Entra dentro de lo posible, aunque la apostasía se encuentre muy avanzada, que los cristianos, por un esfuerzo generoso, hagan retroceder a los conductores de la descristianización a ultranza, y obtengan así para la Iglesia días de consuelo y de paz antes de la gran prueba. Este resultado lo esperamos, no de los hombres, sino de Dios; no tanto de los esfuerzos cuanto de las oraciones.
En este orden de ideas, algunos autores piadosos esperan, después de la crisis presente, un triunfo de la Iglesia, algo así como un domingo de Ramos, en el cual esta Madre será saludada por los clamores de amor de los hijos de Jacob, reunidos a las naciones en la unidad de una misma fe. Nos asociamos de buena gana a estas esperanzas, que apuntan a un hecho formalmente anunciado por los profetas, y del cual volveremos a hablar en su lugar.
Sea lo que fuere, este triunfo, si Dios nos lo concede, no será de larga duración. Los enemigos de la Iglesia, aturdidos por un momento, proseguirán su obra satánica con redoblado odio. Podemos representarnos el estado de la Iglesia en ese momento, como semejante en todo al estado de Nuestro Señor durante los días que precedieron a su Pasión.
El mundo será profundamente agitado, como lo estaba el pueblo judío reunido para las fiestas pascuales. Habrá rumores inmensos, y cada cual hablará de la Iglesia, unos para decir que ella es divina, otros para decir que ella no lo es. La Iglesia se encontrará expuesta a los más insidiosos ataques del librepensamiento; pero jamás habrá logrado mejor que entonces reducir al silencio a sus adversarios, pulverizando sus sofismas...
En resumen, el mundo será puesto enfrente de la verdad; la irradiación divina de la Iglesia brillará ante sus ojos; pero él desviará la cabeza, y dirá: ¡No me interesa!
Este desprecio de la verdad, este abuso de las gracias tendrá como consecuencia la revelación del hombre de pecado. La humanidad habrá querido a este amo inmundo : ella lo tendrá. Y por él se producirá una seducción de iniquidad, una eficacia de error (así tradujo Bossuet a San Pablo) que castigará a los hombres por haber rechazado y odiado la Verdad.
Al hablar así, no estamos entregándonos a imaginaciones, sino que seguimos al Apóstol. En efecto, según él, toda seducción de iniquidad obrará “sobre los que se pierden, por no haber aceptado el amor de la verdad a fin de salvarse. Por eso Dios les enviará una eficacia de error, con que crean a la mentira; para que sean juzgados todos los que no creyeron a la verdad, sino que se complacieron en la injusticia” (II Tes. 2 11-12).
Cuando aparezca el hombre de pecado, será, como dice San Pablo, a su tiempo; es decir, en un momento en que el cuerpo de los malvados, endurecido contra los dardos de la gracia, hecho compacto e impermeable por la obstinación de su malicia, reclamará esta cabeza. Ella surgirá, y Satán hará brillar en ella toda la extensión de su odio contra Dios y los hombres.
El hombre de pecado, el Anticristo, será un hombre, un simple viador hacia la eternidad. Algunos autores supusieron en él una encarnación del demonio; esta imaginación carece de fundamento. El diablo no tiene el poder de asumir y de unirse una naturaleza humana, de simular el adorable misterio de la Encarnación del Verbo.
Los Padres piensan unánimemente que será judío de origen. Incluso dicen que será de la tribu de Dan, fundándose en que esta tribu no es nombrada en el Apocalipsis como dando elegidos al Señor. San Agustín se hace el eco de esta tradición, en su libro de Cuestiones sobre Josué. Se hace muy verosímil por el hecho de que la francmasonería es de origen judío, de que los judíos tienen en manos sus hilos en el mundo entero; lo cual hace pensar que el jefe del imperio anticristiano será un judío. Los judíos, por otra parte, que no quieren reconocer a Jesucristo, siguen esperando a su Mesías. Nuestro Señor les decía: “Yo vine en nombre de mi Padre, y no me recibís; si otro viniere de su propia autoridad, a aquél le recibiréis” (Jn. 5 43). Por este otro, los Padres entienden comúnmente al Anticristo.
Aunque el Anticristo sea llamado el hombre de pecado, el hijo de perdición, no hay que creer que estará destinado al mal, como fatal e irremisiblemente. Recibirá gracias, conocerá la verdad, tendrá un ángel custodio. Tendrá la oportunidad y los medios para alcanzar la salvación, y sólo se perderá por su propia culpa.
En este orden de ideas, algunos autores piadosos esperan, después de la crisis presente, un triunfo de la Iglesia, algo así como un domingo de Ramos, en el cual esta Madre será saludada por los clamores de amor de los hijos de Jacob, reunidos a las naciones en la unidad de una misma fe. Nos asociamos de buena gana a estas esperanzas, que apuntan a un hecho formalmente anunciado por los profetas, y del cual volveremos a hablar en su lugar.
Sea lo que fuere, este triunfo, si Dios nos lo concede, no será de larga duración. Los enemigos de la Iglesia, aturdidos por un momento, proseguirán su obra satánica con redoblado odio. Podemos representarnos el estado de la Iglesia en ese momento, como semejante en todo al estado de Nuestro Señor durante los días que precedieron a su Pasión.
El mundo será profundamente agitado, como lo estaba el pueblo judío reunido para las fiestas pascuales. Habrá rumores inmensos, y cada cual hablará de la Iglesia, unos para decir que ella es divina, otros para decir que ella no lo es. La Iglesia se encontrará expuesta a los más insidiosos ataques del librepensamiento; pero jamás habrá logrado mejor que entonces reducir al silencio a sus adversarios, pulverizando sus sofismas...
En resumen, el mundo será puesto enfrente de la verdad; la irradiación divina de la Iglesia brillará ante sus ojos; pero él desviará la cabeza, y dirá: ¡No me interesa!
Este desprecio de la verdad, este abuso de las gracias tendrá como consecuencia la revelación del hombre de pecado. La humanidad habrá querido a este amo inmundo : ella lo tendrá. Y por él se producirá una seducción de iniquidad, una eficacia de error (así tradujo Bossuet a San Pablo) que castigará a los hombres por haber rechazado y odiado la Verdad.
Al hablar así, no estamos entregándonos a imaginaciones, sino que seguimos al Apóstol. En efecto, según él, toda seducción de iniquidad obrará “sobre los que se pierden, por no haber aceptado el amor de la verdad a fin de salvarse. Por eso Dios les enviará una eficacia de error, con que crean a la mentira; para que sean juzgados todos los que no creyeron a la verdad, sino que se complacieron en la injusticia” (II Tes. 2 11-12).
Cuando aparezca el hombre de pecado, será, como dice San Pablo, a su tiempo; es decir, en un momento en que el cuerpo de los malvados, endurecido contra los dardos de la gracia, hecho compacto e impermeable por la obstinación de su malicia, reclamará esta cabeza. Ella surgirá, y Satán hará brillar en ella toda la extensión de su odio contra Dios y los hombres.
El hombre de pecado, el Anticristo, será un hombre, un simple viador hacia la eternidad. Algunos autores supusieron en él una encarnación del demonio; esta imaginación carece de fundamento. El diablo no tiene el poder de asumir y de unirse una naturaleza humana, de simular el adorable misterio de la Encarnación del Verbo.
Los Padres piensan unánimemente que será judío de origen. Incluso dicen que será de la tribu de Dan, fundándose en que esta tribu no es nombrada en el Apocalipsis como dando elegidos al Señor. San Agustín se hace el eco de esta tradición, en su libro de Cuestiones sobre Josué. Se hace muy verosímil por el hecho de que la francmasonería es de origen judío, de que los judíos tienen en manos sus hilos en el mundo entero; lo cual hace pensar que el jefe del imperio anticristiano será un judío. Los judíos, por otra parte, que no quieren reconocer a Jesucristo, siguen esperando a su Mesías. Nuestro Señor les decía: “Yo vine en nombre de mi Padre, y no me recibís; si otro viniere de su propia autoridad, a aquél le recibiréis” (Jn. 5 43). Por este otro, los Padres entienden comúnmente al Anticristo.
Aunque el Anticristo sea llamado el hombre de pecado, el hijo de perdición, no hay que creer que estará destinado al mal, como fatal e irremisiblemente. Recibirá gracias, conocerá la verdad, tendrá un ángel custodio. Tendrá la oportunidad y los medios para alcanzar la salvación, y sólo se perderá por su propia culpa.
El drama del fin de los tiempos - R.P. Emmanuel - (mayo de 1885)
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