martes, 10 de febrero de 2009

EL AUTOR DE LA PAZ

Sólo Jesucristo tiene la paz en Sí mismo y es llamado “Príncipe de la Paz” (Is. 9, 6), porque es Dios y Dios es inalterable e inmutable. Él tiene la paz y la da a los demás, como la daba a los Apóstoles cuando los saludaba después de su Resurrección: «La paz sea con vosotros». Y, esta paz, ordena a sus Apóstoles la den a los cristianos: «Al entrar en una casa saludad diciendo: la paz sea en esta casa; si la casa la merece, vendrá vuestra paz a ella, mas si no la merece, vuestra paz volverá a vosotros» (Mt. 10, 12-13).
La paz de Cristo no es la paz del mundo. «La paz os dejo, mi paz os doy, no como la da el mundo os la doy» (Jo. 14, 27). La paz de Cristo, repitamos una vez más, es: tranquilidad de la mente, bonanza de las pasiones, templanza de las ansias, placidez en las adversidades, mansedumbre ante los enemigos y reposo eterno del alma. Esta paz es fuente de felicidad en esta vida. La Iglesia nos hace pedirla al Espíritu Santo: «Alejad de nosotros al enemigo y dadnos pronto la paz, para que previamente guiados por Vos, evitemos todo lo que es nocivo». (Veni Creator).
Esta paz es la que nos recomienda S. Pablo (II Cor. 13, 11): «Vivid en paz, y el Dios de la paz y del amor estará con vosotros». Y esta paz nos la da el sacerdote en la Santa Misa, cuando teniendo en sus dedos al mismo Jesucristo, dice haciendo tres cruces sobre el cáliz: «La paz del Señor sea siempre con vosotros». Nadie más puede damos esta paz, porque nadie la tiene.
«El bien de la paz es tan grande –dice S. Agustín (De Civ. Dei, 19, 11)– que aún en las cosas terrenas y mortales no puede oírse nada más grato, no puede anhelarse nada más deseable, y finalmente, no puede hallarse nada mejor». La paz, realmente, «sobrepuja todo sentido y guarda nuestros corazones y nuestras inteligencias en Cristo Jesús» (Fil. 4, 7). Cuando nació Jesús en Belén los ángeles no supieron cantar otro cántico que «Gloria a Dios en las alturas y paz a los hombres de buena voluntad» (Lc. 2, 14). (*)
Ahora bien, esta paz, Dios la ha puesto en manos de María, su divina Madre. Cuando el hombre se acerca a Ella (en Lourdes, Fátima, etc.) siente la paz en su alma. Así como Jesucristo es el “Príncipe de la paz”, también la Virgen María tiene el mismo título. En el Cantar de los Cantares, 7, 1, –donde Ella es figurada– se lee: «¡Detente, detente, Sulamita, detente, detente para que te admiremos». Se la llama Sulamita, que quiere decir “Princesa de la paz”.
El 5 de Mayo de 1917, durante la Iª Guerra Mundial, Benedicto XV escribió al Card. Gasparri: «Queremos que en esta hora espantosa se vuelva más que nunca hacia la Madre de Dios el vivo y confiado ruego de sus hijos muy afligidos [...] A este fin ordenamos que a partir del 1º de Junio próximo, quede definitivamente introducida en las Letanías de la Sma. Virgen la invocación Regina Pacis, ora pro nobis (Reina de la Paz, ruega por nosotros)». Desde entonces la rezamos los católicos.
No se hizo esperar la contestación de la Virgen María a este ruego, pues el mismo mes (13 de mayo de 1917) se aparecía en Fátima anunciando la paz.
Terminemos con la la oración que el sacerdote reza en la Santa Misa antes de comulgar: « Señor mío Jesucristo, que dijiste a tus Apóstoles “La paz os dejo, mi paz os doy”; no mires mis pecados, sino la fe de tu Iglesia, y dígnate pacificarla y unirla según tu voluntad; Tú que vives y reinas, Dios, por todos los siglos de los siglos. Amén».

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