Monseñor Tissier de Mallerais, uno de los miembros más antiguos de la FSSPX, consagrado Obispo en 1988 por Mons. Lefebvre, nos propone en esta entrevista útiles reflexiones sobre la divina constitución de la Iglesia y su crisis actual.
Monseñor, la perspectiva de ser consagrado obispo sin el consentimiento del Papa, y aun contra la voluntad explícita de éste, ¿no le embargó de espanto?
Mis sentimientos no importan: que yo experimentara temor y espanto, o bien duda y titubeo, o, por el contrario, alegría y entusiasmo, es secundario; diré, a lo sumo, que la “operación supervivencia” me tranquilizó tocante al destino de la Tradición de la Iglesia.
Admitimos que silencie usted sus sentimientos, pero díganos entonces cuáles fueron sus pensamientos.
En primer lugar estaba seguro de que con tal consagración, aun realizada contra la voluntad del Papa, ni Mons. Lefebvre, ni mis compañeros, ni yo mismo provocábamos un cisma, dado que Monseñor no pretendía atribuirnos jurisdicción alguna, ni deseaba asignarnos un rebaño determinado: “El mero hecho de consagrar a un obispo (contra la voluntad del Papa) no es un acto cismático en sí”, declarará unos días más tarde el cardenal Castillo Lara (1), y el padre Patrick Valdrini (2) explicó también: “No es la consagración de un obispo (contra la voluntad del Papa) lo que crea un cisma (...), lo que consuma un cisma es conferir seguidamente a dicho obispo una misión apostólica”.
Pero ¿no le confirió Mons. Lefebvre una misión apostólica?
Mons. Lefebvre nos dijo: “Sois obispos para la Iglesia, para la Fraternidad (Sacerdotal San Pío X): administraréis el sacramento de la confirmación y conferiréis las sagradas órdenes; predicaréis la fe”. Eso es todo. No nos dijo: “Os confiero estos poderes”. Sólo nos indicó qué papel desempeñaríamos. La jurisdicción que no nos dio, que no podía darnos, y que el Papa se negó a otorgarnos, es la Iglesia la que nos la da, en razón de la situación de necesidad de los fieles. Se trata de una jurisdicción supletoria, de la misma naturaleza que la concedida a los sacerdotes por el derecho canónico en otros casos de necesidad; por ejemplo, la jurisdicción para absolver válidamente en el sacramento de la penitencia en el caso de error común o de duda positiva y probable, de derecho o de hecho, sobre la jurisdicción del sacerdote (canon 209): en tales casos, la Iglesia tiene la costumbre de suplir la jurisdicción que podría faltarle al ministro: “Ecclesia supplet”.
Por consiguiente, al recibir el episcopado en tales circunstancias y al ejercerlo a continuación, ¿estaba usted cierto de que no usurpaba jurisdicción alguna?
Ninguna jurisdicción ordinaria, sí. Nuestra jurisdicción es extraordinaria y supletoria. No se ejerce sobre un territorio determinado, sino sobre las personas que la necesitan, caso por caso: confirmación, seminaristas de la Fraternidad o candidatos al sacerdocio de las obras tradicionales amigas.
Así que, ¿no creó un cisma la consagración que recibió usted, Monseñor?
No, de ninguna manera. Pero se discutía un asunto más delicado desde 1983, cuando Mons. Lefebvre, frente al nuevo derecho canónico publicado por Juan Pablo II, comenzó a pensar seriamente en consagrar uno o varios obispos: ¿serían legítimos tales obispos, no reconocidos por el Papa? ¿Gozarían de la “sucesión apostólica formal”? ¿Serían, en fin, obispos católicos?
Y ese, según usted, ¿es un asunto más delicado?
Sí, porque atañe también a la divina constitución de la Iglesia, tal y como lo enseña toda la Tradición: no puede haber obispo legítimo sin el Papa, sin la aprobación –implícita, al menos- del Papa, jefe por derecho divino del cuerpo episcopal. Entonces la respuesta es menos evidente, o mejor dicho, no es evidente en absoluto... a menos que se suponga...
Pero, con todo, Monseñor, usted no es sedevacantista, ¿verdad?
No, en efecto. Pero hay que reconocer que si pudiéramos afirmar que, por causa de herejía, de cisma o de algún impedimento secreto de elección, el Papa no fuera realmente papa, si pudiésemos emitir tal juicio, sería evidente la respuesta al delicado asunto de nuestra legitimidad. El problema, por decirlo así, estriba en que ni Mons. Lefebvre, ni mis compañeros, ni yo mismo éramos ni somos sedevacantistas.
No obstante, Mons. Lefebvre albergaba muchísimas reservas sobre la situación de los Papas Pablo VI y Juan Pablo II.
Exactamente. Mons. Lefebvre, desde 1976, a propósito de Pablo VI, y más tarde a propósito de Juan Pablo II, tras lo de Asís en 1986, dijo más de una vez: “No descarto que estos Papas no hayan sido Papas; la Iglesia deberá examinar un día, necesariamente, su situación; tal vez se pronunciará al respecto un próximo Pontífice, con sus cardenales, juzgando que estos Papas no lo hayan sido; pero yo prefiero considerarlos como Papas”. Lo que supone que Mons. Lefebvre no se sentía con los elementos suficientes, ni con el poder requerido para emitir tal juicio. Es capital decir esto.
La lógica abrupta de un padre Guérard des Lauriers le hacía concluir así: “El Papa ha promulgado una herejía (con la libertad religiosa); luego es un hereje; luego no es Papa formalmente”. Pero la sabiduría de Mons. Lefebvre le hacía sentir, por el contrario, que las premisas de dicho razonamiento eran tan frágiles como la autoridad que lo formulaba, aunque fuese la de un teólogo o incluso la de un obispo.
Entonces, ¿cómo salió Mons. Lefebvre del dilema? O consagrar... (Pero ¿y si el Papa es Papa?) O el Papa no es Papa... (¡Pero no soy capaz de decidirlo!)
Mons. Lefebvre dejó abierta la cuestión teológica. Nuestro difunto y venerado compañero, el sacerdote Aloïs Kocher, decía entonces: “¡Dejemos esta cuestión a los teólogos del siglo XXI!” Nuestro fundador atacó el problema desde más arriba, y al mismo tiempo lo resolvió de la manera más concreta posible. He aquí la marca de la intuición sobrenatural que era la suya, y de la acción en él del don de sabiduría, don del Espíritu Santo.
¿Quiere usted decir que Mons. Lefebvre recibió una iluminación divina para efectuar dichas consagraciones?
En absoluto. Pero él tenía una compresión superior de la crisis del papado. No olvide que el que fue durante diez años delegado apostólico en Africa, amigo y confidente del Papa Pío XII, fiel discípulo de los papas Pío IX, León XIII, San Pío X y Pío XI, poseedor de un conocimiento perfecto de la Roma católica de siempre, penetró mejor que nadie el misterio de iniquidad que se desarrollaba en Roma desde el Vaticano II: el misterio de la ocupación de la sede de Pedro por una ideología foránea, anticristiana, con su negación práctica de la realeza y, por tanto, de la divinidad de Nuestro Señor Jesucristo.
No eche en olvido que la libertad religiosa es eso; que Asís en 1986 es, como lo dijo magníficamente Mons. de Castro Mayer en 1988, “el reconocimiento de la divinidad del paganismo”; que el ecumenismo no es más que la búsqueda de un universalismo más vasto que el de la Iglesia Católica: otras tantas blasfemias execrables que Mons. Lefebvre, por su fe concretísima y su unión constante con Nuestro Señor Jesucristo, sintió en lo más vivo de su propia carne, como dirigidas directamente contra Nuestro Señor.
Entonces, ante tal misterio, no quiso resolverlo, sino que tomó la decisión práctica que las necesidades del rebaño de los fieles habían hecho necesaria, y que se justificaba por la existencia del susodicho misterio, el misterio de las tinieblas.
Pero, ¿y las promesas hechas a Pedro de que las puertas del infierno no prevalecerían contra la Iglesia, por estar fundada ésta en la fe de Pedro?
Mons. Lefebvre creía con toda su alma en esta verdad de fe. Más, ¿en qué medida no se la podía conciliar, a pesar de todo, con una deficiencia grave del Papa en su predicación de la fe, deficiencia que resultaba evidente? Mons. Lefebvre respondía: “¡Los hechos hablan por sí mismos!”
En la víspera de las consagraciones, ¿no evocó Mons. Lefebvre ante los cuatro obispos tan gravísimo problema y la sabia solución que adoptaba?
Solución de una sabiduría altísima, profundísima, y al mismo tiempo tan concreta, tan práctica: sí, es cosa que confunde a nuestros espíritus limitados... ¡Pues bien! No, en la víspera de las consagraciones nos dio sencillamente pequeños consejos, muy prácticos, sobre la manera de predicar, el empleo de la mitra, la paciencia respecto a los maestros de ceremonias. Ya lo ve, ¡práctico-práctico!
Pero si quiere una exposición breve, concentrada, del juicio de sabiduría de que hablamos, se hace menester recurrir a un escrito de marzo de 1984. Todo está dicho en él, con una gravedad, una profundidad, una fuerza notables. Cito textualmente: “La situación del Papado actual vuelve caducas las dificultades de jurisdicción, de desobediencia y de apostolicidad, porque tales nociones suponen un Papa católico en su fe, en su gobierno. Sin entrar en las consecuencias del papa herético, cismático, inexistente, que arrastran a discusiones teóricas sin fin, ¿no podemos y no debemos afirmar hoy, en conciencia, tras la promulgación del nuevo derecho, claro afirmador de la nueva Iglesia, y tras los actos y las escandalosas declaraciones concernientes a Lutero, que el Papa Juan Pablo II no es católico? No decimos más, pero tampoco menos. Habíamos esperado hasta que se colmara la medida: ya lo está”.
He aquí un juicio terrible, aplastante. ¿Cómo atreverse a decir eso? ¿Quién puede decirlo?
¡Sólo Mons. Lefebvre podía proferir tal juicio! Era también el único que tenía la autoridad moral para decidir: “Consagro”. No había otro. Así, no fueron mis propias luces las que me movieron a aceptar la consagración, ¡mi consagración, compréndalo bien! “Sólo Mons. Lefebvre pudo decidir dicha consagración; sólo él recibió la gracia para decidirla. A nosotros se nos dio la gracia para seguirlo”. Con estas palabras, sencillísimas, bellísimas, de uno de mis compañeros de la Hermandad, son con las que debo concluir: representan mi convicción más íntima, mi certeza más sólida, de que voy por el buen camino.
Y cuando Roma haya vuelto a ser Roma, nosotros, los cuatro obispos, con Mons. Rangel, o nuestros sucesores, depositaremos nuestro episcopado entre las manos de Pedro para que se digne confirmarlo, Deo volente (si Dios quiere), y para que haga con él lo que bien le parezca: tal era nuestra disposición el 30 de junio de 1988; tal sigue siendo nuestra resolución, nuestra confianza, nuestro abandono.
Entretanto, ¡continuaremos el combate de la fe!
(1) Presidente de la Comisión Pontificia para la interpretación auténtica de los textos legislativos; entrevista concedida al periódico La Repubblica, 10 de julio de 1988.
(2) Decano de la facultad de derecho canónico del Instituto Católico de París; entrevista aparecida en Valeurs actuelles, 4 de julio de 1988.
Monseñor, la perspectiva de ser consagrado obispo sin el consentimiento del Papa, y aun contra la voluntad explícita de éste, ¿no le embargó de espanto?
Mis sentimientos no importan: que yo experimentara temor y espanto, o bien duda y titubeo, o, por el contrario, alegría y entusiasmo, es secundario; diré, a lo sumo, que la “operación supervivencia” me tranquilizó tocante al destino de la Tradición de la Iglesia.
Admitimos que silencie usted sus sentimientos, pero díganos entonces cuáles fueron sus pensamientos.
En primer lugar estaba seguro de que con tal consagración, aun realizada contra la voluntad del Papa, ni Mons. Lefebvre, ni mis compañeros, ni yo mismo provocábamos un cisma, dado que Monseñor no pretendía atribuirnos jurisdicción alguna, ni deseaba asignarnos un rebaño determinado: “El mero hecho de consagrar a un obispo (contra la voluntad del Papa) no es un acto cismático en sí”, declarará unos días más tarde el cardenal Castillo Lara (1), y el padre Patrick Valdrini (2) explicó también: “No es la consagración de un obispo (contra la voluntad del Papa) lo que crea un cisma (...), lo que consuma un cisma es conferir seguidamente a dicho obispo una misión apostólica”.
Pero ¿no le confirió Mons. Lefebvre una misión apostólica?
Mons. Lefebvre nos dijo: “Sois obispos para la Iglesia, para la Fraternidad (Sacerdotal San Pío X): administraréis el sacramento de la confirmación y conferiréis las sagradas órdenes; predicaréis la fe”. Eso es todo. No nos dijo: “Os confiero estos poderes”. Sólo nos indicó qué papel desempeñaríamos. La jurisdicción que no nos dio, que no podía darnos, y que el Papa se negó a otorgarnos, es la Iglesia la que nos la da, en razón de la situación de necesidad de los fieles. Se trata de una jurisdicción supletoria, de la misma naturaleza que la concedida a los sacerdotes por el derecho canónico en otros casos de necesidad; por ejemplo, la jurisdicción para absolver válidamente en el sacramento de la penitencia en el caso de error común o de duda positiva y probable, de derecho o de hecho, sobre la jurisdicción del sacerdote (canon 209): en tales casos, la Iglesia tiene la costumbre de suplir la jurisdicción que podría faltarle al ministro: “Ecclesia supplet”.
Por consiguiente, al recibir el episcopado en tales circunstancias y al ejercerlo a continuación, ¿estaba usted cierto de que no usurpaba jurisdicción alguna?
Ninguna jurisdicción ordinaria, sí. Nuestra jurisdicción es extraordinaria y supletoria. No se ejerce sobre un territorio determinado, sino sobre las personas que la necesitan, caso por caso: confirmación, seminaristas de la Fraternidad o candidatos al sacerdocio de las obras tradicionales amigas.
Así que, ¿no creó un cisma la consagración que recibió usted, Monseñor?
No, de ninguna manera. Pero se discutía un asunto más delicado desde 1983, cuando Mons. Lefebvre, frente al nuevo derecho canónico publicado por Juan Pablo II, comenzó a pensar seriamente en consagrar uno o varios obispos: ¿serían legítimos tales obispos, no reconocidos por el Papa? ¿Gozarían de la “sucesión apostólica formal”? ¿Serían, en fin, obispos católicos?
Y ese, según usted, ¿es un asunto más delicado?
Sí, porque atañe también a la divina constitución de la Iglesia, tal y como lo enseña toda la Tradición: no puede haber obispo legítimo sin el Papa, sin la aprobación –implícita, al menos- del Papa, jefe por derecho divino del cuerpo episcopal. Entonces la respuesta es menos evidente, o mejor dicho, no es evidente en absoluto... a menos que se suponga...
Pero, con todo, Monseñor, usted no es sedevacantista, ¿verdad?
No, en efecto. Pero hay que reconocer que si pudiéramos afirmar que, por causa de herejía, de cisma o de algún impedimento secreto de elección, el Papa no fuera realmente papa, si pudiésemos emitir tal juicio, sería evidente la respuesta al delicado asunto de nuestra legitimidad. El problema, por decirlo así, estriba en que ni Mons. Lefebvre, ni mis compañeros, ni yo mismo éramos ni somos sedevacantistas.
No obstante, Mons. Lefebvre albergaba muchísimas reservas sobre la situación de los Papas Pablo VI y Juan Pablo II.
Exactamente. Mons. Lefebvre, desde 1976, a propósito de Pablo VI, y más tarde a propósito de Juan Pablo II, tras lo de Asís en 1986, dijo más de una vez: “No descarto que estos Papas no hayan sido Papas; la Iglesia deberá examinar un día, necesariamente, su situación; tal vez se pronunciará al respecto un próximo Pontífice, con sus cardenales, juzgando que estos Papas no lo hayan sido; pero yo prefiero considerarlos como Papas”. Lo que supone que Mons. Lefebvre no se sentía con los elementos suficientes, ni con el poder requerido para emitir tal juicio. Es capital decir esto.
La lógica abrupta de un padre Guérard des Lauriers le hacía concluir así: “El Papa ha promulgado una herejía (con la libertad religiosa); luego es un hereje; luego no es Papa formalmente”. Pero la sabiduría de Mons. Lefebvre le hacía sentir, por el contrario, que las premisas de dicho razonamiento eran tan frágiles como la autoridad que lo formulaba, aunque fuese la de un teólogo o incluso la de un obispo.
Entonces, ¿cómo salió Mons. Lefebvre del dilema? O consagrar... (Pero ¿y si el Papa es Papa?) O el Papa no es Papa... (¡Pero no soy capaz de decidirlo!)
Mons. Lefebvre dejó abierta la cuestión teológica. Nuestro difunto y venerado compañero, el sacerdote Aloïs Kocher, decía entonces: “¡Dejemos esta cuestión a los teólogos del siglo XXI!” Nuestro fundador atacó el problema desde más arriba, y al mismo tiempo lo resolvió de la manera más concreta posible. He aquí la marca de la intuición sobrenatural que era la suya, y de la acción en él del don de sabiduría, don del Espíritu Santo.
¿Quiere usted decir que Mons. Lefebvre recibió una iluminación divina para efectuar dichas consagraciones?
En absoluto. Pero él tenía una compresión superior de la crisis del papado. No olvide que el que fue durante diez años delegado apostólico en Africa, amigo y confidente del Papa Pío XII, fiel discípulo de los papas Pío IX, León XIII, San Pío X y Pío XI, poseedor de un conocimiento perfecto de la Roma católica de siempre, penetró mejor que nadie el misterio de iniquidad que se desarrollaba en Roma desde el Vaticano II: el misterio de la ocupación de la sede de Pedro por una ideología foránea, anticristiana, con su negación práctica de la realeza y, por tanto, de la divinidad de Nuestro Señor Jesucristo.
No eche en olvido que la libertad religiosa es eso; que Asís en 1986 es, como lo dijo magníficamente Mons. de Castro Mayer en 1988, “el reconocimiento de la divinidad del paganismo”; que el ecumenismo no es más que la búsqueda de un universalismo más vasto que el de la Iglesia Católica: otras tantas blasfemias execrables que Mons. Lefebvre, por su fe concretísima y su unión constante con Nuestro Señor Jesucristo, sintió en lo más vivo de su propia carne, como dirigidas directamente contra Nuestro Señor.
Entonces, ante tal misterio, no quiso resolverlo, sino que tomó la decisión práctica que las necesidades del rebaño de los fieles habían hecho necesaria, y que se justificaba por la existencia del susodicho misterio, el misterio de las tinieblas.
Pero, ¿y las promesas hechas a Pedro de que las puertas del infierno no prevalecerían contra la Iglesia, por estar fundada ésta en la fe de Pedro?
Mons. Lefebvre creía con toda su alma en esta verdad de fe. Más, ¿en qué medida no se la podía conciliar, a pesar de todo, con una deficiencia grave del Papa en su predicación de la fe, deficiencia que resultaba evidente? Mons. Lefebvre respondía: “¡Los hechos hablan por sí mismos!”
En la víspera de las consagraciones, ¿no evocó Mons. Lefebvre ante los cuatro obispos tan gravísimo problema y la sabia solución que adoptaba?
Solución de una sabiduría altísima, profundísima, y al mismo tiempo tan concreta, tan práctica: sí, es cosa que confunde a nuestros espíritus limitados... ¡Pues bien! No, en la víspera de las consagraciones nos dio sencillamente pequeños consejos, muy prácticos, sobre la manera de predicar, el empleo de la mitra, la paciencia respecto a los maestros de ceremonias. Ya lo ve, ¡práctico-práctico!
Pero si quiere una exposición breve, concentrada, del juicio de sabiduría de que hablamos, se hace menester recurrir a un escrito de marzo de 1984. Todo está dicho en él, con una gravedad, una profundidad, una fuerza notables. Cito textualmente: “La situación del Papado actual vuelve caducas las dificultades de jurisdicción, de desobediencia y de apostolicidad, porque tales nociones suponen un Papa católico en su fe, en su gobierno. Sin entrar en las consecuencias del papa herético, cismático, inexistente, que arrastran a discusiones teóricas sin fin, ¿no podemos y no debemos afirmar hoy, en conciencia, tras la promulgación del nuevo derecho, claro afirmador de la nueva Iglesia, y tras los actos y las escandalosas declaraciones concernientes a Lutero, que el Papa Juan Pablo II no es católico? No decimos más, pero tampoco menos. Habíamos esperado hasta que se colmara la medida: ya lo está”.
He aquí un juicio terrible, aplastante. ¿Cómo atreverse a decir eso? ¿Quién puede decirlo?
¡Sólo Mons. Lefebvre podía proferir tal juicio! Era también el único que tenía la autoridad moral para decidir: “Consagro”. No había otro. Así, no fueron mis propias luces las que me movieron a aceptar la consagración, ¡mi consagración, compréndalo bien! “Sólo Mons. Lefebvre pudo decidir dicha consagración; sólo él recibió la gracia para decidirla. A nosotros se nos dio la gracia para seguirlo”. Con estas palabras, sencillísimas, bellísimas, de uno de mis compañeros de la Hermandad, son con las que debo concluir: representan mi convicción más íntima, mi certeza más sólida, de que voy por el buen camino.
Y cuando Roma haya vuelto a ser Roma, nosotros, los cuatro obispos, con Mons. Rangel, o nuestros sucesores, depositaremos nuestro episcopado entre las manos de Pedro para que se digne confirmarlo, Deo volente (si Dios quiere), y para que haga con él lo que bien le parezca: tal era nuestra disposición el 30 de junio de 1988; tal sigue siendo nuestra resolución, nuestra confianza, nuestro abandono.
Entretanto, ¡continuaremos el combate de la fe!
(1) Presidente de la Comisión Pontificia para la interpretación auténtica de los textos legislativos; entrevista concedida al periódico La Repubblica, 10 de julio de 1988.
(2) Decano de la facultad de derecho canónico del Instituto Católico de París; entrevista aparecida en Valeurs actuelles, 4 de julio de 1988.
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