martes, 10 de febrero de 2009

LOS ORNAMENTOS SAGRADOS: EL AMITO

Simbolismo litúrgico. En el sentido moral, los ornamentos sagrados designan diversas virtudes con las cuales debe revestirse el sacerdote, según el modelo invisible, Jesucristo, cuyo lugar ocupa en el altar. Esta significación es a menudo expresada por la liturgia en diferentes oraciones. Más adelante expondremos en detalle el significado para los seis ornamentos sacerdotales de la Misa: el amito, el alba, el cíngulo, el manípulo, la estola, la casulla.
Descripción. El amito es la primer vestidura que se coloca el sacerdote. Es un pedazo de tela que cubre primero la cabeza, luego el cuello y los hombros. Está en uso desde el siglo VIII, hasta entonces, al parecer, se celebraba la misa con el cuello descubierto.
Simbolismo litúrgico. El amito representa el casco de salvación (galea salutis). Esta expresión está tomada de la Sagrada Escritura; la utiliza el apóstol San Pablo (Efes. 6, 17; 1 Tes. 5, 8). Este casco protector es un símbolo de la esperanza cristiana. La viva esperanza de los bienes que Dios nos ha ganado y prometido es una poderosa arma contra nuestro adversario, el demonio.
La esperanza. Verdaderamente es así. “Aquellos que esperan en Dios renovarán sus fuerzas, tomarán alas como el águila, correrán si fatigarse, avanzarán sin descanso” (Is. 40, 31). Estas palabras del profeta son el más bello canto de triunfo de la esperanza. Una mirada al cielo, la espera de una vida mejor, la confianza en la sangre de Jesucristo, en una palabra, la verdadera esperanza cristiana eleva el alma por encima de todo lo que es terrestre, de todo lo que pasa, llena el corazón con las delicias celestes, fortalece e inflama la voluntad permitiéndole resistir valerosamente a las tentaciones. La esperanza de esta herencia incorruptible, sin mancha, que nos es conservada en los cielos, es para nosotros un ancla sólida y segura en la corriente de la vida, nos mantiene fijos ante los ojos el fin celestial al que debemos tender para la eternidad.
La voz y el silencio. El amito también desde el origen, tuvo el fin de cubrir el cuello para conservar la voz pura para contar conveniente-mente las alabanzas de Dios. La Iglesia toma hoy ese motivo con una significación más elevada: considera al amito, en segundo lugar, como un símbolo de la discreción de la lengua (castigatio vocis), lo que comprende la mortificación de todos los otros sentidos, exteriores e interiores. En la ordenación al subdiaconado, el obispo dice al orde-nando: “Recibe el amito, que designa la reserva de la voz.” Revistién-dose con este ornamento el sacerdote es advertido de tomar esta resolución: “Custodiaré mis caminos, para no pecar con mi lengua” (Sal. 38, 2). En efecto si no queremos pecar con la lengua debemos cuidar todos nuestros caminos, es decir ordenar y regular toda nuestra conducta, nuestra vida interior y exterior por la mortificación, pues la boca habla de la abundancia del corazón (Mat. 12, 34). La palabra es el eco, la expresión de la vida oculta del alma: solo aquél que puede dominar completamente su interior puede dominar su lengua. El apóstol Santiago considera la vigilancia y el freno de la lengua no solo como algo muy difícil sino como un signo de santidad: “Aquél que no peca con la lengua es un hombre perfecto” (Sant. 3, 2).
La esperanza y el silencio. Las dos significaciones se complementan mutuamente, se unen como el fin y los medios. Ambas están incluidas en las palabras del profeta sobre el hombre que teme a Dios: “Habita solitario y se calla, para elevarse por encima de sí mismo y de las cosas creadas” (Tren. 3, 28). La vida interior calma, silenciosa y mortificada dispone al alma para el olvido del mundo exterior, a elevar por la esperanza su corazón y sus sentidos hacia las cosas y los deseos celestiales. Para celebrar dignamente el santo sacrificio es necesaria un alma que no esté sumergida en las cosas de la tierra, un alma que no esté distraída y dispersa sobre toda clase de objetos, sino recogida en Dios y en ella misma. Por tanto, cuando el sacerdote se ha colocado el amito sobre la cabeza, debe cerrar su corazón a las cosas extrañas y terrestres, permanecer en un silencio religioso y en un recogimiento profundo, vigilar con cuidado sobre sus ojos, aproximarse al altar con piedad y reverencia para llevar a cabo los santos misterios.

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