viernes, 20 de marzo de 2009

LA TOLERANCIA: VIRTUD PELIGROSA – II

Sin embargo, no paremos aquí. Tengamos el coraje de decir la verdad entera. El hombre moderno tiene horror al sacrificio. Le es antipático todo cuanto exige de la voluntad el esfuerzo de decir «no» a los sentidos. El freno de un principio moral le parece odioso. La lucha diaria contra las pasiones le parece una tortura china. Y por esto, no es sólo con relación a los divorciados que el hombre moderno, incluso aquel dotado de buenos principios, es exageradamente complaciente.
Hay legiones de padres y profesores que por esto mismo son indulgentes en exceso con sus hijos y alumnos. Y el estribillo es siempre el mismo: «pobrecito»… pobrecito por que tiene pereza; recibe mal las advertencias de los mayores; come dulces a escondidas; frecuenta malas compañías; va a malos cines, etc. Y porque es «pobrecito», raras veces recibe el beneficio de un castigo severo. A donde conduce tal educación, no es necesario decirlo. Los frutos ahí están. Son millares, millones los desastres morales ocasionados por una tolerancia excesiva. «Quien escatima la vara, odia a su hijo, quien le tiene amor, le castiga», enseña la Escritura (Prov.13, 24). ¿Pero hoy día quién quiere hacer caso a esto?
Esta tolerancia se apoya, es claro, en toda especie de pretextos. Se exagera el riesgo de una acción enérgica. Se acentúa demasiado la posibilidad de que las cosas se arreglen por sí mismas. Se cierran los ojos para los peligros de la impunidad.
En realidad, todo esto se evitaría si la persona que está en la alternativa tolerar o no tolerar fuese capaz de desconfiar humildemente de sí.
¿Tengo simpatías ocultas con relación a este mal? ¿Tengo miedo a la lucha que la intolerancia traería? ¿Tengo pereza de los esfuerzos que una actitud intolerante me impondría? ¿Tengo ventajas personales de cualquier naturaleza en una actitud conformista?
Sólo después de un tal examen de conciencia, una persona podrá enfrentar la dura alternativa tolerar o no tolerar. Pues sin ese examen nadie podrá estar seguro de tomar con relación a sí mismo los cuidados necesarios a fin de no pecar por exceso de tolerancia.
UN CONSEJO APROPIADO. De modo general, hay un consejo muy propio para los que se encuentran en esta alternativa. Todo hombre tiene tendencias malas que son particularmente enraizadas. Uno es apático, otro violento, otro ambicioso, otro escéptico, etc. Siempre que la tolerancia nos exija la victoria sobre la mala tendencia que fuere más profunda en nosotros, no debemos tener mucho temor a pecar por exceso de tolerancia. Pero siempre que ésta lisonjee nuestras malas inclinaciones, pongamos atención pues el riesgo es grave.
Así, si somos apáticos, no es probable que pequemos por demasiada tolerancia hacia un amigo que nos incita a la acción: nada más viscoso, escurridizo o colérico que el perezoso contrariado en su modorra.
Si somos irascibles, no corremos mucho riesgo de exagerar la tolerancia hacia los que nos injurian. Si somos sensuales, es improbable que nos mostremos excesivamente rigurosos en materia de modas. Y si tenemos espíritu servil con relación a la opinión pública, difícilmente nos excederemos en invectivas contra los errores de nuestro siglo.
Otro excelente consejo para no pecar por exceso de tolerancia consiste en temer mucho más una debilidad nuestra en este punto, cuando están en juego derechos de terceros, que cuando se trata de los nuestros.
Habitualmente, somos mucho más «comprensivos» cuando los otros están en causa. Perdonamos más fácilmente al ladrón que robó al vecino, que al que asaltó nuestra propia casa. Y somos más propensos a recomendar el olvido de las injurias que a practicar este acto de fortaleza.
Y en este punto no perdamos de vista el hecho doloroso que, siguiendo los primeros impulsos de nuestro egoísmo, Dios sería muchas veces para nosotros un tercero.
Así, estamos mucho más inclinados a aceptar una ofensa hecha a la Iglesia que una injuria a nosotros; a soportar la lesión de un derecho de Dios, que un interés nuestro. En general este es el estado de espíritu de los católicos híper tolerantes.
Su lenguaje es imaginativo, blando, sentimental. Solo saben argumentar -si es que a esto se puede llamar argumento- con el corazón. Con relación a los enemigos de la Iglesia, son llenos de ilusiones, atenciones, obsequios y caricias.
CUIDADO. Este híper tolerante está en el auge de una crisis de intolerancia. Todas las violencias, todas las injusticias, todas las unilateralidades pueden ser temidas de su parte. Es que su tolerancia de fachada solo existía cuando estaban en juego valores insípidos y secundarios como la ortodoxia, la pureza de la fe, los derechos de la Santa Iglesia. Pero cuando su persona entra en escena, todo cambia y helo aquí dispuesto a precipitar en el infierno a quien lo hiera aunque sea levemente, con indignación análoga a la que San Miguel tuvo contra el demonio: «¿Quién como yo? ».

Catolicismo N° 78, Junio de 1957

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