El cielo de la Iglesia se pone cada vez más sombrío; los tonos severos de los que se había revestido en el curso de las cuatro semanas que acaban de pasar, ya no son suficientes para demostrar su duelo. Sabe que los hombres persiguen a Jesús y conspiran su muerte. No pasarán cinco días sin que sus enemigos pongan sobre él sus manos sacrílegas. La Iglesia le seguirá a la cumbre del Calvario; recogerá su último suspiro; verá sellar sobre su cuerpo exánime, la piedra del sepulcro. No es extraño, pues, que invite a todos sus hijos, en esta semana, a contemplar a Áquel que es la causa de todas sus tristezas y afectos.
Pero no es precisamente lágrimas y compasión estériles, lo que pide de nosotros nuestra Madre; quiere que nos aprovechemos de las enseñanzas que nos van a proporcionar los sucesos de esta Santa Semana. Se acuerda de que el Señor al subir al Calvario, dijo a las mujeres de Jerusalén que lloraban su desgracia ante sus mismos verdugos: "No lloréis por mí; más bien llorad por vosotros y por vuestros hijos". No rehusó el tributo de sus lágrimas, se enterneció y su misma ternura le dictó esas palabras. Quiso sobre todo verlas penetradas de la grandeza del acto del que se compadecían, en una hora en que la justicia de Dios se mantenía tan inexorable ante el pecado.
La Iglesia comenzó la conversión del pecador en las semanas precedentes; ahora quiere consumarla. Lo que ofrece a nuestra consideración, no es ya Cristo ayunando y orando en el monte de la Cuarentena; es la víctima universal que se inmola por la salvación del mundo. La hora va a sonar y el poder de las tinieblas se apresura a aprovechar los pocos momentos que le quedan. Va a consumarse el más afrentoso de los crímenes. Dentro de pocos días el Hijo de Dios va a ser entregado al poder de los pecadores y ellos le matarán. La Iglesia no necesita exhortar a sus hijos a la penitencia; demasiado saben ya que el pecado exige esta expiación. Ahora está penetrada por completo de los sentimientos de anonadamiento que le inspira la presencia de Dios sobre la tierra; y al expresar estos sentimientos en la liturgia nos indica aquellos que nosotros debemos concebir en nosotros mismos.
El carácter más general de las oraciones y de los ritos de esta quincena es de profundo dolor al ver al justo oprimido por sus enemigos hasta la muerte, y de una indignación enérgica contra el pueblo deicida. El fondo de los textos litúrgicos son de David y de los Profetas. Ya es Cristo mismo quien declara las agonías de su alma; ya son las imprecaciones contra los verdugos. El castigo del pueblo judío es expuesto en todo su horror; y en los tres últimos días veremos a Jeremías lamentarse sobre las ruinas de la ciudad infiel.
Preparémonos, pues, a estas fuertes impresiones desconocidas con harta frecuencia por la piedad superficial de nuestros tiempos. Recordemos el amor y benignidad del Hijo de Dios que viene a confiarse a los hombres, viviendo su misma vida, "pasando por esta tierra haciendo el bien", y veamos cómo acaba esta vida de ternura, condescendencia y humildad con el más infame de los suplicios, con el patíbulo de los esclavos. Por una parte, contemplemos al pueblo perverso de los pecadores, que, falto de crímenes, imputa al Redentor sus beneficios, y consuma la más negra de las ingratitudes, derramando sangre inocente y divina; y por otra, contemplemos al Justo por excelencia, presa de las amarguras todas, "su alma triste hasta la muerte", cargado con el peso de la maldición, y bebiendo hasta las heces el cáliz que a pesar de su humilde queja debió de beber: el cielo inflexible a sus plegarias como a sus dolores; y al fin escuchemos su grito: "Dios mío, Dios mío, ¿porqué me has abandonado?" (Mateo 28, 4-6.)
Esto es lo que recuerda la Iglesia con tanta frecuencia en estos días; esto es lo que propone a nuestra consideración; porque sabe que si llegamos todos a comprender lo que esta escena significa, se romperán los lazos que nos atan al pecado, y nos será ya imposible permanecer por más tiempo como cómplices de estos crímenes atroces.
Pero la Iglesia sabe también lo duro que es el corazón del hombre, y la necesidad que tiene del temor, para determinarse a la enmienda; por esta razón no omite ninguna de las imprecaciones que los Profetas ponen en la boca del Mesías contra sus enemigos. Estos anatemas son otras tantas profecías que se han cumplido al pie de la letra en los judíos endurecidos. Tienen por fin enseñarnos lo que el cristiano debe temer de sí mismo si persiste en "crucificar de nuevo a Jesucristo" (Hebreos 6, 6), según la enérgica expresión de San Pablo. Que se acuerde entonces de estas palabras que el mismo Apóstol dice en la Epístola a los Hebreos: "¿Qué suplicio tendrá, el que haya pisoteado al Hijo de Dios, el que haya tenido por vil la sangre de la alianza por la cual fue santificado, el que haya ultrajado al Espíritu de gracia? Porque sabemos que ha dicho: A mí me pertenece la venganza y sabré ejercitarla; y en otra parte: el Señor juzgará a su pueblo. Será, pues, una cosa horrible caer en las manos de Dios vivo" (Hebreos 10, 31).
En efecto, nada más afrentoso; ya que en estos días en que estamos "no perdonó a su propio Hijo" (Romanos 8, 32) dándonos por este incomprensible rigor la medida de lo que debernos esperar de Él si encontrase aún en nosotros el pecado que le ha obligado a mostrarse tan cruel con su amadísimo Hijo "en quien ha puesto todas sus complacencias" (Mateo 3, 17). Estas consideraciones sobre la justicia para con la más inocente y la más augusta de todas las víctimas; y sobre el castigo de los judíos impenitentes acabarán de destruir en nosotros el afecto al pecado, desarrollando este temor tan saludable sobre el cual vendrán a apoyarse una esperanza firme y un amor sincero, como sobre base inquebrantable.
Si por nuestros pecados somos los autores de la muerte del Hijo de Dios, también es cierto que la sangre que brota de sus Sagradas Llagas tiene la virtud de lavarnos de este crimen. La justicia del Padre celestial no se satisface más que con la efusión de esta Sangre divina; y la misericordia del mismo Padre celestial quiere que se emplee en nuestro rescate. El hierro del verdugo ha abierto cinco llagas en el cuerpo del Redentor; y de ellas brotan cinco manantiales de salvación sobre la humanidad para purificarla y restablecer en cada uno de nosotros la imagen de Dios que había sido borrada por el pecado. Acerquémonos, pues, con confianza, y glorifiquemos esta sangre libertadora que abre al pecador la puerta del cielo; y cuyo valor infinito sería suficiente para rescatar millones de mundos más culpables que el nuestro. Nos acercamos al aniversario del día en que fue derramada; han pasado ya muchos siglos desde el día en que enrojeció los miembros desgarrados de nuestro Salvador y que, descendiendo de la Cruz, bañó esta tierra ingrata; pero su poder siempre es el mismo.
Vengamos pues, "a beber a las fuentes del Salvador" (Isaías 12, 3); nuestras almas saldrán de allí llenas de vida, purísimas, completamente esplendorosas con belleza celestial; ya no quedará en ella la menor señal de sus antiguas manchas; y el Padre nos amará con el mismo amor con que ama a su Hijo. ¿No es para hacernos suyos, a nosotros, que estábamos perdidos, por lo que ha entregado a la muerte sin compasión a su Hijo? Habíamos llegado a ser propiedad de Satanás por nuestros pecados; y ahora, de pronto, somos arrancados de sus garras y recobramos la libertad. Y a pesar de eso, Dios no ha usado de violencia para sacarnos del poder del ladrón, ¿cómo pues, hemos sido libertados? Escuchad al Apóstol: "habéis sido rescatados a gran precio" (1 Corintios 6, 20). Y ¿cuál es este precio? El príncipe de los Apóstoles nos lo explica: "no es, dice, por precio de oro o de plata corruptibles, con que habéis sido rescatados, sino por la preciosa sangre del Cordero sin mancilla" (Pedro 1, 18). Esta Sangre divina, colocada en la balanza de la justicia celestial, la ha hecho inclinarse en nuestro favor; ¡tanto sobrepasaba al peso de nuestras iniquidades! La fuerza de la Sangre ha roto las puertas del infierno, ha quebrantado nuestras cadenas, "restablecido la paz entre el cielo y la tierra" (Colosenses 1, 20). Derramemos sobre nosotros esta Sangre preciosa, lavemos en ella todas nuestras llagas, sellemos nuestra frente con su señal inquebrantable y protectora, a fin de que en el día de la cólera, nos perdone la espada vengadora.
Pero no es precisamente lágrimas y compasión estériles, lo que pide de nosotros nuestra Madre; quiere que nos aprovechemos de las enseñanzas que nos van a proporcionar los sucesos de esta Santa Semana. Se acuerda de que el Señor al subir al Calvario, dijo a las mujeres de Jerusalén que lloraban su desgracia ante sus mismos verdugos: "No lloréis por mí; más bien llorad por vosotros y por vuestros hijos". No rehusó el tributo de sus lágrimas, se enterneció y su misma ternura le dictó esas palabras. Quiso sobre todo verlas penetradas de la grandeza del acto del que se compadecían, en una hora en que la justicia de Dios se mantenía tan inexorable ante el pecado.
La Iglesia comenzó la conversión del pecador en las semanas precedentes; ahora quiere consumarla. Lo que ofrece a nuestra consideración, no es ya Cristo ayunando y orando en el monte de la Cuarentena; es la víctima universal que se inmola por la salvación del mundo. La hora va a sonar y el poder de las tinieblas se apresura a aprovechar los pocos momentos que le quedan. Va a consumarse el más afrentoso de los crímenes. Dentro de pocos días el Hijo de Dios va a ser entregado al poder de los pecadores y ellos le matarán. La Iglesia no necesita exhortar a sus hijos a la penitencia; demasiado saben ya que el pecado exige esta expiación. Ahora está penetrada por completo de los sentimientos de anonadamiento que le inspira la presencia de Dios sobre la tierra; y al expresar estos sentimientos en la liturgia nos indica aquellos que nosotros debemos concebir en nosotros mismos.
El carácter más general de las oraciones y de los ritos de esta quincena es de profundo dolor al ver al justo oprimido por sus enemigos hasta la muerte, y de una indignación enérgica contra el pueblo deicida. El fondo de los textos litúrgicos son de David y de los Profetas. Ya es Cristo mismo quien declara las agonías de su alma; ya son las imprecaciones contra los verdugos. El castigo del pueblo judío es expuesto en todo su horror; y en los tres últimos días veremos a Jeremías lamentarse sobre las ruinas de la ciudad infiel.
Preparémonos, pues, a estas fuertes impresiones desconocidas con harta frecuencia por la piedad superficial de nuestros tiempos. Recordemos el amor y benignidad del Hijo de Dios que viene a confiarse a los hombres, viviendo su misma vida, "pasando por esta tierra haciendo el bien", y veamos cómo acaba esta vida de ternura, condescendencia y humildad con el más infame de los suplicios, con el patíbulo de los esclavos. Por una parte, contemplemos al pueblo perverso de los pecadores, que, falto de crímenes, imputa al Redentor sus beneficios, y consuma la más negra de las ingratitudes, derramando sangre inocente y divina; y por otra, contemplemos al Justo por excelencia, presa de las amarguras todas, "su alma triste hasta la muerte", cargado con el peso de la maldición, y bebiendo hasta las heces el cáliz que a pesar de su humilde queja debió de beber: el cielo inflexible a sus plegarias como a sus dolores; y al fin escuchemos su grito: "Dios mío, Dios mío, ¿porqué me has abandonado?" (Mateo 28, 4-6.)
Esto es lo que recuerda la Iglesia con tanta frecuencia en estos días; esto es lo que propone a nuestra consideración; porque sabe que si llegamos todos a comprender lo que esta escena significa, se romperán los lazos que nos atan al pecado, y nos será ya imposible permanecer por más tiempo como cómplices de estos crímenes atroces.
Pero la Iglesia sabe también lo duro que es el corazón del hombre, y la necesidad que tiene del temor, para determinarse a la enmienda; por esta razón no omite ninguna de las imprecaciones que los Profetas ponen en la boca del Mesías contra sus enemigos. Estos anatemas son otras tantas profecías que se han cumplido al pie de la letra en los judíos endurecidos. Tienen por fin enseñarnos lo que el cristiano debe temer de sí mismo si persiste en "crucificar de nuevo a Jesucristo" (Hebreos 6, 6), según la enérgica expresión de San Pablo. Que se acuerde entonces de estas palabras que el mismo Apóstol dice en la Epístola a los Hebreos: "¿Qué suplicio tendrá, el que haya pisoteado al Hijo de Dios, el que haya tenido por vil la sangre de la alianza por la cual fue santificado, el que haya ultrajado al Espíritu de gracia? Porque sabemos que ha dicho: A mí me pertenece la venganza y sabré ejercitarla; y en otra parte: el Señor juzgará a su pueblo. Será, pues, una cosa horrible caer en las manos de Dios vivo" (Hebreos 10, 31).
En efecto, nada más afrentoso; ya que en estos días en que estamos "no perdonó a su propio Hijo" (Romanos 8, 32) dándonos por este incomprensible rigor la medida de lo que debernos esperar de Él si encontrase aún en nosotros el pecado que le ha obligado a mostrarse tan cruel con su amadísimo Hijo "en quien ha puesto todas sus complacencias" (Mateo 3, 17). Estas consideraciones sobre la justicia para con la más inocente y la más augusta de todas las víctimas; y sobre el castigo de los judíos impenitentes acabarán de destruir en nosotros el afecto al pecado, desarrollando este temor tan saludable sobre el cual vendrán a apoyarse una esperanza firme y un amor sincero, como sobre base inquebrantable.
Si por nuestros pecados somos los autores de la muerte del Hijo de Dios, también es cierto que la sangre que brota de sus Sagradas Llagas tiene la virtud de lavarnos de este crimen. La justicia del Padre celestial no se satisface más que con la efusión de esta Sangre divina; y la misericordia del mismo Padre celestial quiere que se emplee en nuestro rescate. El hierro del verdugo ha abierto cinco llagas en el cuerpo del Redentor; y de ellas brotan cinco manantiales de salvación sobre la humanidad para purificarla y restablecer en cada uno de nosotros la imagen de Dios que había sido borrada por el pecado. Acerquémonos, pues, con confianza, y glorifiquemos esta sangre libertadora que abre al pecador la puerta del cielo; y cuyo valor infinito sería suficiente para rescatar millones de mundos más culpables que el nuestro. Nos acercamos al aniversario del día en que fue derramada; han pasado ya muchos siglos desde el día en que enrojeció los miembros desgarrados de nuestro Salvador y que, descendiendo de la Cruz, bañó esta tierra ingrata; pero su poder siempre es el mismo.
Vengamos pues, "a beber a las fuentes del Salvador" (Isaías 12, 3); nuestras almas saldrán de allí llenas de vida, purísimas, completamente esplendorosas con belleza celestial; ya no quedará en ella la menor señal de sus antiguas manchas; y el Padre nos amará con el mismo amor con que ama a su Hijo. ¿No es para hacernos suyos, a nosotros, que estábamos perdidos, por lo que ha entregado a la muerte sin compasión a su Hijo? Habíamos llegado a ser propiedad de Satanás por nuestros pecados; y ahora, de pronto, somos arrancados de sus garras y recobramos la libertad. Y a pesar de eso, Dios no ha usado de violencia para sacarnos del poder del ladrón, ¿cómo pues, hemos sido libertados? Escuchad al Apóstol: "habéis sido rescatados a gran precio" (1 Corintios 6, 20). Y ¿cuál es este precio? El príncipe de los Apóstoles nos lo explica: "no es, dice, por precio de oro o de plata corruptibles, con que habéis sido rescatados, sino por la preciosa sangre del Cordero sin mancilla" (Pedro 1, 18). Esta Sangre divina, colocada en la balanza de la justicia celestial, la ha hecho inclinarse en nuestro favor; ¡tanto sobrepasaba al peso de nuestras iniquidades! La fuerza de la Sangre ha roto las puertas del infierno, ha quebrantado nuestras cadenas, "restablecido la paz entre el cielo y la tierra" (Colosenses 1, 20). Derramemos sobre nosotros esta Sangre preciosa, lavemos en ella todas nuestras llagas, sellemos nuestra frente con su señal inquebrantable y protectora, a fin de que en el día de la cólera, nos perdone la espada vengadora.
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