jueves, 15 de octubre de 2009

EL BAUTISMO DE LOS NIÑOS

La liturgia moderna ha introducido una nueva pastoral del Bautismo: algunos ritos se han suprimido (por ejemplo la imposición de la sal, los exorcismos), y en algunos casos se difiere el bautismo aún por años. Frente a estas novedades consideremos las enseñanzas de siempre de la Iglesia.

La Sagrada Escritura nos habla de los bautismos que los Apóstoles confirieron en varias familias. San Pablo y Silas bautizaron en Filipos a la familia de Lidia (Act. 16, 14-15) y al carcelero «con todos los suyos» (Act. 16, 33). San Pedro ha­bía ya bautizado, por revelación di­vi­na, al centurión Cornelio y a toda su familia (Act. 10, 14 y ss.). Crispo, jefe de la sinagoga de Co­rinto y su familia fueron evan­gelizados y bautizados (Act. 18, 8 y ss.).¿Qué podemos deducir de estos hechos? Ninguno de los textos citados nos habla positivamente del bautismo de los niños pero ninguno tampoco lo excluye explícitamente. Hay que recordar las palabras de Nuestro Señor: «Dejad que los niños se acerquen a mí» (Mat. 19, 14).
La Tradición (segunda fuente de la Revelación) es más clara aún. A fines del siglo II, San Ireneo nos dice que «Cristo vino para salvar a todos los que renacen en Dios, recién nacidos, pequeños, niños, jóvenes y ancianos» (“Contra las herejías” II, 22, 4). Orígenes no duda en indicarnos, a mediados del siglo III, el origen de esta costumbre: «la Iglesia ha recibido de los Apóstoles la tradición de bautizar también a los niños» (“Comentario de la Epístola a los Romanos” 5, 9). San Cipriano se apoya en una decisión del Concilio de Cartago en el año 252 para pedir que se bautice a los niños tres días después de su nacimiento (“Carta” 64, 2). Podemos acabar esta breve enumeración con San Agustín, el doctor de la gracia, quien escribe en su “Comentario al Génesis” (10, 23, nº 39): «La costumbre de la Iglesia nuestra Madre de bautizar a los niños no debe ser despreciada ni decir que es superflua; debe creerse en ella porque es de tradición apostólica. La edad tierna tiene en su favor el gran testimonio de haber sido la primera en derramar su sangre por Cristo».
El Magisterio de la Iglesia, a través de las decisiones de los Papas y los Concilios –depositarios de la doctrina de la salvación según la orden de Cristo–, confirma esta enseñanza. Para el 4º Concilio de Cartago, en el año 418, es anatema todo el que pretende que no hay que bautizar a los niños pequeños o que el bautismo no les sirve de nada para perdonarles los pecados (canon 2). El 2º Concilio de Letrán en el año 1139 «condena y excluye de la Iglesia de Dios a todos los que, disimulando exteriormente la religiosidad reprueban el bautismo de los niños» (can. 23). Inocen­cio III confirmó esta doctrina en el año 1208 en su “Profesión de fe a los Valdenses” que dice así: «Aprobamos, pues, el bau­tismo de los niños que, como creemos y confesamos, se salvan si mueren después del Bautismo, antes de haber cometido pecados; creemos igualmente que todos los pecados, tanto el original como los cometidos voluntariamente, son borrados por el Bautismo».
Contra los protestantes, y sobre todo contra los anabaptistas, el Concilio de Trento precisó que para ser bautizado no es necesario tener la edad de Cristo (“Decreto sobre el Bautismo” can. 12), pues el niño que ya fue bautizado no necesita volverlo a ser en la edad adulta (can. 14). Y la razón profunda de esta práctica del bautismo de los niños nos la da el mismo Concilio: sólo el bautismo los puede curar del pecado original con el que están manchados (“Decreto sobre el pecado original” nº 4).
Finalmente, ante las insinuaciones de los modernistas, el Papa San Pío X tuvo que reprobar la opinión según la cual «la costumbre de conferir el Bautismo a los niños fue una evolución disciplinar y constituyó una de las causas por las que este sacramento se dividió en dos: el bautismo y la penitencia» (Decreto “Lamentabili”, proposición condenada nº 43).

EL POR QUÉ DE ESTA NECESIDAD. ¿Cuáles son las causas y razones fundamentales de esta práctica incesante de la Iglesia? El Bautismo de los niños no es sino un caso particular del mandamiento general que dio Nuestro Señor: «Id, enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (Mat. 28, 19-20). Es la aplicación a todos de lo que Jesucristo le dijo a Nicode­mo en privado: «Quien no naciere de arriba no puede entrar en el reino de Dios... Quien no naciere del agua y del Espíritu no puede entrar en el reino de los cielos» (Juan 3, 3-5).
¿Por qué el carácter tan absoluto de esta orden? Porque, como dice San Cipriano, «el niño ha contraído desde su nacimiento, como descendiente de Adán, el virus mortal del antiguo contagio» (“Carta” 64, 5). Todos nosotros nacemos con la mancha original que se transmiten los hombres por generación. Este es el argumento central de Santo Tomás de Aquino: «El Apóstol dice en la epístola a los Romanos: ‘Si por la transgresión de uno solo, esto es, por obra de uno solo, reinó la muerte, mucho más los que reciben la abundancia de la gracia y del don de la justicia reinarán en la vida por medio de uno solo, Jesucristo’ (Rom. 5, 17). Ahora bien, los niños, por el pecado de Adán han contraído el pecado original, como lo deja ver el que estén sometidos a la mortalidad que, por el pecado del primer hombre ha pasado a los demás, como lo indica el Apóstol en el mismo lugar. Así que, con mayor razón, los niños pueden recibir por medio de Cristo la gracia que les hará reinar en la vida eterna. El Señor mismo dice: ‘Quien no naciere del agua y del Espíritu no puede entrar en el reino de los cielos’ (Juan 3, 3). Por eso es necesario bautizar a los niños porque así como por Adán incurrieron en su condenación al nacer, del mismo modo puedan obtener su salvación por Cristo cuando renacen» (IIIª, qu. 68, art. 9, corp.).
Es cierto que para un adulto es indispensable prepararse al Bautismo:
1) expresando su intención de recibirlo;
2) profesando la fe católica: «El que crea y se bautice se salvará» (Marc. 16, 16);
3) arrepintiéndose de sus pecados: «Arrepentíos y bautizaos en el nombre de Jesucristo para remisión de vuestros pecados» (Act. 2, 38).
Los adultos, al tener el uso de razón, pueden y deben orientarse a sí mismos hacia la salvación. Los niños, sin embargo, no pueden usar su razón, de modo que el único remedio que tienen es el bautismo de agua. «Si son niños –comenta Santo Tomás de Aquino– no hay que diferir el Bautismo, primeramente porque no se puede esperar de ellos una instrucción más buena ni una conversión más profunda, y además a causa del peligro de muerte en el que se hallan, puesto que ellos no pueden tener otro remedio más que el sacramento del Bautismo» (IIIª, qu. 68, art. 3, corp.).

RESPUESTA A ALGUNAS OBJECIONES. Consideremos algunas objeciones muy actuales, pero que ya comentaba Santo Tomás en el siglo XIII y a las cuales respondía también San Agustín en el siglo V.

Puesto que el Bautismo borra el pecado original, todos los pecados personales (para los adultos) y todas las penas debidas por estos pecados, ¿no sería mejor esperar a la edad adulta para recibir el Bautismo, como se hacía en los primeros siglos de la Iglesia? Respondamos que si esta práctica estuvo en vigor se trataba en realidad de un abuso contra el cual lucharon los Santos Padres, como San Gregorio de Nicea en su obra titulada “Contra la costumbre de quienes retrasan el bautismo”. Además, escuchemos a San Agustín, que fue víctima de esta costumbre: cuando era joven cayó enfermo, por lo que se le iba a bautizar pero al curarse, se dejó para más tarde; éstas son las reflexiones que este retraso le inspiró: «Mi purificación fue diferida como si nunca más tuviese yo que volverme a manchar al encontrar de nuevo la vida. Sin duda se pensaba que, si después de la ablución bautismal volvía yo a caer en el barro del pecado, mi responsabilidad sería más pesada y peligrosa... ¿Fue para mi bien que me fueron desatadas de este modo las riendas del pecado?... Mucho más provechoso me hubiese sido ser curado prontamente, ya que tanto celo hemos tenido que emplear yo y los míos para poner este alma en lugar seguro para su salvación, bajo la tutela de Quien se la hubiese dado entonces» (“Confesiones” I, 12, 17-18). Donde la gracia reina más tiempo con su cortejo de virtudes y dones, Dios reina también con más estabilidad. ¿Por qué no querer que los niños se conviertan cuanto antes en los templos del Espíritu Santo? ¿Por qué dejar más tiempo bajo el yugo del demonio a esas almas que Dios quiere librar por medio del sacramento del Bautismo, sus oraciones, sus exor­cis­mos y la infusión del agua sal­vífica?

¿Cómo puede ser apto para recibir el Bautismo un niño, puesto que no puede manifestar su decisión personal de ser bautizado, ya que como no tiene uso de razón, no puede arrepentirse de sus pecados ni profesar solemnemente su fe? En realidad los niños son bautizados en la fe de su Madre, la Santa Iglesia. Como una madre alimenta por sí misma a su hijo que todavía no puede valerse, la Iglesia le da a sus hijos la salvación que todavía no pueden obtener por sí mismos. Además, ¿no es justicia que «quien ha sido herido por obra de otra persona (sea) también curado por la palabra de otra persona» (S. Agustín, “Sermón” 254, 12). ¿Sería injusto que quien se alejó de Dios sin un acto personal vuelva a Él sin un acto personal?

Otra objeción, muy moderna en su formulación: al bautizar a un niño sin pedirle su opinión se atenta contra su libertad; ¿cómo se le puede imponer una serie de compromisos que a lo mejor él nunca hubiese asumido? Respondamos que procurar alcanzar la felicidad del cielo es una obligación para todos: «Dios quiere que todos los hombres se salven» (I Tim. 2, 4). El Bautismo es el medio para lograr esta salvación (Juan 3, 3). El Bautismo no compromete al niño a un estado de vida particular (sacerdocio, vida religiosa, celibato o matrimonio) sino a un camino común de salvación. ¿Acaso no es lo que hacen todos los padres en el plano temporal cuando les dan el alimento, medicinas y educación (sabiendo que todo esto es indispensable para su crecimiento físico, intelectual y moral) sin preguntarles si están de acuerdo o no? Cuando un niño está enfermo, ¿deciden los padres esperar a que sea mayor para saber si acepta la medicina que lo va a curar? ¿Por qué los padres admitirían esto en el plano espiritual? ¿No es el Bautismo el remedio al pecado original?

EL TRASFONDO DEL PROBLEMA. La amplitud del problema que estamos tratando, que no se conocía en otro tiempo, es muy significativa y hace pensar en:
1) una falta de fe en el dogma revelado del pecado original (Efes. 3, 3);
2) una falta de fe en el poder intrínseco de los sacramentos (en este caso del Bautismo) siempre y cuando no se ponga un obstáculo personal;
3) una falta de fe en Jesucristo, Dios y hombre verdadero, que nos ha instruido sobre la necesidad del Bautismo para salvarnos (Mat. 28, 19-20; Mar. 16, 16). Por eso permanezcamos fieles a la pastoral tradicional del Bautismo de los niños recién nacidos, que es la única garantía para la salvación de su alma.

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