persiguen un fin: sellar la apostasía definitiva, y preparar el camino al hombre del pecado.
La obra de fe. Los cristianos deben reaccionar, con todas las energías de que disponen, contra esta obra abominable; y para eso han de hacer entrar a Jesucristo en la vida privada y pública, en las costumbres y en las leyes, en la educación y en la instrucción. Por desgracia, hace ya tiempo que reina una semiapostasía. ¿Cómo, por ejemplo, después de que la instrucción ha sido paganizada, poder formar otra cosa que semicristianos?
El obstáculo. El Apóstol habla, en términos enigmáticos para nosotros, de un obstáculo que se opone a la aparición del hombre de pecado: “Sólo falta que el que lo detiene ahora, dice, desaparezca de en medio”.
Por este obstáculo que detiene, los más antiguos Padres griegos y latinos entendieron casi unánimemente el imperio romano: Mientras subsista el imperio romano, el Anticristo no aparecerá. Este pensamiento de los antiguos debe entenderse con cierta amplitud.
Observemos que San Pablo, al anunciar a los fieles una apostasía, cuando la conversión del mundo apenas estaba esbozada, debió darles una panorámica de todo el futuro de la Iglesia. Les habrá anunciado que las naciones se convertirían, que se formarían sociedades cristianas, y que luego estas sociedades perderían la fe. Les mostraría sin duda que el imperio romano sería transformado, que un poder cristiano remplazaría al poder pagano, y que la autoridad de los Césares pasaría a manos bautizadas que se servirían de él para extender el reino de Jesucristo. Y por eso pudo añadir: Mientras dure este estado de cosas, estad tranquilos, el Anticristo no aparecerá. Éste es el sentido del Apóstol, entendido ampliamente.
Observemos, en fin, que los francmasones se oponen ante todo y sobre todo a la restauración del poder cristiano. Es lo que no debe suceder a ningún precio. [Y el Nuevo Orden Mundial ya no será el Reinado de Cristo, sino el sustento político del Reinado del Anticristo.]

El drama del fin de los tiempos - R.P. Emmanuel

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