martes, 17 de marzo de 2009

SERMÓN DE MONS. BERNARD FELLAY

Fiesta de la Purificación, 2006, Flavigny – parte final
Cuando se habla del Templo (donde tuvo lugar la Purificación de la Santísima Virgen) uno piensa en la Iglesia, y quisiéramos hoy exponer brevemente la situación en la que nos encontramos.
En realidad no hay nada muy especial, nada nuevo, sino una agitación que indica que el demonio se agita, esta vez más fuertemente que de costumbre. Los sacerdotes, que conocen el discernimiento de espíritus, saben bien que todo pensamiento que introduce la duda, la inquietud, la desconfianza, no viene de Dios. Precisamente, el espíritu del demonio insufla esta agitación frenética que recorre ciertos medios hoy y que trata de inquietar, de arrojar la desconfianza entre los fieles, entre los sacerdotes queriendo hacer creer que el Superior General esta haciendo transacciones secretas para, se dice, ir antes de Pascua a firmar u obtener una administración apostólica.
¡No hay nada cierto, son palabras vacías! La única cosa verdadera después de la audiencia que tuvimos con Benedicto XVI en el mes de agosto es que no encontramos con el Cardenal Castrillón Hoyos el 15 de noviembre pasado. Expusimos una vez más todas nuestras reservas, nuestras expectativas para con Roma diciéndole: “Escuche, la vida católica normal no es posible en la Iglesia de hoy. Desde el Concilio, eso se ha vuelto imposible... ¿Ud. quiere acuerdos? Nosotros no estamos opuestos a ello, pero antes hay que hacerlos posibles. Y como queremos absolutamente permanecer católicos, es necesario que esa vida católica se haga posible de nuevo. Eso quiere decir, antes que nada, reprimir los abusos, condenarlos; eso significa toda una serie de actos, “retomar las riendas” de la Iglesia. Eso significa también actos positivos: reintroducir esta vida de la fe católica, con todas sus exigencias. Eso quiere decir devolver su libertad a la Misa que pondrá a la Iglesia sobre sus rieles, que centrará de nuevo a la Iglesia sobre Nuestro Señor Jesucristo.”.
A continuación le dijimos: “Verificamos que Roma acepta que hay una crisis en la Iglesia”. Actualmente esto ya no es más negado en Roma, y podríamos decir que los hombres serios en Roma están presos del pánico por la situación de la Iglesia, incluso si en ciertos discursos dicen lo contrario. Estamos absolutamente seguros de ello porque lo hemos escuchado de su propia boca, y están muy inquietos por esta situación, el Papa primero que todos. Sin embargo el problema radica en que no estamos de acuerdo sobre las causas de esta crisis. La jerarquía en Roma quiere atribuir esta crisis al mal que agita al mun-do. ¡El mundo es el culpable de que las cosas vayan mal en la Iglesia!
Entonces, expusimos al Cardenal Castrillón el contenido de la carta de Mons. Lefebvre dirigida al Cardenal Ottaviani, un año des-pués del Concilio. Mostramos, comentando esa carta, como Monseñor describía admirablemente las consecuencias del Concilio sin hablar de abusos, sin hablar de desviación, sino como el Concilio – tal cual su-cedió – conducía a la crisis que vivimos. Ese texto, escrito en 1966, es hoy actual en todos sus puntos. Esta visión de Monseñor es admirable precisamente sobre la situación de la Iglesia, sobre el Concilio. Insisti-mos marcadamente diciendo: “ La falta viene del Concilio. Pero eso no quiere decir que todos los errores que se encuentran hoy en la Igle-sia vienen del Concilio. Eso quiere decir que el Concilio ha juntado esos errores y los ha introducido en las venas de la Iglesia”. Y conti-nué diciendo: “Si Uds. Quieren salir de esta crisis – olviden por un instante la Fraternidad –, ¡ocúpense de resolver esta crisis! Una vez resuelta la crisis, la Fraternidad no será más un problema para Uds.”
Después de esas largas discusiones el Cardenal dijo: “Yo advierto que todo lo que Ud. expone no lo coloca fuera de la Iglesia, Ud. está, pues, dentro de la Iglesia”. Y continuó diciendo: “Le pido que escriba al Papa para solicitarle que levante las excomuniones”. Desde enton-ces hemos quedado ahí, pues evidentemente no vamos a pedir que se levante algo que no reconocemos. Siempre nos hemos negado a reco-nocer la validez de esas excomuniones, no podemos, pues, pedir que se levante algo que no existe. Y aún antes que hacer eso, hemos pedi-do, por supuesto, el retiro del decreto de excomunión, su anulación; pero incluso decir “anular” quiere decir que se reconoce algo. Es una de las condiciones previas que habíamos establecido. Y, por primera vez, Roma parece tomar este camino, que le habíamos propuesto en el año 2000.
Sin embargo, antes de dar ese paso, nos es necesario tratar de com-prender por qué de repente Roma nos pide eso, adónde quiere ir, y cuál es el fin que persigue con ese cambio de táctica. Es bastante claro que Roma, el Papa, querría arreglar los asuntos de la Fraternidad, si puedo hablar así, y en sus perspectivas, rápidamente. Por nuestra par-te, siempre hemos insistido en decir que ante de un arreglo práctico era necesario eliminar los principios que, por una parte, son los que han engendrado esta crisis, y que, por otra, nos destruirían si los acep-táramos. De este modo, no podemos aceptarlos de ninguna manera. Y hoy estamos en este punto. Pedimos, exigimos a Roma examinar esos principios mortíferos en la Iglesia para eliminarlos, para rechazarlos: ese liberalismo, ese modernismo que entraron en la Iglesia y que verdaderamente matan la vida cristiana, que se manifiestan en la colegialidad, en el ecumenismo, en la libertad religiosa, en ese con-cepto avalado hoy por Benedicto XVI incluso, repetido cuántas veces, del estado laico.
El Papa, en su discurso del 22 de diciembre, nos dice que regresan-do a ese estado laico la iglesia regresa al Evangelio, ¡y sin embargo el Evangelio nos dice lo contrario! El Evangelio dice: “Es necesario que Él reine”. San Pablo expone admirablemente que toda autoridad viene de Dios, ¡toda autoridad! Y que si debemos someternos a los gober-nantes civiles es porque son los lugartenientes de Dios. De Dios reci-ben estos gobernantes su autoridad sobre las almas, y deben responder a Dios, a Nuestro Señor Jesucristo, por su manera de ejercer la auto-ridad, que se trate de Nerón, Hitler, Gorbatchev, Chirac, todos los que Uds. quieran, todos, en el momento de su muerte aparecen frente a Nuestro Señor Jesucristo para rendir cuentas de la manera como ejer-cieron el poder porque Nuestro Señor es su rey. Que se trate de paga-nos o de católicos, es lo mismo: ¡Nuestro Señor es el rey de todos!
Basta con considerar con un poco más de detalle la influencia que tiene la sociedad en la cual los hombres viven. ¡Qué influencia tiene la sociedad civil sobre sus vidas! Es tan evidente que una sociedad civil impregnada de las leyes de Dios ayudará al alma a alcanzar su salva-ción, ¡y lo contrario es igual de evidente! Esa sociedad civil en cual la vida de cada hombre se desarrolla cotidianamente tiene necesariamen-te una influencia sobre su vida. Para nosotros es evidente que la so-ciedad civil debe estar en armonía con la sociedad de la Iglesia y, por tanto, que los principios, las leyes que dirigen, que organizan la vida humana deben estar impregnados hasta la médula de la ley de Dios, del Decálogo. Aunque el fin de esta sociedad civil sea solamente temporal, no hay contradicción entre las dos, debe haber necesaria-mente armonía entre ellas. Eso es evidente para nosotros. ¡Y bien!, nos atrevemos a decir que para el Papa actual, parece que el estado laico es una evidencia, un axioma, – eso forma parte de eso que son los principios que no se demuestran. De allí un inmenso problema, un punto de tropiezo con las autoridades romanas que se puede resumir en una palabra: el Concilio, y que se percibe muy claramente en la cuestión de la libertad religiosa.
Y bien, mis queridos hermanos, hay que continuar. Continuamos muy simplemente, serenamente ese camino tan bien señalado por nuestro fundador, Mons. Lefebvre, y eso es todo. Sabemos que la Iglesia tiene las promesas de la infalibilidad, las puertas del infierno no prevalecerán jamás contra ella. Ella superará un día esta crisis. Nosotros debemos poner toda nuestra energía, cada uno en su lugar evidentemente, para trabajar en la superación de esta crisis, y por tanto necesariamente tendremos relaciones con Roma. Es un error sostener que no hay que discutir con ellos. Se espera de ello que un día sean católicos, ¿y se pretendería no discutir con ellos? San Pablo, hablando de los paganos, decía: “¿Cómo se convertirán si no escuchan la fe, si nadie les recuerda los principios?” ¿Acaso se quiere inventar o exigir un milagro continuo de Nuestro Señor? Eso puede suceder, pe-ro el camino habitual de Dios es utilizar las causas segundas para lle-gar a las almas. Una vez más, sin querer asignarnos un rol espectacu-lar o extraordinario, estamos en las circunstancias de la historia en las que Dios nos ha establecido, donde debemos cumplir nuestro deber de estado de sacerdote, de obispo, cada uno en su lugar, tratando de obte-ner el mayor bien de esas autoridades que ciertamente están todavía en tinieblas.
¡Recemos! Pidamos a Dios que esta luz que nosotros reconocemos en Nuestro Señor brille de nuevo en la Iglesia. Tengamos verdeadera-mente un corazón de apóstol. Dios insistió ante los apóstoles para decir que esa luz no fuera puesta debajo del celemín. Ella debe alum-brar, hay que tener en el corazón ese deseo de convertir las almas. Si Dios nos ha dado a nosotros esta gracia de ver bien claro, ¡y bien!, es un pecado guardarla para sí. Debemos tener en el fondo del corazón ese deseo de ganar todas las almas – claro está según los designios de Dios –, pero hay que trabajar para tener un corazón grande como el corazón de Nuestro Señor. Es nuestro modelo. Cada día el sacerdote, en la Misa, celebra un sacrificio de un valor infinito, de un poder, se puede decir, universal. Las gracias de la Misa alcanzan al mundo ente-ro, a toda la Iglesia. Sería ridículo ver un sacerdote que, al mismo tiempo que realiza ese acto tan inmenso, redujera su corazón a algo pequeño. Ciertamente tendrá intenciones particulares, pero debe conservar esas intenciones inmensas que él mismo pronuncia al comienzo del Canon: reza por toda la Iglesia; en el ofertorio reza por todos los fieles del mundo entero. Conservemos ese espíritu, y pidamos todos los días que crezca en nosotros, y pongámoslo en práctica todos los días, evidentemente con prudencia, siempre bajo la luz de Nuestro Señor, de la divina Providencia.
Confiemos, pues, todas estas intenciones, intenciones de nuestros jóvenes seminaristas, las grandes intenciones de la Iglesia a Nuestra Señora en este día. Que ella nos proteja, que nos presente a Dios siempre más purificados como se pide en la colecta, para que agradando a Dios cada día más, obtengamos, por nuestra cooperación con su gracia, el santificarnos y el santificar a los demás. Amén.

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