Han pasado veinte años. Se podría creer que las reacciones promovidas por las reformas conciliares se apaciguarían, que los católicos enterrarían la religión en la que fueron educados, que los más jóvenes, que no la conocieron, se acomodarían a la nueva. Tal fue al menos la apuesta hecha por los modernistas. No se extrañaban demasiado de los rumores y resistencias a lo nuevo, seguros de sí mismos en los primeros tiempos. Lo estuvieron menos a medida que pasaban los años; las múltiples y esenciales condiciones hechas al espíritu del mundo no daban los resultados esperados, nadie quería ser sacerdote del nuevo culto, los fieles se alejaban de las prácticas religiosas, la Iglesia que quería ser la Iglesia de los pobres se convertía en una Iglesia pobre, obligada a recurrir a la publicidad para recoger el dinero del culto, y a vender sus inmuebles.
Al mismo tiempo la fidelidad a la Tradición se afirmaba en todos los países cristianos y particularmente en Francia, Suiza, Estados Unidos y en Hispanoamérica. El autor de la nueva Misa, Mgr. Annibal Bugnini, se vio obligado él mismo a constatar esta resistencia mundial en un libro suyo póstumo (La Reforma litúrgica). Resistencia que no cesa de desarrollarse, de organizarse, de atraer a las gentes. No, el movimiento “tradicionalista” no “pierde velocidad”, como lo escriben de tiempo en tiempo tal o cual periodista progresista para tranquilizarse. ¿Dónde va tanta gente a Misa los domingos como a San Nicolás de Chardonnet? ¿Dónde hay tantas Misas, tantos cultos con exposición del Santísimo Sacramento, tantos hermosos oficios?
Se abren Carmelos. Las casas de la Fraternidad se multiplican. Se fundan Comunidades religiosas. Los Monasterios son centros de irradiación espiritual, vienen cantidades de fieles a ellos y a menudo desde muy lejos; jóvenes extraviados por las ilusorias seducciones del placer y de la evasión bajo todas las formas encuentran allí su camino de Damasco. Me sería necesario citar todos los lugares donde se conserva la verdadera fe católica y que por esta razón atraen: La Haye-aux-Bonshommes, las Benedictinas de Alès, de Lamairè, las Hermanas dominicas de Fanjeaux, de Brignoles, de Pontcallec...
Como viajo mucho veo por todas partes la mano de Cristo que bendice a su Iglesia. En México, las gentes del pueblo han echado de sus Iglesias al clero reformador, ganado para la pretendida teología de la liberación, que quería retirar las imágenes de los santos. “No son las imágenes las que saldrán, seréis vosotros”. Las condiciones políticas nos han impedido fundar una Casa en México; es un centro instalado en El Paso, en la misma frontera de Estados Unidos, desde donde irradian los sacerdotes fieles. Los descendientes de Los Cristeros les hacen fiestas y les ofrecen sus iglesias. Yo he administrado allí 2500 confirmaciones, llamado por la población.
En Estados Unidos las familias jóvenes cargadas de numerosos hijos acuden a los sacerdotes de la Fraternidad. En 1982 he ordenado en este país los tres primeros sacerdotes, formados enteramente en nuestros seminarios. Los grupos tradicionales se multiplican, mientras que las parroquias se degradan. Irlanda que era refractaria a las novedades, hizo su reforma a partir de 1980: altares lanzados a los arroyos, o reutilizados como materiales de construcción. Al mismo tiempo se formaban grupos en Dublín y en Belfast.
Seguimos, pues, el buen camino; la prueba está aquí, se conoce el árbol por sus frutos. Lo que han realizado clérigos y laicos, a pesar de la persecución del clero liberal -porque, decía Luis Veuillot, “no hay peor sectario que un liberal”- es casi milagroso.
No os dejéis engañar, queridos lectores, por el término “tradicionalista” que tratan de que se tome en sentido despectivo. En cierto modo es una redundancia porque yo no sé lo que puede ser un católico que no sea tradicionalista. Creo haber demostrado ampliamente en este libro que la Iglesia es una tradición. Nosotros somos una tradición. Se habla también de “integrismo”. Si se entiende por esto el respeto a la integridad del dogma, del catecismo, de la moral cristiana, del Santo Sacrificio de la Misa, entonces sí, nosotros somos integristas; y todo verdadero católico es integrista en ese sentido.
Se ha escrito también que después de mí desaparecerá mi obra porque no habrá obispo que me sustituya. Yo estoy seguro de lo contrario, no tengo ninguna inquietud. Puedo morir mañana, Dios tiene todas las soluciones. El encontrará por el mundo, lo sé, suficientes obispos para ordenar a nuestros seminaristas. Si hoy se callan, uno u otro de estos obispos recibirá del Espíritu Santo el valor y el impulso de levantarse a su vez. Si mi obra es de Dios, El sabrá conservarla y hacer que sirva para bien de la Iglesia. Nuestro Señor nos lo ha prometido: “las Puertas del infierno no prevalecerán contra ella”.
Por eso yo me obstino. Y si queréis conocer la razón profunda de esta obstinación, hela aquí. Yo quiero que a la hora de mi muerte, cuando Nuestro Señor me pregunte: ¿Qué has hecho de tu episcopado, qué has hecho de tu gracia episcopal y sacerdotal?, yo no quiero oír de su boca estas terribles palabras: “Tú has contribuido con los otros a la destrucción de mi Iglesia”.
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