"Pide prestado –dijo Eliseo a una pobre viuda– y toma muchas jarras vacías y llénalas de aceite." Para recibir la gracia de Dios en nuestros corazones, es necesario tenerlos vacíos de nuestra propia gloria. La humildad ahuyenta a Satanás, y por esto, todos los santos, y particularmente Jesús y su Madre, siempre han honrado y amado esta virtud más que ninguna otra entre todas las virtudes morales.
La alcurnia de familia, el favor de los magnates y la popularidad, son cosas que no están en nosotros, sino en nuestros antepasados. Algunos se muestran orgullosos y arrogantes, porque cabalgan sobre un bravo corcel, o porque llevan un penacho de plumas en su sombrero, o porque visten lujosamente; pero ¿quién no ve que esto es una locura? Porque, si en estas cosas hay gloria, ésta pertenece al caballo, al ave o al sastre; y ¡qué poca cosa es basar la estima en un caballo, unas plumas o unos adornos!
Otros presumen por unos bigotes muy afilados, por una barba bien cortada, por unos cabellos ondulados, porque tienen las manos finas, porque saben bailar, jugar y cantar; pero ¿no es pobreza de carácter el querer aumentar el propio valer y acrecentar la propia reputación con cosas tan frívolas y vanas? Otros, por un poco de ciencia que poseen, quieren ser honrados y respetados de todos, como si todos hubiesen de ir a su escuela y tenerlos por maestros; por esto los llaman pedantes. Otros se pavonean a causa de su hermosura, y creen que todo el mundo les hace la corte. Todo esto es extremadamente vano, necio e impertinente, y la gloria, que estas cosas tan frívolas reportan, se llama vana, estúpida, frívola.
El bien verdadero es como el verdadero bálsamo; el bálsamo se prueba echándolo al agua; si va al fondo y queda debajo, señal es de que es más fino y de más precio. Para conocer si un hombre es de verdad prudente, sabio, generoso, noble, se ha de ver si estas virtudes tienden a la humildad, a la modestia y a la sumisión, porque entonces son verdaderos bienes; pero si son causa de orgullo serán bienes sólo en apariencia.
Las perlas que se forman o se crían en medio de los vientos y del ruido de los truenos sólo tienen la corteza de perlas y están vacías de substancia; así también las virtudes y las buenas cualidades de los hombres, forjadas y alimentadas en la soberbia y en la vanidad, no tienen sino una apariencia de bien y carecen de substancia, de meollo y de solidez.
Los honores, los puestos y las dignidades son como el azafrán, que crece mejor y más abundante, cuanto es más pisoteado. Cuando el hombre se contempla a sí mismo pierde el honor de la belleza; la hermosura, para que tenga gracia, no ha de ser valorada; la ciencia nos deshonra cuando nos hincha y cuando degenera en pedantería. Si somos exigentes en lo que se refiere a los puestos, a las procedencias, a los títulos, además de exponer nuestras cualidades al examen de todo el mundo, las envilecemos y las hacemos despreciables, porque el honor, que es una gran cosa cuando es recibido como un don, degenera cuando es exigido, buscado o mendigado.
Cuando el pavo real se hincha para verse, y levanta sus hermosas plumas, se eriza, y muestra por todas partes lo que tiene de deforme y más feo; las flores plantadas en tierra son bellas, pero se marchitan si son manoseadas. Y así como aquellos que huelen la planta llamada mandrágora de lejos y como de paso perciben mucha suavidad, pero si la huelen de cerca y durante mucho rato se adormecen y enferman, así los honores comunican un dulce consuelo al que los huele a distancia y a la ligera, sin entretenerse ni pararse en ello; pero los que se aficionan y se recrean en ellos son dignos de censura.
El deseo y el amor a la virtud comienza a hacernos virtuosos; pero el deseo y el amor de los honores comienza a hacernos despreciables. Los espíritus nobles no se entretienen en estas pequeñeces de procedencias, de honores, de reverencias; tienen otras cosas en qué ocuparse; esto es propio de espíritus frívolos. El que puede tener perlas no se carga de caracolas, y los que aspiran a la virtud no se desviven por los honores.
Claro está que todos pueden permanecer en su puesto sin faltar a la humildad; pero esto se ha de hacer sin inquietud ni exigencias. Tal como los que vienen del Perú, además de oro y plata traen monos y papagayos, porque son baratos y no pesan mucho en la nave; asimismo los que aspiran a la virtud, han de mantenerse en la posición y en los honores que les corresponden, con tal que esto no sea a costa de demasiados cuidados y atenciones, ni nos llene de turbaciones o inquietudes, ni sea causa de disensiones o riñas. No hablo de aquellos cuya dignidad es pública, ni de ciertas circunstancias particulares de las que pueden seguirse notables consecuencias, porque, en esto, es necesario que cada uno conserve lo que le pertenece, pero con una prudencia y discreción hermanada con la caridad y la cortesía.
La alcurnia de familia, el favor de los magnates y la popularidad, son cosas que no están en nosotros, sino en nuestros antepasados. Algunos se muestran orgullosos y arrogantes, porque cabalgan sobre un bravo corcel, o porque llevan un penacho de plumas en su sombrero, o porque visten lujosamente; pero ¿quién no ve que esto es una locura? Porque, si en estas cosas hay gloria, ésta pertenece al caballo, al ave o al sastre; y ¡qué poca cosa es basar la estima en un caballo, unas plumas o unos adornos!
Otros presumen por unos bigotes muy afilados, por una barba bien cortada, por unos cabellos ondulados, porque tienen las manos finas, porque saben bailar, jugar y cantar; pero ¿no es pobreza de carácter el querer aumentar el propio valer y acrecentar la propia reputación con cosas tan frívolas y vanas? Otros, por un poco de ciencia que poseen, quieren ser honrados y respetados de todos, como si todos hubiesen de ir a su escuela y tenerlos por maestros; por esto los llaman pedantes. Otros se pavonean a causa de su hermosura, y creen que todo el mundo les hace la corte. Todo esto es extremadamente vano, necio e impertinente, y la gloria, que estas cosas tan frívolas reportan, se llama vana, estúpida, frívola.
El bien verdadero es como el verdadero bálsamo; el bálsamo se prueba echándolo al agua; si va al fondo y queda debajo, señal es de que es más fino y de más precio. Para conocer si un hombre es de verdad prudente, sabio, generoso, noble, se ha de ver si estas virtudes tienden a la humildad, a la modestia y a la sumisión, porque entonces son verdaderos bienes; pero si son causa de orgullo serán bienes sólo en apariencia.
Las perlas que se forman o se crían en medio de los vientos y del ruido de los truenos sólo tienen la corteza de perlas y están vacías de substancia; así también las virtudes y las buenas cualidades de los hombres, forjadas y alimentadas en la soberbia y en la vanidad, no tienen sino una apariencia de bien y carecen de substancia, de meollo y de solidez.
Los honores, los puestos y las dignidades son como el azafrán, que crece mejor y más abundante, cuanto es más pisoteado. Cuando el hombre se contempla a sí mismo pierde el honor de la belleza; la hermosura, para que tenga gracia, no ha de ser valorada; la ciencia nos deshonra cuando nos hincha y cuando degenera en pedantería. Si somos exigentes en lo que se refiere a los puestos, a las procedencias, a los títulos, además de exponer nuestras cualidades al examen de todo el mundo, las envilecemos y las hacemos despreciables, porque el honor, que es una gran cosa cuando es recibido como un don, degenera cuando es exigido, buscado o mendigado.
Cuando el pavo real se hincha para verse, y levanta sus hermosas plumas, se eriza, y muestra por todas partes lo que tiene de deforme y más feo; las flores plantadas en tierra son bellas, pero se marchitan si son manoseadas. Y así como aquellos que huelen la planta llamada mandrágora de lejos y como de paso perciben mucha suavidad, pero si la huelen de cerca y durante mucho rato se adormecen y enferman, así los honores comunican un dulce consuelo al que los huele a distancia y a la ligera, sin entretenerse ni pararse en ello; pero los que se aficionan y se recrean en ellos son dignos de censura.
El deseo y el amor a la virtud comienza a hacernos virtuosos; pero el deseo y el amor de los honores comienza a hacernos despreciables. Los espíritus nobles no se entretienen en estas pequeñeces de procedencias, de honores, de reverencias; tienen otras cosas en qué ocuparse; esto es propio de espíritus frívolos. El que puede tener perlas no se carga de caracolas, y los que aspiran a la virtud no se desviven por los honores.
Claro está que todos pueden permanecer en su puesto sin faltar a la humildad; pero esto se ha de hacer sin inquietud ni exigencias. Tal como los que vienen del Perú, además de oro y plata traen monos y papagayos, porque son baratos y no pesan mucho en la nave; asimismo los que aspiran a la virtud, han de mantenerse en la posición y en los honores que les corresponden, con tal que esto no sea a costa de demasiados cuidados y atenciones, ni nos llene de turbaciones o inquietudes, ni sea causa de disensiones o riñas. No hablo de aquellos cuya dignidad es pública, ni de ciertas circunstancias particulares de las que pueden seguirse notables consecuencias, porque, en esto, es necesario que cada uno conserve lo que le pertenece, pero con una prudencia y discreción hermanada con la caridad y la cortesía.
San Francisco de Sales
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