El título de este breve artículo es el mismo de un libro de Hillaire Belloc que trata de todo el proceso histórico que lleva a la civilización occidental al estado terminal en el que se encuentra actualmente. Sin embargo, las ideas que expondremos están tomadas de los primeros capítulos del libro de don Rubén Calderón Bouchet “La ruptura del sistema religioso en el siglo XVI”. La intención, pues, de estas pocas líneas, es llamar la atención sobre el comienzo de ese proceso, que tuvo un lugar en la historia de la civilización cristiana, pero que tiene, quizás, un lugar renovado cada día en la historia personal de cada uno de nosotros.
Para considerar, pues, esa crisis histórica de la Cristiandad, siguiendo la exposición de don Calderón Bouchet, veremos primero cuáles son los elementos que dan lugar a una civilización; luego cuál es el cambio tan radical y decisivo que se opera en el Renacimiento y que da origen a este proceso histórico que llamamos revolución; y finalmente cuáles son las consecuencias, fruto de la “novedad renacentista”, en tres diferentes ámbitos principales de la actividad humana. Por último nos preguntaremos cómo esa crisis de la “historia grande” de la cristiandad se manifiesta en la “historia pequeña” del cristiano.
LOS ELEMENTOS DE UNA CIVILIZACIÓN. ¿Cuáles son los “ladrillos” con los cuales los hombres construyen la civilización en la que viven? Los elementos fundamentales de toda civilización se pueden considerar en dos ámbitos principales: por una parte están las exigencias orgánicas de la vida social, y por otra las actividades espirituales en el doble ámbito de los bienes del cuerpo y del alma. Tenemos, así, como elementos constitutivos de toda civilización: el matrimonio, el derecho de propiedad como fundamento económico de la familia, y el derecho sucesorio que provee a su continuidad; y junto con ellos las actividades relacionadas con la riqueza, la belleza, el bien y la verdad. Estos elementos, pues, forman parte de una civilización, pero no son los que le dan forma: son los materiales, sí, con los cuales los hombres construyen el edificio, pero no son el plano de dicho edificio, no son los que definen el orden del conjunto. Y es que la noción de civilización implica, además de dichos elementos, un orden y un principio fundamental en función del cual se determinan las relaciones de prioridad y posterioridad de los elementos antes mencionados. Y este principio fundamental, ordenador, es siempre de carácter religioso.
La pregunta, ahora, es: ¿cuál fue ese principio ordenador que dio forma a la civilización latina durante la Edad Media? Hay que afirmar, sin lugar a dudas, que ese principio ordenador fue la idea esjatológica del Reino de Dios. Esa idea central, esa realidad central, que ordenó los demás valores de la civilización, les confirió nueva fuerza, vitalidad y equilibrio. En palabras de Calderón Bouchet, “nuestra civilización nace cuando la Iglesia Católica, con su fuerte orientación esjatológica, asume todas las actividades rescatables del mundo grecorromano y les imprime el sello de su impulso trascendente.”
LA CRISIS RENACENTISTA. ¿Cuál es el cambio tan decisivo y fundamental que se opera en la “crisis” renacentista? El renacimiento definió un “nuevo orden” no tanto porque sustituyera los elementos que integraban la civilización cristiana, o porque aportara un nuevo elemento unificador, sino sobre todo porque desvinculó los antiguos elementos del principio ordenador que los unía y les daba vigor y vida. El Renacimiento es la muerte de la Cristiandad, porque es la separación de las actividades humanas de aquel principio que las anima, que les da dirección y sentido, es el “olvido” de la idea de esjatológica del Reino de Dios. Pero ese olvido marca el comienzo de un cambio, de un movimiento, que para ser entendido debe ser considerado a la luz de su término o fin: la secularización de la idea del Reino de Dios.
Secularizar es trasponer o transferir al mundo de lo profano, de lo temporal y opuesto a la eternidad, algo que es propio de lo sagrado, de lo eterno. Secularizar es, pues, convertir un bien propio del culto en una cosa de uso profano. Hay, empero, una gran diferencia entre secularizar un bien material, y otro de orden espiritual: un bien material, un edificio por ejemplo, puede ser reemplazado por otro, sin alterar su substancia, su naturaleza, ya que los objetos materiales son instrumentos a través de los cuales se manifiesta una realidad espiritual. Algo muy distinto sucede en la secularización de un bien espiritual, un dogma por ejemplo. En este caso, la secularización afecta la substancia misma del bien espiritual, lo desnaturaliza. Y como consecuencia de la corrupción de ese bien espiritual, se modifica también la relación del hombre con Dios, relación que se daba a través de, gracias a esa noción, gracias a esa realidad.
¿Qué implica, pues, la secularización de una verdad teológica? Implica dos graves corrupciones: no sólo la del orden sagrado, sino también la del orden profano. Evidentemente la desnaturalización de una verdad teológica degrada el orden de la revelación, pero también corrompe la realidad mundana al modificarla deformando su contenido. De este modo, en una perspectiva no solamente histórica, sino también individual, la secularización no constituye un fenómeno indiferente: es una pérdida real en la apreciación concreta del mundo, del hombre y de Dios. En otras palabras, y en el marco de un proceso histórico ya vivido, la revelación cristiana (que es la fuente de la salvación) entendida con mentalidad profana, es decir secularizada, se convierte en el fermento de esa corrupción total a la que se llama Revolución.
¿Cuáles son los efectos concretos de ese olvido del fin último esjatológico? En la primera etapa de este proceso de descomposición, de secularización del orden armónico que fue la civilización cristiana, en el Renacimiento, pues, hay elementos a destacar: la pérdida del sentido de la totalidad, un espíritu de liberación, el individualismo, un cambio en las preferencias valorativas, aspectos diversos de un único proceso de fragmentación del mundo y del hombre medieval.
TRES ASPECTOS DE ESA CRISIS. El hombre renacentista abandona el sentido de totalidad del universo y deja de considerarlo como un signo de realidades más elevadas. Se interesa más en el conocimiento de las leyes capaces de darle su dominio sobre ese universo que ya no contempla sino que pretende utilizar. Deja de elevar sus ojos a lo alto y mira solamente la vastedad del horizonte que se extiende ante él.
Para explorar ese mundo “nuevo” (que es nuevo no porque en sí haya cambiado, sino porque el hombre lo considera desde una perspectiva distinta) que se presenta ante él, no duda en abandonar los cánones con los cuales el sistema religioso guiaba y “limitaba” su actividad; rompe, pues, con las “viejas barreras”.
Y este desenfreno de explorar sin limitaciones la realidad, engendra naturalmente el cultivo de la individualidad. El genio renacentista lucha por “ir más allá”, por conquistar nuevos horizontes, y en ese camino que recorre solo, se separa de los demás.
Estos tres aspectos, si bien se manifiestan en todos los campos, encuentran esferas preferenciales de desarrollo. Ese desprecio del espíritu contemplativo, esa pérdida de visión de la totalidad, se aplica especialmente al campo de la ciencia, que conoce un nuevo auge, sí, pero que sobre todo comienza a desarrollarse no solamente con independencia, sino con “rebeldía” respecto de la Verdad revelada: ya no importa la Verdad absoluta, importan tan solo las verdades, aunque tan solo lo sean a medias.
En lo que se refiere a la liberación de las “ataduras” de la moral religiosa, el desarrollo de la política renacentista es un buen ejemplo: lo que importa es tan sólo conseguir y conservar el poder; la política debe estar al servicio del soberano. No sólo se olvida el Bien común trascendente, sino también el bien común inmanente a la sociedad.
Y las obras de arte, que antes callaban el nombre de su autor, pero cantaban la gloria de Dios, ahora son mudas. Ya no elevan tan alto las mentes de quienes las admiran. Los temas, en parte, siguen siendo religiosos, pero lo que importa ya no es la belleza espiritual, sino la corporal; los ojos se detienen en lo sensible, y la inteligencia en la creatura. Paradójicamente, bellezas que ocultan la Belleza.
Tres aspectos, que como “trascendentales” (verdad, bien y belleza), abarcan toda la realidad y resumen toda la actividad del hombre. Tres esferas que se desligan de su principio y fin. Y el hombre todo que queda librado a sí mismo, andando a tientas con su sola luz, buscando bienes que no llenan su apetito, yendo tras bellezas que afean su alma.
EL PECADO DEL RENACIMIENTO. En la “historia grande” de la Cristiandad, el Renacimiento marca el momento en que las diferentes fuerzas de la cultura crecen sin medida porque el hombre rompe el marco sapiencial que les brindaba la idea unificadora de un fin último esjatológico. Pero esta ruptura, este quiebre con el orden tradicional no es provocado por algún determinismo histórico, económico o de otra índole. La actitud del hombre renacentista es el fruto de una nueva preferencia valorativa, de una libre elección del espíritu. Los hombres del Renacimiento se han dejado engañar como Eva, y en sus corazones ya no vibra el “despreciar las cosas de este mundo y amar las celestiales”.
Quizás es el momento de preguntarnos, ¿cuál es el lugar que ocupa en la “historia pequeña” de nuestra vida la sabiduría con que nos quiere guiar la Iglesia? Como el hombre del Renacimiento, ¿preferimos aventurarnos al tempestuoso mar de cada día guiados por “nuestra” “sabiduría”? ¿Nos contentamos con “medias verdades”? ¿Nos conformamos con bienes que pasan? ¿Obramos como si fuéramos personas distintas cuando nos divertimos y cuando rezamos? ¿Podemos reconocer la huella de esa idea fundamental, unificadora, del Reino de Dios esjatológico en nuestras acciones de cada día? ¿Cómo transforma nuestras vidas esa realidad? ¿O será que hemos olvidado la lección que nos da la historia, maestra de vida?
Adán despreció la sabiduría divina al comer del fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal, y el hombre del Renacimiento despreció la sabiduría que la Iglesia le brindaba; quiso abrir los ojos a horizontes que creía ver con sus solas fuerzas, y los cerró a destinos más elevados que solo la Revelación le podía mostrar y alcanzar. Quiso obtener lo que no poseía, y para ello dejó de lado lo que tenía. Quiso enriquecerse y se empobreció. Quiso ser “como hombre”, y dejó de ser como Dios. ¿Y nosotros...?
Para considerar, pues, esa crisis histórica de la Cristiandad, siguiendo la exposición de don Calderón Bouchet, veremos primero cuáles son los elementos que dan lugar a una civilización; luego cuál es el cambio tan radical y decisivo que se opera en el Renacimiento y que da origen a este proceso histórico que llamamos revolución; y finalmente cuáles son las consecuencias, fruto de la “novedad renacentista”, en tres diferentes ámbitos principales de la actividad humana. Por último nos preguntaremos cómo esa crisis de la “historia grande” de la cristiandad se manifiesta en la “historia pequeña” del cristiano.
LOS ELEMENTOS DE UNA CIVILIZACIÓN. ¿Cuáles son los “ladrillos” con los cuales los hombres construyen la civilización en la que viven? Los elementos fundamentales de toda civilización se pueden considerar en dos ámbitos principales: por una parte están las exigencias orgánicas de la vida social, y por otra las actividades espirituales en el doble ámbito de los bienes del cuerpo y del alma. Tenemos, así, como elementos constitutivos de toda civilización: el matrimonio, el derecho de propiedad como fundamento económico de la familia, y el derecho sucesorio que provee a su continuidad; y junto con ellos las actividades relacionadas con la riqueza, la belleza, el bien y la verdad. Estos elementos, pues, forman parte de una civilización, pero no son los que le dan forma: son los materiales, sí, con los cuales los hombres construyen el edificio, pero no son el plano de dicho edificio, no son los que definen el orden del conjunto. Y es que la noción de civilización implica, además de dichos elementos, un orden y un principio fundamental en función del cual se determinan las relaciones de prioridad y posterioridad de los elementos antes mencionados. Y este principio fundamental, ordenador, es siempre de carácter religioso.
La pregunta, ahora, es: ¿cuál fue ese principio ordenador que dio forma a la civilización latina durante la Edad Media? Hay que afirmar, sin lugar a dudas, que ese principio ordenador fue la idea esjatológica del Reino de Dios. Esa idea central, esa realidad central, que ordenó los demás valores de la civilización, les confirió nueva fuerza, vitalidad y equilibrio. En palabras de Calderón Bouchet, “nuestra civilización nace cuando la Iglesia Católica, con su fuerte orientación esjatológica, asume todas las actividades rescatables del mundo grecorromano y les imprime el sello de su impulso trascendente.”
LA CRISIS RENACENTISTA. ¿Cuál es el cambio tan decisivo y fundamental que se opera en la “crisis” renacentista? El renacimiento definió un “nuevo orden” no tanto porque sustituyera los elementos que integraban la civilización cristiana, o porque aportara un nuevo elemento unificador, sino sobre todo porque desvinculó los antiguos elementos del principio ordenador que los unía y les daba vigor y vida. El Renacimiento es la muerte de la Cristiandad, porque es la separación de las actividades humanas de aquel principio que las anima, que les da dirección y sentido, es el “olvido” de la idea de esjatológica del Reino de Dios. Pero ese olvido marca el comienzo de un cambio, de un movimiento, que para ser entendido debe ser considerado a la luz de su término o fin: la secularización de la idea del Reino de Dios.
Secularizar es trasponer o transferir al mundo de lo profano, de lo temporal y opuesto a la eternidad, algo que es propio de lo sagrado, de lo eterno. Secularizar es, pues, convertir un bien propio del culto en una cosa de uso profano. Hay, empero, una gran diferencia entre secularizar un bien material, y otro de orden espiritual: un bien material, un edificio por ejemplo, puede ser reemplazado por otro, sin alterar su substancia, su naturaleza, ya que los objetos materiales son instrumentos a través de los cuales se manifiesta una realidad espiritual. Algo muy distinto sucede en la secularización de un bien espiritual, un dogma por ejemplo. En este caso, la secularización afecta la substancia misma del bien espiritual, lo desnaturaliza. Y como consecuencia de la corrupción de ese bien espiritual, se modifica también la relación del hombre con Dios, relación que se daba a través de, gracias a esa noción, gracias a esa realidad.
¿Qué implica, pues, la secularización de una verdad teológica? Implica dos graves corrupciones: no sólo la del orden sagrado, sino también la del orden profano. Evidentemente la desnaturalización de una verdad teológica degrada el orden de la revelación, pero también corrompe la realidad mundana al modificarla deformando su contenido. De este modo, en una perspectiva no solamente histórica, sino también individual, la secularización no constituye un fenómeno indiferente: es una pérdida real en la apreciación concreta del mundo, del hombre y de Dios. En otras palabras, y en el marco de un proceso histórico ya vivido, la revelación cristiana (que es la fuente de la salvación) entendida con mentalidad profana, es decir secularizada, se convierte en el fermento de esa corrupción total a la que se llama Revolución.
¿Cuáles son los efectos concretos de ese olvido del fin último esjatológico? En la primera etapa de este proceso de descomposición, de secularización del orden armónico que fue la civilización cristiana, en el Renacimiento, pues, hay elementos a destacar: la pérdida del sentido de la totalidad, un espíritu de liberación, el individualismo, un cambio en las preferencias valorativas, aspectos diversos de un único proceso de fragmentación del mundo y del hombre medieval.
TRES ASPECTOS DE ESA CRISIS. El hombre renacentista abandona el sentido de totalidad del universo y deja de considerarlo como un signo de realidades más elevadas. Se interesa más en el conocimiento de las leyes capaces de darle su dominio sobre ese universo que ya no contempla sino que pretende utilizar. Deja de elevar sus ojos a lo alto y mira solamente la vastedad del horizonte que se extiende ante él.
Para explorar ese mundo “nuevo” (que es nuevo no porque en sí haya cambiado, sino porque el hombre lo considera desde una perspectiva distinta) que se presenta ante él, no duda en abandonar los cánones con los cuales el sistema religioso guiaba y “limitaba” su actividad; rompe, pues, con las “viejas barreras”.
Y este desenfreno de explorar sin limitaciones la realidad, engendra naturalmente el cultivo de la individualidad. El genio renacentista lucha por “ir más allá”, por conquistar nuevos horizontes, y en ese camino que recorre solo, se separa de los demás.
Estos tres aspectos, si bien se manifiestan en todos los campos, encuentran esferas preferenciales de desarrollo. Ese desprecio del espíritu contemplativo, esa pérdida de visión de la totalidad, se aplica especialmente al campo de la ciencia, que conoce un nuevo auge, sí, pero que sobre todo comienza a desarrollarse no solamente con independencia, sino con “rebeldía” respecto de la Verdad revelada: ya no importa la Verdad absoluta, importan tan solo las verdades, aunque tan solo lo sean a medias.
En lo que se refiere a la liberación de las “ataduras” de la moral religiosa, el desarrollo de la política renacentista es un buen ejemplo: lo que importa es tan sólo conseguir y conservar el poder; la política debe estar al servicio del soberano. No sólo se olvida el Bien común trascendente, sino también el bien común inmanente a la sociedad.
Y las obras de arte, que antes callaban el nombre de su autor, pero cantaban la gloria de Dios, ahora son mudas. Ya no elevan tan alto las mentes de quienes las admiran. Los temas, en parte, siguen siendo religiosos, pero lo que importa ya no es la belleza espiritual, sino la corporal; los ojos se detienen en lo sensible, y la inteligencia en la creatura. Paradójicamente, bellezas que ocultan la Belleza.
Tres aspectos, que como “trascendentales” (verdad, bien y belleza), abarcan toda la realidad y resumen toda la actividad del hombre. Tres esferas que se desligan de su principio y fin. Y el hombre todo que queda librado a sí mismo, andando a tientas con su sola luz, buscando bienes que no llenan su apetito, yendo tras bellezas que afean su alma.
EL PECADO DEL RENACIMIENTO. En la “historia grande” de la Cristiandad, el Renacimiento marca el momento en que las diferentes fuerzas de la cultura crecen sin medida porque el hombre rompe el marco sapiencial que les brindaba la idea unificadora de un fin último esjatológico. Pero esta ruptura, este quiebre con el orden tradicional no es provocado por algún determinismo histórico, económico o de otra índole. La actitud del hombre renacentista es el fruto de una nueva preferencia valorativa, de una libre elección del espíritu. Los hombres del Renacimiento se han dejado engañar como Eva, y en sus corazones ya no vibra el “despreciar las cosas de este mundo y amar las celestiales”.
Quizás es el momento de preguntarnos, ¿cuál es el lugar que ocupa en la “historia pequeña” de nuestra vida la sabiduría con que nos quiere guiar la Iglesia? Como el hombre del Renacimiento, ¿preferimos aventurarnos al tempestuoso mar de cada día guiados por “nuestra” “sabiduría”? ¿Nos contentamos con “medias verdades”? ¿Nos conformamos con bienes que pasan? ¿Obramos como si fuéramos personas distintas cuando nos divertimos y cuando rezamos? ¿Podemos reconocer la huella de esa idea fundamental, unificadora, del Reino de Dios esjatológico en nuestras acciones de cada día? ¿Cómo transforma nuestras vidas esa realidad? ¿O será que hemos olvidado la lección que nos da la historia, maestra de vida?
Adán despreció la sabiduría divina al comer del fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal, y el hombre del Renacimiento despreció la sabiduría que la Iglesia le brindaba; quiso abrir los ojos a horizontes que creía ver con sus solas fuerzas, y los cerró a destinos más elevados que solo la Revelación le podía mostrar y alcanzar. Quiso obtener lo que no poseía, y para ello dejó de lado lo que tenía. Quiso enriquecerse y se empobreció. Quiso ser “como hombre”, y dejó de ser como Dios. ¿Y nosotros...?
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