miércoles, 16 de julio de 2008

LAMENNAIS, EL PRECURSOR

Origen y desarrollo del modernismo

Pocos días antes de su muerte se lamentaba el santo pontífice Pío XII de la mala situación en que dejaba a la Iglesia; incluso se le atribuyó la frase "después de mí, el diluvio". Los católicos de filas no entendimos entonces esas palabras –que más que profecía eran advertencia– porque, aparentemente al menos, la Iglesia ofrecía en aquella época un aspecto tranquilo y disciplinado; incluso en esa primera mitad del siglo XX se había operado un rever­de­cimiento de la filosofía católica que había llegado a considerarse co­mo una de las corrientes más acre­ditadas del pensamiento universal.

Pero el Papa sabía lo que por dentro se tramaba y conocía muy bien lo que su predecesor San Pío X había condenado bajo el nombre de "modernismo" como la "síntesis y compendio de todas las herejías". Los clérigos contaminados de modernismo, como por un acuerdo tácito, se habían sometido hasta entonces en todas las condenas y admoniciones papales, retractándose de cuanto se les pidiera con el fin de permanecer dentro de la Iglesia y poder realizar en ella la labor de zapa. El motor psicológico de los modernistas era doble: el cansancio y la ambición. Cansancio de la situación de aislamiento en que la Iglesia se encontraba respecto de los poderes del mundo moderno desde la Revolución; ambición de volver a ocupar un puesto relevante e influyente en la sociedad como otrora tuvo. Para ello postulaban una "reconciliación" con ese "mundo moderno", con su ciencia, sus ideas y poderes, incluso llegando a considerar a los ideales de la Revolución como creaciones cripto­cristianas o "cristianas sin saberlo". De aquí el nombre genérico de "modernismo" con el que fue condenado.

Precursor o iniciador de esta teoría fue, en el siglo pasado, el clérigo francés Felicité de Lamennais, cuyas doctrinas sobre el cristianismo encierran la clave de ese modo de pensar y de sus derivaciones, sumamente actuales por desgracia.
Fue autor de dos libros notables –“Ensayo sobre la indiferencia religiosa” y “Palabras de un creyente”– y dirigió con Lacordaire una revista titulada L´Avenir.
Según Lamennais, la razón humana fue iluminada en sus orígenes por una especie de revelación primitiva que la hizo fecunda para alcanzar progresivamente la verdad, toda verdad. Identificando en su origen la razón humana con la revelación divina, supone Lamennais que el progreso de la razón (la ciencia y la filosofía) ha de coincidir con un supuesto desarrollo de la fe.
Consecuencia de ello es la idea central que este autor transmitió al modernismo y a sus herederos espirituales: que la fe no es un conjunto de verdades inmutables por divinas en su origen y reveladas en su transmisión, ni la Iglesia algo constituido sobre bases incam­bia­bles, ni la religión religación con un orden transcendente y eterno, sino que fe, Iglesia y religión son algo “en transformación”, en evolución perfectiva como la razón y la ciencia humanas, con cuyo progreso o desarrollo vendrán a identificarse a modo de una concomitante iluminación o animación profética. Tal es la idea que Lamennais legó al modernismo del siglo pasado y al llamado "progresismo religioso" de nuestros días.
En el progreso de la ciencia (y de la técnica) se acerca el hombre a su plenitud humana, y, simultáneamente, a la futura religión universal o planetaria en la que coincidirán por convergencia todas las religiones del mundo.

Lamennais hace la apología de la religión, al contribuir a romper las ligaduras de la opresión histórica y a liberar las fuerzas de la razón y la personalidad del hombre. En su término, la religión está llamada a disolverse en esa plena realización de las potencias humanas, de cuya asunción cósmica habrá sido heraldo y profeta.
Veamos, como ejemplos, algunas de las frases más significativas de nuestro autor, que parecen expresar, con más de siglo y medio de anticipación, las ideas de los actuales progresismo y ecumenismo religiosos, recibidas por éstos a través del modernismo de principios de siglo:
“La religión es universal; es como la razón humana, pero (como ella también) se desarrolla en un proceso natural, tanto en el género humano como en cada uno de sus individuos".
(Reconocemos aquí la noción actual de una religión progresiva, sin dogmas ni normas inmutables, y el tan divulgado slogan de “aggiornamento” y de una Iglesia en marcha. Asimismo los dic­tados descalificadores de inmovilista y de reaccionario, comunes a la terminología del progresismo y del marxismo.)
"Antes o después se implantará una gran religión (humanista) que no será sino una fase de esa religión universal y una. Brotará del caos actual de religiones y realizará entre los hombres la más vasta unidad que nunca en el pasado se haya conocido".
(Se trata aquí de la expresión más perfecta del ecumenismo de nues­tros días, que no es ya un inten­to misionero y caritativo de atraer a cismáti­cos y paganos hacia la única y ver­da­dera Iglesia, sino el ensayo (extra­eclesiástico y di­plo­má­tico) de al­can­zar un punto teórico de confluencia del que nazca un nuevo cristianismo –o una nueva religión– que sea como el desarrollo de las exis­ten­tes. Es también el ger­men del pacifismo eclesiástico (o irenismo) de la ac­tua­lidad que busca, a cualquier precio, la paz (temporal) del mundo, aún prescindiendo de lo que hoy se llaman despectivamente "diferencias" o "discriminaciones" religiosas.)
"Las prerrogativas que los católicos creen patrimonio de la Iglesia sobrenatural pertenecen a la humanidad toda; ella es la verdadera Iglesia instituida por Dios en la creación, y esas altas prerrogativas forman lo que se ha llamado Soberanía del Pueblo. En ella, la decisión suprema: vox populi, vox Dei (...) Confinada hasta aquí la Iglesia en lo que tiene de dogma y jerarquía, el cristianismo no ha penetrado todavía en la Ciencia ni en la gran sociedad del futuro".

(Estos párrafos nos descubren las raíces del llamado humanismo cristiano, especie de culto al Hombre como fuente de todo valor, y del consiguiente rebajamiento de la religión para situarla al servicio del hombre. La tendencia asimismo de sustituir al pueblo fiel por el "pueblo de Dios", es decir, todos los hom­­bres. Nos explican también el im­perativo contemporáneo de des­mi­tificación religiosa -religión racio­nal, "para adultos"- o desa­lie­na­­ción, como se dice también con terminología marxista. Según este im­perativo, el cristiano consciente o "maduro" debe desasirse sucesivamente de toda concreción históri­ca o de toda forma de civilización supuestamente cristiana, estimada ahora como "triunfalismo" o "constantinismo"; de toda simbo­lo­gía, rito o costumbre de la Iglesia, til­dados de "alienaciones" superadas; y, por último, de su propio contenido religioso –dogmático y disci­pli­nario– para insertarse en una pan­teística apertura de amor a todo lo humano en su progreso, supuestamente "realizador" y perfeccio­nante.)

Lamennais fue condenado por las encíclicas de Gregorio XVII de 1831 y 1834, y, más tarde, sus doctrinas por el Syllabus de Pío IX. Murió sin retractación, fuera de la Iglesia.
Sus doctrinas, sin embargo, no mueren con él. A fines del siglo pasado renacen en un extenso movimiento cuyo centro más visible fue la revista Le Sillon (El Surco) de Marc Sangnier, al que se asocian nombres como los de Loisy, La­berthonnière, etc.
Este movimiento fue solemnemente condenado por San Pío X en su Encíclica Pascendi bajo el nombre genérico de "modernismo", y hasta tal punto consideró peligrosa y disolvente para la fe su doctrina que estableció la obligación para todos los clérigos en el momento de su ordenación, y para todos los obispos en su consagración, de prestar el "juramento contra el modernismo" que les ataba con el estigma de perjurio si en todo o en parte aceptaban ese conjunto de doctrinas. Este juramento fue abolido, naturalmente, en 1967.
Los modernistas, siempre agazapados en una falsa sumisión, no han dejado de propagar sus doctrinas en el seno de la Iglesia, en la espera siempre de unas condiciones propicias –deseablemente un papa proclive– para hacerse con el poder en la Iglesia.
Esa ocasión fue el Concilio Vaticano II, donde lograron im­poner unos esquemas de inspiración ecumenista (nombre actual del modernismo) en los que aparece ya el ecumenismo sincretista que sería su culminación.
Recuérdese el discurso de clausura de Pablo VI que es una glosa de la idea de Lamennais según la cual "la religión del hombre que se hace Dios (por el progreso de la ciencia) vendrá a identificarse con la religión del Dios que se hace hombre (el cristia­nismo en interpretación moder­nista)".
Recuérdese más tarde la asamblea inter­­religiosa de Asís convocada por Juan Pablo II y las visitas de éste a todas las religiones del mundo rindiéndoles pleitesía por sus valores salvíficos.

En los treinta últimos años desde el Concilio no se ha logrado ciertamente la reunión de ninguna confesión al verdadero tronco de la Iglesia, pero sí la división de ésta en católicos y ecumenistas o progresistas. Sin embargo, por duro que sea el presente, el católico sabe por su fe que las "puertas del infierno no prevalecerán contra la Iglesia".

Rafael Gambra

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