En cuanto a la doctrina de los modernistas, reposa sobre los puntos siguientes, que se reconocen fácilmente en las corrientes actuales: “la razón humana no es capaz de elevarse hasta Dios, no, ni siquiera para conocer su existencia, por medio de las criaturas”. Siendo imposible toda revelación exterior, el hombre buscará en sí mismo la satisfacción de la necesidad de lo divino que siente y cuyas raíces se encuentran en el subconsciente. Esta necesidad de lo divino suscita en el alma un sentimiento particular “que une de algún modo al hombre con Dios”. Tal es la fe para los modernistas. Dios es creado así en el alma y esto constituye la revelación.
Del sentimiento religioso se pasa al ámbito del entendimiento que va a elaborar el dogma: el hombre debe pensar en su fe, es una necesidad para él, porque está dotado de inteligencia. Crea fórmulas, que no contienen la verdad absoluta sino imágenes de la verdad, símbolos. Estas fórmulas dogmáticas están en consecuencia sujetas al cambio, evolucionan. “Así se abre el camino a la variación sustancial de los dogmas”.
Las fórmulas no son simples especulaciones teológicas, deben ser vivas para ser verdaderamente religiosas. El sentimiento debe asimilarlas “vitalmente”.
Se habla hoy día de “vivir la fe”. “Para que ellas sean y permanezcan vivas”, continúa San Pío X, “estas fórmulas deben ir aparejadas al creyente y a su fe. El mismo día en que esta adaptación cese, ese mismo día se vaciarían de golpe de su contenido primitivo: no habría más solución que cambiarlas. Dado el carácter tan precario y tan inestable de las fórmulas dogmáticas, se comprende de maravilla que los modernistas las tengan en tan poca estima, cuando no las desprecien abiertamente. El sentimiento religioso, la vida religiosa es lo que tienen continuamente en los labios”. En las homilías, en las conferencias, en los catecismos, se evitan cuidadosamente las “fórmulas hechas”.
El creyente tiene su experiencia personal de la fe, y luego la comunica a otros por la predicación, así se propaga la experiencia religiosa. “Cuando la fe llega a ser común o como se dice ‘colectiva’ se siente el deseo de organizarse en sociedad para conservar y acrecentar el tesoro común. De ahí la fundación de una iglesia. La Iglesia es el “fruto de la conciencia colectiva, conocida por otro nombre como el conjunto de las conciencias individuales: conciencias que proceden de un primer creyente para los católicos, de Jesucristo”.
Y la historia de la Iglesia se escribe como sigue: al principio cuando se creía aún que la autoridad de la Iglesia venía de Dios, se la había concebido como autocrática. “Pero hoy en día estamos completamente de vuelta. Así como la Iglesia es una emanación vital de la conciencia colectiva, así, a su vez, la autoridad es un producto vital de la Iglesia”.
Es necesario entonces que el poder cambie de manos y venga a la base. La conciencia política ha creado el régimen popular, debe ser lo mismo en la Iglesia: “Si la autoridad eclesiástica no quiere provocar y fomentar un conflicto en lo más íntimo de las conciencias, debe doblegarse a las fórmulas democráticas”.
Podéis comprender ahora, católicos perplejos, dónde el cardenal Suenens y todos los teólogos alborotadores han ido a buscar sus ideas. La crisis posconciliar está en perfecta continuidad con aquella que agitó el final del siglo pasado y el principio de éste. Comprendéis también por qué, en los libros de catecismo que vuestros hijos os llevan a casa, todo empieza con las primeras comunidades que se formaron después de Pentecostés, cuando los discípuclos sintieron la necesidad de lo divino gracias a la conmoción provocada por Jesús, y vivieron conjuntamente “una experiencia original”. Podéis explicaros la ausencia de dogmas, la Santísima Trinidad, la Encarnación, la Redención, la Asunción, etc., etc., en estos mismos libros y en los sermones. El texto de referencia elaborado para la catequesis por el episcopado francés se extiende sobre la creación de grupos que serán “mini-Iglesias” destinadas a recomponer la Iglesia de mañana según el proceso que los modernistas han creído leer en el nacimiento de la Iglesia de los Apóstoles: “En el grupo de catequesis, animadores, padres e hijos aportan su experiencia de vida, sus aspiraciones profundas, imágenes religiosas, un cierto conocimiento de las cosas de la fe. De ahí se sigue una confrontación que es condición de verdad, en la medida en que pone en movimiento los deseos profundos de las personas y las compromete realmente hacia las transformaciones inevitables que manifiesta todo contacto con el Evangelio. Los frenazos son posibles. Es al término de una ruptura, de una conversión, de cierta muerte cuando puede por gracia efectuarse la confesión de la fe”. [¿Queda aún lugar para la verdad?]
Carta abierta a los católicos perplejos, Cap. XVI
Del sentimiento religioso se pasa al ámbito del entendimiento que va a elaborar el dogma: el hombre debe pensar en su fe, es una necesidad para él, porque está dotado de inteligencia. Crea fórmulas, que no contienen la verdad absoluta sino imágenes de la verdad, símbolos. Estas fórmulas dogmáticas están en consecuencia sujetas al cambio, evolucionan. “Así se abre el camino a la variación sustancial de los dogmas”.
Las fórmulas no son simples especulaciones teológicas, deben ser vivas para ser verdaderamente religiosas. El sentimiento debe asimilarlas “vitalmente”.
Se habla hoy día de “vivir la fe”. “Para que ellas sean y permanezcan vivas”, continúa San Pío X, “estas fórmulas deben ir aparejadas al creyente y a su fe. El mismo día en que esta adaptación cese, ese mismo día se vaciarían de golpe de su contenido primitivo: no habría más solución que cambiarlas. Dado el carácter tan precario y tan inestable de las fórmulas dogmáticas, se comprende de maravilla que los modernistas las tengan en tan poca estima, cuando no las desprecien abiertamente. El sentimiento religioso, la vida religiosa es lo que tienen continuamente en los labios”. En las homilías, en las conferencias, en los catecismos, se evitan cuidadosamente las “fórmulas hechas”.
El creyente tiene su experiencia personal de la fe, y luego la comunica a otros por la predicación, así se propaga la experiencia religiosa. “Cuando la fe llega a ser común o como se dice ‘colectiva’ se siente el deseo de organizarse en sociedad para conservar y acrecentar el tesoro común. De ahí la fundación de una iglesia. La Iglesia es el “fruto de la conciencia colectiva, conocida por otro nombre como el conjunto de las conciencias individuales: conciencias que proceden de un primer creyente para los católicos, de Jesucristo”.
Y la historia de la Iglesia se escribe como sigue: al principio cuando se creía aún que la autoridad de la Iglesia venía de Dios, se la había concebido como autocrática. “Pero hoy en día estamos completamente de vuelta. Así como la Iglesia es una emanación vital de la conciencia colectiva, así, a su vez, la autoridad es un producto vital de la Iglesia”.
Es necesario entonces que el poder cambie de manos y venga a la base. La conciencia política ha creado el régimen popular, debe ser lo mismo en la Iglesia: “Si la autoridad eclesiástica no quiere provocar y fomentar un conflicto en lo más íntimo de las conciencias, debe doblegarse a las fórmulas democráticas”.
Podéis comprender ahora, católicos perplejos, dónde el cardenal Suenens y todos los teólogos alborotadores han ido a buscar sus ideas. La crisis posconciliar está en perfecta continuidad con aquella que agitó el final del siglo pasado y el principio de éste. Comprendéis también por qué, en los libros de catecismo que vuestros hijos os llevan a casa, todo empieza con las primeras comunidades que se formaron después de Pentecostés, cuando los discípuclos sintieron la necesidad de lo divino gracias a la conmoción provocada por Jesús, y vivieron conjuntamente “una experiencia original”. Podéis explicaros la ausencia de dogmas, la Santísima Trinidad, la Encarnación, la Redención, la Asunción, etc., etc., en estos mismos libros y en los sermones. El texto de referencia elaborado para la catequesis por el episcopado francés se extiende sobre la creación de grupos que serán “mini-Iglesias” destinadas a recomponer la Iglesia de mañana según el proceso que los modernistas han creído leer en el nacimiento de la Iglesia de los Apóstoles: “En el grupo de catequesis, animadores, padres e hijos aportan su experiencia de vida, sus aspiraciones profundas, imágenes religiosas, un cierto conocimiento de las cosas de la fe. De ahí se sigue una confrontación que es condición de verdad, en la medida en que pone en movimiento los deseos profundos de las personas y las compromete realmente hacia las transformaciones inevitables que manifiesta todo contacto con el Evangelio. Los frenazos son posibles. Es al término de una ruptura, de una conversión, de cierta muerte cuando puede por gracia efectuarse la confesión de la fe”. [¿Queda aún lugar para la verdad?]
Carta abierta a los católicos perplejos, Cap. XVI
Monseñor Marcel Lefebvre
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