jueves, 15 de octubre de 2009

LA DESACRALIZACIÓN AL GALOPE

“Lo característico de nuestra época es su ceguera para la dimensión de lo sagrado (das Heil). Quizá es éste el único “Unheil”, la única y radical desdicha de nuestro tiempo.” Martin Heidegger

Para poner la Iglesia a tono con los “signos de los tiempos”, el Papa Juan XXIII convocó el Concilio Vaticano II. Según sus palabras, era necesario abrir la ventana de la Iglesia para que entrara aire fresco. Sin duda, el Papa expresó nobles intenciones, pero... si el Papa no quería que el aire fresco soplara desde dentro de la Iglesia para evangelizar al mundo, de dónde más podría venir tal aire, sino del mundo exterior, es decir, de aquella corriente modernista cargada de materialismo que entonces y ahora domina el mundo; del humo de la desacralización que había ensombrecido a la pobre Europa, para luego infestar con su penetrante hedor a todas las naciones. Así, al abrir la ventana de la Iglesia durante el Concilio, el humo de Satanás se empezó a mezclar con el incienso y las fumarolas que anunciaban la Nueva Iglesia; es decir, el humo no entró al lugar sagrado por una grieta, sino por la puerta grande, engalanada y respaldada por la autoridad conciliar, para luego imponer a obispos, sacerdotes y fieles, con sutileza magistral y sirviéndose de una falsa obediencia, un espíritu desacralizador revestido con capa de progresismo.
A partir de tal Concilio, todo en la vida de la “nueva Iglesia”, de una u otra manera, se impregnó de este humo, apagándose de manera manifiesta el brillo de la Santa Tradición, de sus costumbres y ritos, e implicando así todo el universo de la fe. De manera especial, el proceso desacralizador se aceleró vertiginosamente con la instaura-ción de la Nueva Misa (el Novus Ordo), que desplazó a la venerable y santa liturgia romana que San Pío V había consagrado como Misa eterna. Pero, el humo de la desacralización no sólo ensombreció a la liturgia y a la vida religiosa, sino que extendió su acción a toda la cultura cristiana: es decir, a las instituciones políticas, sociales y económicas, al matrimonio y a la familia, a las costumbres, a los negocios, al miramiento del mismo cuerpo humano como templo de Dios y, hasta a las relaciones humanas fundadas en la confianza, en la “palabra sagrada” que fuera promesa empeñada y cumplida por los cristianos en los tiempos esplendorosos de su civilización.

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