Nuestra secreta indulgencia hacia nosotros mismos, es realmente un veneno que secretamente nos contamina y nos conduce hasta las puertas de la muerte. Como a Narciso, nos gusta contemplarnos a nosotros mismos en la reflexión de nuestra propia excelencia, que ejerce en nosotros una fascinación sin igual. Esta extraña contemplación de nuestras propias cualidades nos conduce a caer en una autocomplacencia sutil que contamina nuestros actos más puros y esteriliza nuestros mejores deseos.
¿Acaso orgullo? ¡Por supuesto! ¿Quién puede negarlo? Es el origen de todos nuestros males y es como el soplo de Satán que exhala su pestilente aliento en nuestras almas. No contentos con haber pecado, y de esta forma levantándonos contra la majestad de Dios, rechazamos reconocer nuestra culpabilidad y luchar contra nuestros pecados. A los ojos de Dios, tal reacción es más perjudicial incluso que nuestra falta, porque mientras la debilidad humana puede explicar la caída, nada - excepto un acto de locura puede justificar nuestra negativa de confesarla. Es locura, de hecho, el negar lo que es obvio. Orgullosamente abrazamos tal aberración, que es incapaz de disfrazar nuestra profunda pobreza y, en última instancia, sólo revela la torpeza de nuestra alma.
Esta herida que llevamos profundamente dentro de nuestro ser y que intentamos tan desesperadamente ocultar, explica porqué reaccionamos tan frecuentemente con vehemencia y prontitud contra todo aquello que riñe con la alta estima que tenemos de nosotros mismos. Nuestra mórbida sobre sensibilidad es solamente una pantalla detrás de la cual deseamos esconder la verdad de nuestra propia mediocridad. ¡Qué defensa tan pobre! ¡Pensamos en la protección y no hacemos sino reconocer nuestra debilidad! Fácilmente nos ofendemos y decimos palabras llenas de animosidad bajo pretexto engañoso de “vengar” nuestro honor y, al hacer esto, caemos siempre en ridículo. No debemos cegarnos, sino reconocer nuestra indigencia congénita y destruir todas nuestras ilusiones de orgullo riéndonos de ellas, de esta forma curamos nuestra inclinación a la mórbida introspección.
Pero la risa solamente es prueba de una buena disposición; no es bastante para terminar con esta gangrena. Debemos utilizar remedios sobre naturales y darnos vuelta radicalmente hacia el Señor para curar, desde sus raíces más profundas, el mal que nos corroe terriblemente. Nuestra principal arma sigue siendo el recurrir a Dios, elevando nuestras almas en un rezo de ardiente súplica. La gracia en sí nos permitirá derrotar al enemigo que se infiltra en lo más íntimo de nuestras almas. Debemos pedir insistente e incansablemente esta gracia; el mal está tan arraigado en nosotros que no puede ser suprimido por ningún otro medio. “Rezad, mis niños, que mi Hijo se deja conmover por vuestra oración” dijo Nuestra Señora en su aparición en Pontmain. Sigamos este consejo maternal, reconozcamos nuestra debilidad y pobreza: solamente Dios mismo puede curar nuestras purulentas heridas, causadas por la saturación de nuestra sobre-sensibilidad, y purificar la fuente de nuestras intenciones. Esta cura espiritual es una gracia, fruto de la oración.
Para curarnos, Nuestro Señor Jesucristo utiliza medios que son proporcionales al grado del mal sufrido y contradice nuestra naturaleza corrompida con dolorosas pero benéficas humillaciones. Sin la ayuda de la oración, por la fuerza y la luz que nos da, no podríamos llevar esta oprobiosa carga en nuestras confundidas almas y nos perderíamos en el laberinto de nuestro orgullo. La humillación es una medicina divina que requiere la participación de aquel que sufre su golpe. Nadie puede enorgullecerse por tener la fuerza y luces suficientes para soportar solo la carga que lleva sobre sus hombros y asociarse a la dolorosa y redentora Cruz de Nuestro Señor Jesucristo. La contemplación de la dolorosa Pasión de Cristo nos imbuye en esta hermosa parte del misterio de Nuestra Redención. Incorporadas al Cristo Doloroso, las astillas de nuestras humillaciones se convierten en las del árbol santo.
Que Nuestra Señora, espejo puro de la simplicidad divina, nos ayude a emprender este combate esencial contra las los ataques de nuestra sobre sensibilidad. La humildad es condición para nuestra fidelidad a las enseñanzas de la Cruz. También es necesaria para la supervivencia de la Tradición, que sufre por las consecuencias de nuestras enconadas susceptibilidades, de este orgullo oculto que destruye todo a su paso.
Por la gracia de Dios, somos los herederos de la fe de nuestros padres. Seamos también los herederos de sus virtudes cristianas y llevemos dentro de nuestras almas este sello particular de la humildad que derrota a diablo y nos libra de caer en infierno.
¿Acaso orgullo? ¡Por supuesto! ¿Quién puede negarlo? Es el origen de todos nuestros males y es como el soplo de Satán que exhala su pestilente aliento en nuestras almas. No contentos con haber pecado, y de esta forma levantándonos contra la majestad de Dios, rechazamos reconocer nuestra culpabilidad y luchar contra nuestros pecados. A los ojos de Dios, tal reacción es más perjudicial incluso que nuestra falta, porque mientras la debilidad humana puede explicar la caída, nada - excepto un acto de locura puede justificar nuestra negativa de confesarla. Es locura, de hecho, el negar lo que es obvio. Orgullosamente abrazamos tal aberración, que es incapaz de disfrazar nuestra profunda pobreza y, en última instancia, sólo revela la torpeza de nuestra alma.
Esta herida que llevamos profundamente dentro de nuestro ser y que intentamos tan desesperadamente ocultar, explica porqué reaccionamos tan frecuentemente con vehemencia y prontitud contra todo aquello que riñe con la alta estima que tenemos de nosotros mismos. Nuestra mórbida sobre sensibilidad es solamente una pantalla detrás de la cual deseamos esconder la verdad de nuestra propia mediocridad. ¡Qué defensa tan pobre! ¡Pensamos en la protección y no hacemos sino reconocer nuestra debilidad! Fácilmente nos ofendemos y decimos palabras llenas de animosidad bajo pretexto engañoso de “vengar” nuestro honor y, al hacer esto, caemos siempre en ridículo. No debemos cegarnos, sino reconocer nuestra indigencia congénita y destruir todas nuestras ilusiones de orgullo riéndonos de ellas, de esta forma curamos nuestra inclinación a la mórbida introspección.
Pero la risa solamente es prueba de una buena disposición; no es bastante para terminar con esta gangrena. Debemos utilizar remedios sobre naturales y darnos vuelta radicalmente hacia el Señor para curar, desde sus raíces más profundas, el mal que nos corroe terriblemente. Nuestra principal arma sigue siendo el recurrir a Dios, elevando nuestras almas en un rezo de ardiente súplica. La gracia en sí nos permitirá derrotar al enemigo que se infiltra en lo más íntimo de nuestras almas. Debemos pedir insistente e incansablemente esta gracia; el mal está tan arraigado en nosotros que no puede ser suprimido por ningún otro medio. “Rezad, mis niños, que mi Hijo se deja conmover por vuestra oración” dijo Nuestra Señora en su aparición en Pontmain. Sigamos este consejo maternal, reconozcamos nuestra debilidad y pobreza: solamente Dios mismo puede curar nuestras purulentas heridas, causadas por la saturación de nuestra sobre-sensibilidad, y purificar la fuente de nuestras intenciones. Esta cura espiritual es una gracia, fruto de la oración.
Para curarnos, Nuestro Señor Jesucristo utiliza medios que son proporcionales al grado del mal sufrido y contradice nuestra naturaleza corrompida con dolorosas pero benéficas humillaciones. Sin la ayuda de la oración, por la fuerza y la luz que nos da, no podríamos llevar esta oprobiosa carga en nuestras confundidas almas y nos perderíamos en el laberinto de nuestro orgullo. La humillación es una medicina divina que requiere la participación de aquel que sufre su golpe. Nadie puede enorgullecerse por tener la fuerza y luces suficientes para soportar solo la carga que lleva sobre sus hombros y asociarse a la dolorosa y redentora Cruz de Nuestro Señor Jesucristo. La contemplación de la dolorosa Pasión de Cristo nos imbuye en esta hermosa parte del misterio de Nuestra Redención. Incorporadas al Cristo Doloroso, las astillas de nuestras humillaciones se convierten en las del árbol santo.
Que Nuestra Señora, espejo puro de la simplicidad divina, nos ayude a emprender este combate esencial contra las los ataques de nuestra sobre sensibilidad. La humildad es condición para nuestra fidelidad a las enseñanzas de la Cruz. También es necesaria para la supervivencia de la Tradición, que sufre por las consecuencias de nuestras enconadas susceptibilidades, de este orgullo oculto que destruye todo a su paso.
Por la gracia de Dios, somos los herederos de la fe de nuestros padres. Seamos también los herederos de sus virtudes cristianas y llevemos dentro de nuestras almas este sello particular de la humildad que derrota a diablo y nos libra de caer en infierno.
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