miércoles, 18 de marzo de 2009

LA PERFECCIÓN DEL AMOR - II

¡Cuán inconsecuentes somos! Decimos siempre: Quiero quedarme a los pies de nuestro Señor, pues soy indigno de subir más arriba. ¡Cómo! ¿A los pies de nuestro Señor? ¡Si es el puesto de la Virgen santísima! ¿Os tenéis por dignos de tanto? No pongáis tanto los ojos en aquello a que tengáis derecho ni en lo que merecéis; antes decid siempre: No he hecho lo bastante; debo amar más; he de ir siempre amando más y más. Nadie acá abajo merece ser amado por sí mismo y para sí mismo, sino tan sólo por el divino reflejo que en sí lleva. Mas Dios es nuestro supremo fin y merece que se le ame por sí mismo, pues es la santidad, el amor increado e infinito. Conocedle más y más, progresad continuamente en su amor, que nunca llegaréis a amarle cuanto merece. Un alma de oración crece siempre en amor, por lo mismo que comprende lo que es Dios: llega hasta amarle por medio del mismo Jesucristo, que inspira su amor y lo reviste de sus infinitos méritos; llega a amarle con amor en alguna manera infinito, que no podrá recompensarse dignamente sino con un infinito y eterno premio, pues es el mismo Jesús quien en ella ama.
Amad, por consiguiente; dad siempre, sin temor alguno a que deis demasiado. No pone nuestro Señor límites al amor que aconseja a sus amigos: "Amadme como me ha amado mi Padre y como yo mismo os amo; morad y vivid en el infinito amor con que amo a mi Padre." Amemos, por consiguiente, a Dios por Él mismo, a causa de sus excelencias y porque lo merece, y sea éste el motivo que encauce y domine nuestra vida.
Para lograrlo, haced en primer lugar todo para su gloria; rendidle homenaje con todo lo que de bueno haya en vosotros u os proporcionéis por vuestras acciones. ¿Que para qué este sacrificio? Pues para dar gracias a la divina bondad, para glorificar el amor de Dios. Volved a menudo con gratitud sobre esta bondad: dadle gracias y alabadle; exaltadle, no tanto por lo que un día os ha de dar, cuanto por lo bueno, santo y feliz que es en sí mismo, y también porque os da conocer su bondad y felicidad y porque tiene a bien manifestarse a vosotros.
Sea, en segundo lugar, su voluntad la regla soberana de todo vuestro obrar. En todo lo que ocurra, decid sin titubeos ni temores: Así lo quiere Dios y yo también. Su voluntad es la expresión de la bondad que me tiene. Cumplid todos vuestros deberes conforme a este pensamiento. ¿Que por qué querrá Dios esto más bien que aquello? Es cosa que no me inquieta. Sería una falta de confianza y de respeto el preguntárselo. ¿No es acaso la misma bondad y sabiduría? ¿Por ventura no quiere mi bien y su gloria? ¿Puede haber algo imprevisto para Él? Querer conocer los motivos de la voluntad divina es, en último resultado, obedecer a la voluntad propia. Sabéis que Dios quiere una cosa; eso basta lo demás no os concierne. Pero es difícil. ¿Qué importa? Dios todo lo vale.
Tal es la obediencia que debemos a nuestro Padre; se obedece únicamente porque Dios es nuestro dueño. Así obró nuestro Señor durante toda su vida. "Ya está acabada la obra que me habéis encomendado. No puedo hacer ni decir nada si no es por orden de mi Padre." No bajó sino porque fue enviado por su Padre y para hacer en todo, libremente y por amor, su santa voluntad.
¿Cómo conocer la voluntad de Dios? Primeramente por los deberes que habéis de cumplir, por vuestros deberes de estado, sean cuales fueren. Cuando el deber nada diga, en el tiempo libre, hasta lo que sea del gusto de Dios podréis hacer si amáis de veras. Quiero amar a Dios más que a mí misma, dice el alma amante. Dos cosas me conducen a Dios: la una me cuesta más, pero también agrada más a Dios, y ésta debo hacer. Nada de incertidumbres ni de titubeos: de antemano y en todo quiero lo que mayor gusto de a Dios. El estar mirando a lo que se da arguye no tener espíritu de familia: Dios ama al que da con alegría. Puro amor propio es el que os mueve si hacéis lo que a vosotros os gusta más y menos os cuesta.
En realidad nada hay que cueste al corazón amante. Cuando os cuesta dar algo a Dios no lo deis, que mucho más vale no darlo que darlo de mala gana. Claro que no hablo del hombre carnal, que siempre anda quejumbroso y no puede menos de quejarse; como le quitáis todo y le crucificáis, natural es que grite; dejadle gritar. Mas la voluntad superior, el hombre espiritual, debe dar sin que le pese. Es indudable que en la vida natural se hacen muchos sacrificios costosos, y se hacen sin lamentarse a quien los pide: bien merece Dios que obremos con él con igual generosidad.
San Pedro Julián de Eymard

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