Descripción. Después del amito el sacerdote se reviste del alba (2). Desde los primeros siglos del cristianismo esta vestimenta de la vida ordinaria fue introducida en el culto divino. Desde los orígenes fue, y aún lo es, una prenda de lino, amplia y blanca, que desciende hasta los pies y envuelve todo el cuerpo. Ya en el siglo IX se acostumbraba agregar a los bordes del alba adornos preciosos.
Simbolismo y liturgia. La significación simbólica del alba, basada sobre todo en su color y en su material, es fácil de reconocer, y está claramente expresada en la oración que el sacerdote reza al revestirla: “Blanquea, oh Señor, y limpia mi corazón, para que lavado en la sangre del Cordero, goce de las alegrías eternas”. El alba es, pues, el símbolo de la inocencia inmaculada, de la perfecta pureza de corazón y de cuerpo con que el sacerdote debe ascender al altar, si quiere ser encontrado digno de sentarse en el banquete nupcial y gustar las delicias sin fin con los bienaventurados “revestidos de vestimentas blancas”.
Simbolismo y Sagradas Escrituras. Solo aquellos que han lavado sus vestiduras en la sangre del Cordero están de pie delante del trono de Dios y le sirven día y noche en su templo (Apoc. 8, 14-15). El Salvador mismo dice: “Aquél que sea vencedor será revestido con las vestiduras blancas; no borraré su nombre del libro de la vida, sino que le reconoceré delante de mi Padre y de los ángeles” (Apoc. 3, 5).
Según la Sagrada Escritura, la vestidura blanca es la imagen de la santidad: refiriéndose a la Iglesia triunfante, la gloriosa Esposa de Cristo, dicen las Sagradas Letras: “Le fue dado el revestirse de lino (byssus) de una blancura resplandeciente. El lino (byssus) representa las buenas obras de los santos” (Apoc. 19, 8).
Simbolismo y naturaleza. Para apreciar el simbolismo de este ornamento conviene resaltar algunos aspectos de su semejanza. Esta tela toma su blancura y su brillo, no de su naturaleza, sino de que es lavada, blanqueada en la lluvia y expuesta al sol. ¿No sucede lo mismo con la vida? El alma no adquiere su blancura deslumbrante, es decir su pureza y su santidad, sino mediante numerosas mortificaciones, por al renuncia y el sufrimiento, a los cuales se suman el rocío del cielo y los rayos abrazadores de la gracia. El Hijo de Dios nos mereció la perla preciosa de la santidad sufriendo bajo la forma de esclavo, con penas inenarrables y sudor de sangre: derramó toda su sangre para purificarnos de nuestros pecados. Es, por tanto, muy justo que nos esforcemos, por nuestras lágrimas y oraciones, por obras de penitencia y renuncia a nosotros mismos, en conservar intactas o en reparar en nosotros la pureza, la inocencia y la belleza del alma. Ningún trabajo nos debe parecer demasiado penoso, ningún combate demasiado duro, ningún sacrificio demasiado grande, para lavarnos más y más en la sangre del Cordero hasta que nuestra alma sea más “brillante que la nieve, más blanca que la leche, más bella que el zafiro” (Tren. 4, 7). “¡Bienaventurados los que laven sus vestiduras en la sangre del Cordero! Obtendrán el poder de comer del árbol de vida y entrarán por las puertas en la ciudad celeste” (Apoc. 21, 14).
La blancura resplandeciente del alba recuerda, pues, al sacerdote que debe velar, vivir y orar, de modo tal que pueda subir al altar con un corazón puro, con un alma serena, sin preocupaciones, con una alegría dulce y un vivo deseo de unirse a Dios.
Simbolismo y liturgia. La significación simbólica del alba, basada sobre todo en su color y en su material, es fácil de reconocer, y está claramente expresada en la oración que el sacerdote reza al revestirla: “Blanquea, oh Señor, y limpia mi corazón, para que lavado en la sangre del Cordero, goce de las alegrías eternas”. El alba es, pues, el símbolo de la inocencia inmaculada, de la perfecta pureza de corazón y de cuerpo con que el sacerdote debe ascender al altar, si quiere ser encontrado digno de sentarse en el banquete nupcial y gustar las delicias sin fin con los bienaventurados “revestidos de vestimentas blancas”.
Simbolismo y Sagradas Escrituras. Solo aquellos que han lavado sus vestiduras en la sangre del Cordero están de pie delante del trono de Dios y le sirven día y noche en su templo (Apoc. 8, 14-15). El Salvador mismo dice: “Aquél que sea vencedor será revestido con las vestiduras blancas; no borraré su nombre del libro de la vida, sino que le reconoceré delante de mi Padre y de los ángeles” (Apoc. 3, 5).
Según la Sagrada Escritura, la vestidura blanca es la imagen de la santidad: refiriéndose a la Iglesia triunfante, la gloriosa Esposa de Cristo, dicen las Sagradas Letras: “Le fue dado el revestirse de lino (byssus) de una blancura resplandeciente. El lino (byssus) representa las buenas obras de los santos” (Apoc. 19, 8).
Simbolismo y naturaleza. Para apreciar el simbolismo de este ornamento conviene resaltar algunos aspectos de su semejanza. Esta tela toma su blancura y su brillo, no de su naturaleza, sino de que es lavada, blanqueada en la lluvia y expuesta al sol. ¿No sucede lo mismo con la vida? El alma no adquiere su blancura deslumbrante, es decir su pureza y su santidad, sino mediante numerosas mortificaciones, por al renuncia y el sufrimiento, a los cuales se suman el rocío del cielo y los rayos abrazadores de la gracia. El Hijo de Dios nos mereció la perla preciosa de la santidad sufriendo bajo la forma de esclavo, con penas inenarrables y sudor de sangre: derramó toda su sangre para purificarnos de nuestros pecados. Es, por tanto, muy justo que nos esforcemos, por nuestras lágrimas y oraciones, por obras de penitencia y renuncia a nosotros mismos, en conservar intactas o en reparar en nosotros la pureza, la inocencia y la belleza del alma. Ningún trabajo nos debe parecer demasiado penoso, ningún combate demasiado duro, ningún sacrificio demasiado grande, para lavarnos más y más en la sangre del Cordero hasta que nuestra alma sea más “brillante que la nieve, más blanca que la leche, más bella que el zafiro” (Tren. 4, 7). “¡Bienaventurados los que laven sus vestiduras en la sangre del Cordero! Obtendrán el poder de comer del árbol de vida y entrarán por las puertas en la ciudad celeste” (Apoc. 21, 14).
La blancura resplandeciente del alba recuerda, pues, al sacerdote que debe velar, vivir y orar, de modo tal que pueda subir al altar con un corazón puro, con un alma serena, sin preocupaciones, con una alegría dulce y un vivo deseo de unirse a Dios.
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