martes, 10 de febrero de 2009

EL ALTAR

Historia. El altar es el lugar inmediato donde es ofrecido el santo sacrificio. Debe siempre estar consagrado. Estando tan unido a la acción del sacrificio aparece en la historia antes que el templo. Solo donde ya no hay sacrificio deja de hablarse del altar.
El primer altar, el más venerable de todos, aquél sobre el cual Nuestro Señor instituyó la Eucaristía fue una mesa de madera. San Pedro también celebró el santo sacrificio sobre una mesa de made-ra, y solo el sucesor de Pedro puede celebrar sobre ese altar.
En las catacumbas, en general, la tumba de un mártir recubierta con una piedra servía de altar para la celebración de los santos mis-terios. En los primeros siglos, pues, los altares fueron de madera o de piedra, con forma de mesa o de tumba.
Las partes del altar. En el altar fijo se deben considerar tres cosas: la mesa (tabula, mensa), su soporte (stipes, basis, titulus), el sepulcro de las santas reliquias (sepulchrum).
La mesa no puede estar conformada de varios pedazos unidos, sino que debe ser hecha de una piedra única, entera; de otro modo no podría ser consagrada. Símbolo de Nuestro Señor Jesucristo, la piedra angular, y en razón de su elevado destino, la piedra del altar debe poseer, no solo la solidez, sino también la unidad. El soporte del altar, sobre el cual está fijada la mesa, puede estar compuesto de columnas o pilares, lo cual da al altar una apariencia de mesa; o de piedra maciza, lo cual le da al altar apariencia de sarcófago.
El simbolismo. Las oraciones litúrgicas de la consagración del altar nos presentan varias alusiones al Santo de los Santos, a la piedra de Jacob, al lugar que Abel regó con su sangre, a aquella piedra en la cual Isaac debía ser inmolado, al altar del sacrificio de Melquisedec.
El altar es también la figura de la mesa sagrada sobre la cual Jesucristo instituyó la santa Eucaristía, y del sepulcro cavado en la roca donde fue depositado su cuerpo inanimado. Recuerda el instrumento del sacrificio de Jesucristo, la Cruz, donde en la plenitud de los tiempos fue hecha nuestra Redención. El altar, provisto del crucifijo, es un calvario místico, sobre el cual se renueva de una manera misteriosa el sacrificio de la Cruz.
El altar cristiano, sede del cuerpo y de la sangre de Jesucristo, es una imagen del trono celeste sobre el cual reposa el Cordero de Dios, del altar de los cielos bajo el cual los que sufrieron la muerte por amor de Dios esperan su glorificación perfecta (Apoc. 6, 9).
En fin, y sobre todo, el altar es la figura del Hombre-Dios mismo. Símbolo de Jesucristo y de su sacerdocio eterno, el altar debe ser de piedra, para recordar la piedra viva y fundamental sobre la cual se eleva la Iglesia.
Como los muros de piedra rodean al altar, así los fieles, piedras vivas, llenas y animadas por el Espíritu de Dios y su gracia, deben cerrarse siempre más estrechamente alrededor de Nuestro Señor, piedra angular y fuente de vida. Deben elevarse como un edificio destinado al servicio de Dios, para que, fundados cada día más sólidamente sobre Jesucristo, suban de virtud en virtud hasta la felicidad del cielo, donde la fe se transforma en visión.
La significación moral del altar está plenamente justificada. El cristiano, santificado por el bautismo, es el templo de Dios, la morada del Espíritu Santo, una iglesia espiritual. Su corazón es, pues, simbolizado por el altar material y considerado como un altar espiritual, sobre el cual debemos inmolar continuamente nuestras con-cupiscencias e inclinaciones terrenas, y ofrecer a Dios oraciones llenas de amor, santas resoluciones y buenas obras. Sobre este altar consagramos a Dios el oro de la caridad, el incienso del fervor, la mirra de la mortificación.
Los manteles del altar. El altar debe estar cubierto por tres manteles de tela, blancos y limpios, que son bendecidos por el obispo. El uso de dichos manteles se remonta probablemente a los tiempos apostólicos. Tiene por fin proveer a la limpieza del altar, evitar toda profanación de la preciosísima sangre si ésta llegara a derramarse, y representar los lienzos con que cubrieron a Nuestro Señor, junto con perfumes, etc. cuando fue descendido de la cruz.
Los manteles son también la figura del Cuerpo Místico de Jesucristo, es decir de los fieles, que acompañan a Nuestro Señor, representado por el altar, según la palabra del salmista: “El Señor reina, está revestido de honor” (Sal. 92, 1). Se puede ver en los tres manteles una alusión a las tres partes del Cuerpo místico de Nuestro Señor: la Iglesia triunfante, la militante y la purgante.
La blancura de estos lienzos se corresponde muy bien con su significación. Según la Sagrada Escritura el byssus, lino muy fino de brillante blancura, designa la justicia de los santos (Apoc. 19, 8). Es la figura de la pureza de corazón y de la inocencia de la vida, que solamente pueden ser obtenidas por la oración, la vigilancia y la mortificación.

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