Se va extendiendo entre los católicos «bienpensantes» y «bieninstalados» la idea de que todos los concilios del pasado produjeron inicialmente una ola de malestar, desquiciamiento y protestas que terminó en cada caso cuando sus novedades fueron comprendidas, «encajadas», asimiladas. Se trata con ello de justificar como normal el inmenso desorden que en la fe y las costumbres ha producido el último Concilio Vaticano II, concilio que, por lo demás, cuenta ya con bastante más de un cuarto de siglo de andadura.
Nada más inexacto que esa idea exculpatoria. El Concilio de Trento, por ejemplo, no produjo malestar ni protesta mas que entre los clérigos relajados o fuera de orden, entre los que abusaban de su poder o eludían sus obligaciones. Para el pueblo y el clero fieles fue una fuente de orden y de armonía, celebrada inmediatamente como una verdadera reforma y autodisciplina de la Iglesia. Siempre que en su tiempo se invocó el Concilio de Trento fue para precisar un dogma, para combatir una herejía o para acabar con un relajamiento disciplinar.
No sucede desgraciadamente lo mismo con el Vaticano II, que siempre que se involucra es para amparar un relajamiento de conductas o para difuminar un dogma. Y esto hasta haberse hecho estereotipada la respuesta que recibe en la Iglesia de hoy cualquier intento de reducir a disciplina o de cortar fantasías heretizantes de teólogos «al día». La contestación que recibe un superior de un convento o un obispo que pretenda llamar al orden a un subordinado es siempre ésta: «Usted, padre, no sabe que ha habido un Concilio. Continúa usted con una mentalidad preconciliar». Esto lo sabe perfectamente cualquiera que ejerza hoy una autoridad dentro de la Iglesia.
Por lo general los que así responden a la admonición no serían capaces de documentar en el Concilio su defensa, porque no se saben su letra. Pero les suena su música: aggiornamento, mundo moderno, colegialidad, humanismo, libertad de conciencia, Iglesia en marcha o en búsqueda, etc... El Concilio o el «espíritu del Concilio» se ha convertido así en la coartada universal para todo desorden disciplinar y toda desviación doctrinal.
Dos son las ideas-madre que han promovido en el Concilio y desde el Concilio la inmensa delicuescencia eclesiástica que sufrimos, y que repercute trágicamente en todo el ámbito de la sociedad.
La primera es la de un ecumenismo sin conversión ni retorno a la única y verdadera fe. Reconociendo «valores religiosos» en todas las religiones e incluso en la «sana laicidad» del hombre moderno, se promueve una hipotética convergencia, por desarrollo o maduración de todas las creencias, hacia una suprarreligión universal de la que el cristianismo sería su heraldo o prefiguración. Es, con las debidas cautelas ambiguas, el evolucionismo sincretista de Teilhard de Chardin.
La segunda es la de una nueva sociedad humana sin fundamentación religiosa, sobre un status jurídico laico, que abraza así como propia a la democracia liberal moderna. Es, sin cautela alguna, la democracia cristiana de Maritain, consagrada en la Declaración Dignitatis Humanae.
De uno y otro error, mil veces condenados por la Iglesia de siempre, derivan todas las demás consecuencias que vemos ante nuestra mirada. Y las que vendrán, si Dios no apresura su remedio.
Nada más inexacto que esa idea exculpatoria. El Concilio de Trento, por ejemplo, no produjo malestar ni protesta mas que entre los clérigos relajados o fuera de orden, entre los que abusaban de su poder o eludían sus obligaciones. Para el pueblo y el clero fieles fue una fuente de orden y de armonía, celebrada inmediatamente como una verdadera reforma y autodisciplina de la Iglesia. Siempre que en su tiempo se invocó el Concilio de Trento fue para precisar un dogma, para combatir una herejía o para acabar con un relajamiento disciplinar.
No sucede desgraciadamente lo mismo con el Vaticano II, que siempre que se involucra es para amparar un relajamiento de conductas o para difuminar un dogma. Y esto hasta haberse hecho estereotipada la respuesta que recibe en la Iglesia de hoy cualquier intento de reducir a disciplina o de cortar fantasías heretizantes de teólogos «al día». La contestación que recibe un superior de un convento o un obispo que pretenda llamar al orden a un subordinado es siempre ésta: «Usted, padre, no sabe que ha habido un Concilio. Continúa usted con una mentalidad preconciliar». Esto lo sabe perfectamente cualquiera que ejerza hoy una autoridad dentro de la Iglesia.
Por lo general los que así responden a la admonición no serían capaces de documentar en el Concilio su defensa, porque no se saben su letra. Pero les suena su música: aggiornamento, mundo moderno, colegialidad, humanismo, libertad de conciencia, Iglesia en marcha o en búsqueda, etc... El Concilio o el «espíritu del Concilio» se ha convertido así en la coartada universal para todo desorden disciplinar y toda desviación doctrinal.
Dos son las ideas-madre que han promovido en el Concilio y desde el Concilio la inmensa delicuescencia eclesiástica que sufrimos, y que repercute trágicamente en todo el ámbito de la sociedad.
La primera es la de un ecumenismo sin conversión ni retorno a la única y verdadera fe. Reconociendo «valores religiosos» en todas las religiones e incluso en la «sana laicidad» del hombre moderno, se promueve una hipotética convergencia, por desarrollo o maduración de todas las creencias, hacia una suprarreligión universal de la que el cristianismo sería su heraldo o prefiguración. Es, con las debidas cautelas ambiguas, el evolucionismo sincretista de Teilhard de Chardin.
La segunda es la de una nueva sociedad humana sin fundamentación religiosa, sobre un status jurídico laico, que abraza así como propia a la democracia liberal moderna. Es, sin cautela alguna, la democracia cristiana de Maritain, consagrada en la Declaración Dignitatis Humanae.
De uno y otro error, mil veces condenados por la Iglesia de siempre, derivan todas las demás consecuencias que vemos ante nuestra mirada. Y las que vendrán, si Dios no apresura su remedio.
Rafael Gambra
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