jueves, 19 de marzo de 2009

DEFENSA DE LA FAMILIA

Es tiempo de reaccionar. Cuando “Gaudium et Spes” habla del movimiento de la historia, que “se hace tan rápido que apenas se le puede seguir”, se puede entender este movimiento como la precipitación de las sociedades liberales hacia la disgregación y el caos. ¡Guardémonos de seguirle!
¿Cómo comprender que dirigentes que se dicen cristianos puedan destruir en la Ciudad toda autoridad? Al contrario, lo que importa es restablecer esa autoridad que ha sido querida por la Divina Providencia en las dos sociedades naturales de derecho divino, cuya influencia aquí abajo es primordial: la familia y la sociedad civil.
La familia ha recibido en estos últimos tiempos los más rudos golpes; el paso al socialismo en países como Francia y España no ha hecho más que acelerar el proceso.
Las leyes y medidas que se han sucedido muestran una gran cohesión en la decidida voluntad de destruir la institución familiar: disminución de la autoridad paternal, divorcio fácil, desaparición de la responsabilidad en el acto de la procreación, reconocimiento administrativo y legal de los matrimonios en situación irregular, e incluso de parejas homosexuales, cohabitación juvenil, matrimonios en periodo de prueba, disminución de las ayudas sociales y fiscales a las familias numerosas...
El mismo Estado, en interés propio, comienza a darse cuenta de las consecuencias desastrosas del descenso de la natalidad, y se pregunta cómo, en un futuro próximo, las generaciones jóvenes podrán asegurar el retiro y la jubilación de las que han dejado de ser económicamente productivas. Pero los efectos son considerablemente más graves en el terreno espiritual.
Los católicos no tienen que seguir la corriente sino influir lo más que puedan, puesto que son también ciudadanos, a fin de enderezar lo que haya que enderezar. Por eso no pueden adaptarse ni prescindir de la política. Sin embargo, su esfuerzo ha de ser sobre todo más sensible en la educación que ellos den a sus hijos.
En este capítulo, la autoridad es contestada en sus mismas fuentes por los que proclaman que “los padres no son los propietarios de sus hijos”, queriendo decir con eso que su educación pertenece al Estado, en sus colegios laicos, sus jardines de infancia, sus centros maternales. Se objeta a los padres de no respetar la “libertad de conciencia” de sus hijos cuando los educan según sus propias convicciones religiosas.
Estas ideas remontan a los filósofos ingleses del siglo XVII, que no veían en el hombre más que el individuo aislado, independiente desde su nacimiento, iguales todos entre sí, y sustraídos de toda autoridad. Nosotros sabemos que esto es falso, completamente falso. El niño recibe todo de su padre y de su madre, el alimento corporal, intelectual, la educación moral y social. Los padres se valen de maestros que les ayuden y que participarán de su autoridad en la formación del espíritu de esos jóvenes; y ya sea por unos o por otros la casi totalidad de la ciencia adquirida en el curso de la adolescencia será una ciencia más bien aprendida, recibida, aceptada, más que una ciencia deducida de la observación y de la experiencia propia y personal. Los conocimientos vienen en una parte muy considerable por transmisión de la autoridad paterna o escolar. El joven estudiante cree en sus padres, en sus profesores, en sus libros y así adquiere su saber.
Esto es todavía más cierto respecto a los conocimientos religiosos, de la práctica de la religión, del ejercicio de la moral de acuerdo con la fe, las tradiciones, las costumbres. Los hombres en general viven en función de las tradiciones familiares, esto se observa en toda la superficie del globo. La conversión a una religión distinta de la que se ha recibido y se ha vivido durante la infancia encuentra serios obstáculos.
Esta extraordinaria influencia de la familia y del medio ambiente es querida por Dios. Él ha querido que sus beneficios se transmitan a los hombres primero por la familia; por esta razón ha concedido al padre de familia una gran autoridad, un poder inmenso sobre la sociedad familiar, sobre la esposa, sobre los hijos. El niño nace en una situación de debilidad tan grande que se puede juzgar por ahí la necesidad absoluta de la permanencia del hogar y de su indisolubilidad.
Querer exaltar la personalidad y la conciencia del niño en detrimento de la autoridad familiar, es buscar su desgracia, empujarle a la rebeldía, al desprecio de los padres, siendo así que la longevidad se promete a los que honren a sus padres. San Pablo, recordando esto, amonesta a los padres y les recuerda su deber de no exasperar a sus hijos, sino de educarlos en la disciplina y en el temor de Dios.

Carta abierta a los católicos perplejos - Cap. XXII
Monseñor Marcel Lefebvre

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